También en el noviazgo va desarrollándose la necesidad de vivir la fidelidad y muy especialmente la castidad como una preparación al matrimonio.
“El matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución
de fuerzas naturales inconscientes” (Humanae
vitae, numero 8), ni en el plano que pudiéramos llamar filogenético ni en el
plano ontogenético es decir, ni en cuanto al matrimonio como institución y al
hombre como especie, ni en lo que atañe a este o a aquel matrimonio en concreto
y a sus protagonistas. El amor conyugal “es un amor
fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día
en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vinculo
matrimonial” (Ibidem, n. 9), pero para llegar a esa madurez, se ha de
aprender antes la lección en la escuela del noviazgo. Si en esos años previos
se cultiva egoístamente una alergia a todo lo que signifique estabilidad,
fidelidad a un compromiso, lazo noble, cierre de otras posibilidades porque se
va abriendo lo gran puerto del amor humano limpio, entonces no será fácil
secundar la gracia sacramental para vivir hasta la muerte la fidelidad
conyugal.
Aunque
pueda resultar paradójico, tratándose de líneas que abren unas consideraciones
sobre el noviazgo, hemos de comenzar reconociendo que no es posible hacer
siquiera un resumen orgánico y medianamente completo del tema.
La
riqueza de la actividad humana—las innumerables posibilidades de la libertad—y
la variedad de circunstancias de edad, ambiente, formación, etc., son
inabarcables y resulta vanidosamente estéril cualquier pretensión de encuadrar
la acción dentro de un esquema. Cuando se olvida este hecho, se trazan unas líneas
teóricas de acción, que tienen poco que ver con la verdadera realidad; o se da
lugar a un planteamiento simplista y genérico y, por tanto, fácilmente
ineficaz; o se crea un monstruo artificial, de miembros hipertrofiados, según
los aspectos que han resultado más interesantes al autor o están más de moda:
solo autonomía, solo lirismo, solo sexo, solo sociología, solo liturgia, solo
política, etc., etc.
El NOVIAZGO Y LA
FIDELIDAD
Probablemente
sorprenda un poco este título, siendo así que una característica del noviazgo
es la posibilidad de cambio, la opción a rectificar una elección no acertada,
por el procedimiento de romper las relaciones, aunque a veces ese sistema no
sea sencillo ni llevadero. Tampoco se me escapa que el simple hecho de enunciar
la palabra noviazgo, implica actualmente una toma de posición bien concreta,
precisamente porque hay quien se resiste incluso a dar status propio al
noviazgo mismo. Pero esta es precisamente otra razón para aclarar este punto
bien a fondo.
Si lo que
se rechaza del noviazgo es un conjunto de convencionalismos sociales pasados de
moda, no habría nada que objetar, aunque sería oportuno examinar con cierta
detención lo que se entiende por convencionalismos. Me explico perfectamente la
resistencia intima que algunos chicos pueden sentir a reconocerse en la palabra
novios, por la carga formalista con que a sus ojos aparece ese nombre. Pero no
es sensato pretender abolir lo que constituye la esencia del noviazgo, se le
llame como se quiera la situación, la actitud interior, la conducta mutua—y en relación
a terceros—de un hombre y una mujer, en el tiempo que precede a su posible
matrimonio y con vistas precisamente a ese matrimonio. En este sentido, es
evidente que no puede designarse con la palabra noviazgo cualquier enamoramiento
adolescente o adulto, aunque revista ciertas características de estabilidad y
exclusividad. Y por los mismos motivos, lo que se dirá a continuación no esta
dirigido al simple trato entre un chico y una chica, si bien pueda también
aplicársele en algunos aspectos. Fundamentalmente, el noviazgo implica una
intencionalidad hacia el futuro, que—por el sentido de responsabilidad que debe
llevar implícito, por el compromiso más o menos expreso que encierra, y, por
sus otros caracteres específicos—supera y trasciende la simple relación entre
el boy-friend y la girl-friend.
COMPROMISO
Estamos
hablando de intencionalidad hacia el futuro, y no en vano interesa resaltar
precisamente el aspecto de fidelidad a un compromiso—sujeción libre a unos
deberes—que se encierra en esa voluntaria atadura. Quizás por este hecho, tenga
hoy tan pocas simpatías el noviazgo serio: pero advirtamos que quien vea el
deber como una falta de libertad, quien no sepa renunciar a determinadas
posibilidades por amor, quien -no quiera que nada ni nadie le coarte, quien no
se decida a aceptar ese necesario condicionamiento, se descalifica
automáticamente incluso para el matrimonio, que implica la definitividad del
compromiso provisional y primerizo del noviazgo.
