El segundo
mandamiento prescribe respetar el
nombre del Señor y pertenece (como el primer mandamiento) a la virtud de la religión.
El nombre del Señor indica comunicación de confianza, y únicamente se habrá de
emplear para honrarlo, bendecirlo,
alabarlo y glorificarlo (CIC 2142-2144).
El temor de Dios o temor santo es uno de los siete dones que el
Espíritu Santo regala durante el sacramento de la Confirmación (Catecismo s.Pío
X, 580; 918; CIC 1831) y que nos inspira reverencia de Dios y temor a ofenderle; de ese modo nos aparta de obrar el mal y nos impulsa a
obrar el Bien (Catecismo s.Pío X, 926).
Es decir, el temor de Dios es el sobrecogimiento
que experimentamos ante su grandeza y omnipotencia. Los antiguos israelitas se cubrían el rostro en presencia de Dios,
por temor a mirarle y sufrir daño, pues estaban convencidos de que cualquier
persona moriría si osase mirar al rostro del Santo, pues no había hombre digno
de presentarse ante Él (Ex 3, 6; Ex 19, 24). Asimismo, los hombres santificados
por Dios, debían taparse el rostro después de presentarse ante Él, para que la
luz recibida del Santo de los Santos no hiriese a los demás: “Siempre que entraba a la presencia del Señor para
hablar con él, se quitaba el velo. Al salir, les comunicaba a los israelitas lo
que el Señor le había ordenado decir. Y como los israelitas veían que su rostro
resplandecía, Moisés se cubría de nuevo el rostro, hasta que entraba a hablar
otra vez con el Señor” (Ex 34, 34-35). Cristo, el Nuevo Abraham, el
nuevo Moisés y el Nuevo Elías, por la ley
del Amor retiró ese velo para poder ver a Dios cara a cara, facultad que
tienen los cristianos (2 Cor 3, 14-18).
Por tanto, el temor de Dios
supone la impresión que ante su
grandeza y santidad nos provocaría verle cara a cara. Ello nos llevaría de
inmediato a darnos cuenta de nuestra pequeñez (si nos sobrecogen tormentas,
huracanes o erupciones volcánicas ¡cuánto más no nos aterrará ver al Creador de
todos esos fenómenos naturales!) y, consiguientemente, al temor a ofenderle, y por las ofensas cometidas. Esa reacción
nos relaciona directamente con la virtud
de la Justicia, pues todo acto conlleva una retribución, sea esta
recompensatoria o punitiva. Asimismo, este temor se extiende a todos los actos
y cosas santas, o consagradas a Dios.
El temor a este hecho durante
nuestra vida terrenal (anticipando ese efectivo verle cara a cara) es un
concepto, no sólo cristiano, sino
virtuoso, como acto de fe que es, como bien explica el beato cardenal
Newman: “Nadie puede dudar razonablemente que el
sentimiento de temor y el de lo sagrado son cristianos. Son los sentimientos
que tendríamos, y en grado intenso, si tuviésemos la visión de Dios soberano,
si verificásemos su presencia con nuestro propios ojos. En la medida en que
creemos, debemos tenerlos. No tenerlos es no verificar, no creer que está
presente” (J.H. Newman. Parochial and Plain sermons. 5, sermón
2).
Debe distinguirse el temor de
Dios de otro concepto diverso pero relacionado: el dolor imperfecto por los pecados o atrición, que es el pesar de
haber ofendido a Dios como sumo Juez, esto es, por el temor al castigo merecido en esta misma o en la otra vida, o por la propia fealdad del pecado
(Catecismo s.Pío X, 714). La atrición es también don del Espíritu Santo, pues
tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de un camino interior que
conduzca, bajo la acción de la Gracia, a la absolución de los pecados. Aunque no basta por sí misma para
alcanzar el perdón de los pecados graves, la atrición dispone para el
sacramento de la Penitencia (CIC 1453).
Tanto el temor de Dios como la
atrición no completan ni agotan la relación del creyente con Dios, pues Cristo
nos trajo la Buena Noticia de que Dios deseaba atraernos a él no por el temor
de su poder y gran majestad, sino por el
amor a su Creador como a un Padre. Es el amor de Dios y su misericordia para con nuestra debilidad y
pecado lo que nos salva. Es el sacrificio
del Cordero de Dios quien nos justifica (o por decirlo en lenguaje
llano, es Jesucristo quien paga nuestras deudas ante Dios).
Pero si el temor de Dios no es
sino el primer paso, y no el
último, de nuestra relación con el Creador, no olvidemos tampoco que el más
largo camino comienza con el primer paso. Por tanto, el temor de Dios no sólo es bueno en el cristiano, sino necesario.
Como bien sabemos, no se puede amar sin respetar primero, y el respeto hacia Dios es el primer paso hacia
el amor a Dios.
Enseñar el temor de Dios forma
parte pues de una catequesis auténtica y santificante para el fiel. Las mismas
Sagradas Escrituras no olvidan recordar la omnipotencia de Dios y su capacidad
para castigar al malo y premiar al bueno (Gn, 19; Ex, 7-10; 2 Re 17, 6-18; Jl
3, 1-2; Mt 24, 30-31; Mt 25, 35-46; Ro 2, 5-11; Apocalipsis, etc).
Esta pedagogía revela un
profundo conocimiento del alma humana: quien
desprecia a Dios y a lo sagrado ha sido sometido por el demonio a sus
designios, y no está preparado para entender y alcanzar el Amor que todo lo
puede. El anuncio del Juicio Final llama a la conversión de los hombres
mientras Dios da a los hombres “el tiempo
favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Este anuncio de la
Justicia del Reino de Dios, inspira el santo temor de Dios, ayudando a los
hombres a obrar el Bien (CIC 1041).
Luis I. Amorós
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