Entiendase
que no hablo necesariamente de un compromiso jurídico o formal, como es el de
los antiguos esponsales o el de a llamada petición de mano. Me estoy refiriendo
a un compromiso íntimo, quizás sin ninguna manifestación explicita, pero no por
eso carente de fuerza. Es un compromiso-tendencia o, si se prefiere, una
disponibilidad al compromiso comprometiéndose. Es una actitud compleja, porque
ha de conciliar la definitividad con la prueba; la exclusividad en acto, con la
apertura hacia otras posibilidades; la isla con la península; la
provisionalidad, con la voluntariedad de una estabilidad probable, deseada y
futura. Se trata, en fin, de conseguir un equilibrio que difícilmente puede
existir, o aun concebirse, si falta amor y sentido de responsabilidad. Por eso
es tan importante, aunque sea balbuciente. Limitarse a pasar el tiempo, no
terminar nunca de decidirse, entender el noviazgo como un modo de entretenerse
los domingos por la tarde, o echarse a ciegas y sin reflexión en el río de la
primera posibilidad de matrimonio que se presenta, son otros tantos modos de
equivocar el camino hacia la vida conyugal, con riesgo de arruinar toda la vida
futura, también la eterna.
Por eso
en este punto pueden hacerse residir bastantes catástrofes matrimoniales, a
pesar de que hayan logrado posponerse algún tiempo, escondidas detrás de la
festiva apariencia de las bodas o de la brillante facilidad de los primeros
momentos: fallan, porque se han casado dos inmaduros, aunque a veces basta que
sea inmaduro uno solo. No han crecido por dentro. No se han conocido. No se han
entregado verdaderamente el uno al otro, aunque incluso puedan haber ofendido
al Señor con intimidades ilícitas no es esa la entrega verdadera.
ESTABILIDAD
“EI matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución
de fuerzas naturales inconscientes” (Humanae
vitae, numero 8), ni en el plano que pudiéramos llamar filogenético ni en el
plano ontogenético es decir, ni en cuanto al matrimonio como institución y al
hombre como especie, ni en lo que atañe a este o a aquel matrimonio en concreto
y a sus protagonistas. El amor conyugal “es un amor
fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día
en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo
matrimonial” (Ibidem, n. 9), pero para llegar a esa madurez, se ha de
aprender antes la lección en la escuela del noviazgo. Si en esos años previos
se cultiva egoístamente una alergia a todo lo que signifique estabilidad,
fidelidad a un compromiso, lazo noble, cierre de otras posibilidades porque se
va abriendo lo gran puerto del amor humano limpio, entonces no será fácil
secundar la gracia sacramental para vivir hasta la muerte lo fidelidad
conyugal.
Concedamos
que el noviazgo reúne un determinado número de características que lo definen e
identifican. Tengo derecho o pensar que un chico y una chica son novios si veo
que encarnan todas, o la mayoría, o bastantes de esos caracteres distintivos.
Lo mismo que tengo derecho a no admitir que sean novios, si carecen de alguna
señal que sea fundamental, por ejemplo, la edad: nadie toma en serio los
noviazgos entre críos de ocho años. Con parecido hilo de razonamiento, estimo
que no se puede considerar noviazgo autentico y bueno, el de quien se reserva
el derecho de simultanear cariños—por llamarlos de alguna manera—, o de hacer
pareja con quien guste y cuando le guste. Son aberraciones, en mayor o menor
grado desde el trasnochado argumento del libertino—todavía no estamos casados—
hasta los coqueteos vanidosos, por celos, por venganza o por sencilla y simple
estupidez.
Si hay
quien rechaza el noviazgo—hasta el mismo nombre, decíamos—, por lo que tiene de
estabilidad o de institución exigente de nuevas responsabilidades (arcaísmos
decimonónicos y tópicos aparte), rechaza una joya. Dan tanta pena esas parejas
de jóvenes vagabundos, a veces desarrapados y sucios, que salpican aeropuertos
y carreteras de medio mundo. No son novios ni probablemente quieren serlo son
amantes en el sentido más pobre de la palabra, compañeros de quita y pon,
enamorados mientras dura, pobrecillos que dan y toman todo lo que pueden, sin
la luz de una norma moral. Pero son también el paradigma de muchos otros
chicos, que sin su aparatosidad de trashumantes, tampoco quieren o saben que la
felicidad del amor humano exige fidelidad, sentido de responsabilidad,
aceptación gustosa de las limitaciones que impone el hecho de ser hombres y no
animales criaturas de Dios; mas todavía hijos de Dios.
El NOVIAZGO Y LA
CASTIDAD
Es
evidente que el noviazgo no es solo un tiempo que precede al matrimonio, sin
que es sobre todo su preparación, su escuela, su premisa. En el noviazgo está
la clave de tantas cosas, positivas y negativas, que condicionarán más tarde la
vida matrimonial, en un sentido o en otro. Por lo que se refiere a la castidad también.
Si un matrimonio limpio es en buena parte fruto de un limpio noviazgo,
podríamos igualmente decir que a un noviazgo turbio suele suceder un matrimonio
sucio.
DOCTRINA CRISTIANA
Vivir
castamente el noviazgo tiene una gran importancia, no sólo por la razón suprema
de mantenerse en amistad con Dios, sino porque—aun humanamente las faltas o los
pecados en esta materia tienen una proyección que va más allá de la inmediata.
Hay que considerar esas cosas también en lo que tienen de síntoma, de actitud de
fondo ante Dios primero, pero al mismo tiempo ante uno mismo, ante la persona
del otro, ante el mundo. Las faltas de delicadeza, los atentados más o menos
velados al pudor, las familiaridades animalescas o los pecados de lujuria que
tengan lugar en el noviazgo, si no se corrigen y adquieren carta de naturaleza,
se proyectan y multiplican en el matrimonio, de un modo absolutizador y
desbordante.
El
noviazgo bien vivido constituye, en cambio, una garantía insospechadamente
eficaz para el futuro. Es “una ocasión de ahondar
en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y como toda escuela de amor, ha de
estar inspirado no por el afán de posesión, sino por el espíritu de entrega, de
comprensión, de respeto, de delicadeza” (J. Escrivá de Balaguer,
Conversaciones, Madrid, 1969, 3.. ed., n. 105).
Entender
esa etapa frívolamente, a la ligera, como algo impuesto mostrencamente por la
imposibilidad de contraer matrimonio en seguida, o verla como un medio oficioso
de satisfacer la sensualidad mientras tanto, es equivocado y lleva a gravísimos
errores, no solo morales.
No es
este el lugar para exponer la teología moral en lo referente a la castidad, ni
sus fundamentos. Entre tantas enseñanzas, rotundas y repetidas, de la Sagrada
Escritura (cfr., p. e., Tob. 4,12 y 6,16 ss.; Eccli. 41, 17 y 20; 1 Thes. 4,
3-5; 1 Cor. 5, 9 y 6, 9-10), recordemos simplemente estas dos: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios”. {Mt. 5, 8); ”la fornicación y
cualquier especie de impureza (…) ni se nombre entre vosotros, como corresponde
a santos. Porque—tened esto bien entendido—ningún fornicador o impúdico o
avaro, que viene a ser una idolatría, será heredero del reino de Cristo y de
Dios. Que nadie os engañe con palabras vanas, pues por tales cosas descargó la
ira de Dios sobre los incrédulos (tEph. 5, 3-6).
Pero ante
las afirmaciones de la Revelación—y ante todo lo que la Iglesia enseña en
consecuencia—caben dos opuestas actitudes:
a) O se admite lo que la doctrina cristiana propone
como norma moral, aunque se sea consciente de que no es fácil de vivir—por
ejemplo, durante el noviazgo—, o no se sepa cómo llevarlo a la práctica en
determinados casos.
b) O se rechaza en bloque esa doctrina, incluso
cuando parece que solo se esta en desacuerdo con puntos concretos, tratando de reemplazarla—algunos
dicen, mejorarla, ponerla al día—con otras reglas de comportamiento van desde
las opiniones personales sobre aspectos aparentemente circunscritos, hasta los
dogmatismos totalitarios y anárquicos de la revolución sexual.
Si se
sostiene una opinión que en mayor o menor medida se reconozca en esta segunda
actitud, lógicamente se discrepara de todo lo que diremos en adelante, pero con
pena hemos de anticipar que en este ensayo no es posible tratar de entendernos
no hay espacio ni siquiera para el prólogo, para ponernos de acuerdo sobre el
significado de algunos conceptos esenciales (amor, matrimonio, pecado,
conciencia…), o para llegar a una plataforma de entendimiento sobre el sentido
de la vida o sobre los postulados filosóficos más elementales.
PREMISAS FUNDAMENTALES
Las
consideraciones que siguen pueden ayudar, en cambio, a quien se reconozca en la
primera actitud a que nos referíamos, por muchas y variadas que puedan ser sus
dificultades, si hay la disposición de fondo que exige la fe y la buena
voluntad de acatar el Magisterio de la Iglesia.
Aun entonces es preciso fijar
unas cuantas premisas:
1. ° La doctrina católica es la que—en nombre de Cristo
y con la asistencia del Espíritu Santo—enseñan el Papa, y los Obispos en
comunicación con la Santa Sede, y forma un cuerpo unitario y sin contradicción
a lo largo de los veinte siglos de cristianismo.
2. ° Las opiniones de un autor o de cien autores—se
llamen o no se llamen teólogos—, lo mismo que los modos de conducta que se
observen en la vida corriente aunque estén muy difundidos, no equivalen
necesariamente a la doctrina católica ni tienen por qué ser rectos y válidos.
3. ° Más aún son criterios equivocados, carecen de
razón y enseñan un comportamiento objetivamente pecaminoso, si están en
contradicción con la enseñanza de la iglesia. De hecho, uno de los mayores
problemas con que debe enfrentarse la pastoral en estos temas es que los chicos
aprenden a comportarse como novios según lo que ven hacer a otros novios, o
según lo que les propone el cine o leen en las novelas. Y, por lo general, esos
modelos de comportamiento no son cristianos, sino paganos; no reflejan el
verdadero amor humano sino el afán de satisfacción sensual.
Con estas
premisas—aunque con las reservas ya mencionadas antes—resultan automáticamente
descalificados argumentos como “lo hacen todos”;
“se ve siempre así en las películas”; “no estamos ya en el siglo XIX”; “lo he
leído en un libro de un teólogo muy famoso”; “después del Concilio hay autores
que lo admiten”; “me han dicho que si”, etc. En una palabra, se trata de
los argumentos que apelan a motivos extrínsecos, de autoridad, modernidad,
aggiornamento, para justificar actitudes contrarias a lo que es la norma moral
cristiana.
DIFICULTADES
Quedan no
obstante en pie las dificultades que podríamos llamar intrínsecas, o sea, las
que origina la misma vida de novios, a pesar de que los dos tengan buena
voluntad para acomodar la propia conducta al amor de Dios. Sin pretensiones de
ninguna sistematización, podríamos agrupar así estos obstáculos
I) La espontaneidad del cariño.
II) Los peligros de la ocasión.
III) Las concesiones ante la compasión o
el chantaje.
1) La espontaneidad del cariño. Suele oírse que el
corazón no admite convencionalismos y que—si el amor es sincero— todo lo demás
cuenta poco. En ese contexto, se sigue afirmando que—siendo lo primero el
cariño—las relaciones sexuales entre novios no tienen que esperar a ser
legitimadas por lo que sería un mero compromiso social, jurídico, económico,
etc.: el matrimonio contraído. Con esas premisas, serian lógicas y aun
obligadas todas las manifestaciones de afecto entre novios, fueran cuales
fueran sus modalidades.
Resulta
patente que un planteamiento de ese estilo, que prescinde de toda referencia a
Dios, a la ley moral o a la enseñanza de la Iglesia, está viciado de raíz y no
puede ser aceptado por nadie que quiera seguir llamándose cristiano. La
Revelación, a la que ya hemos hecho referencia, no puede ser ignorada o dejada
de lado. Puntualicemos además dos ideas que atañen al tema:
a) No es lo mismo el amor que sus manifestaciones.
Aun sin dejar de ser autentico—más aún: acrisolándose en su genuidad humana—,
el cariño ha de acomodar sus modos de expresión a lo que exija la ley moral No
se trata de ir contra la espontaneidad—entendiendo esta palabra en su sentido
más valioso, como opuesto a artificiosidad o a hipocresía—, sino de atribuirle
el valor que le corresponde. En todos los campos y no solo en el del amor, lo
espontáneo debe elevarse hasta transformarse en lo humano, para poder
transfigurarse en lo divino, mediante la gracia de Dios. De hecho, la
espontaneidad no solamente no es una regla de vida, sino que con frecuencia es
una tendencia hacia un modo de conducta pecaminoso. Recuérdense, por ejemplo,
los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia,
pereza; en todos hay de ordinario un gran componente de espontaneidad, mayor o
menor según el temperamento. Son cosas que fácilmente, tan fácilmente que
aparecen también cuando no las quisiéramos, porque son las tendencias al mal,
que el pecado original ha dejado en nuestra naturaleza.
Por eso
la actividad humana no ha de guiarse por la espontaneidad sino por la ley
moral, que enriquece y facilita el verdadero libre obrar. Lo que debe
caracterizar nuestra vida no es el instinto—que es lo más espontáneo que mueve
a la acción, por las raíces deterministas que posee (pura bioquímica) —, sino
el amor y el deber, el sentido de responsabilidad, la obediencia libre a una
norma ética.
De ahí
que en el noviazgo no sea lícito identificar amor humano e intimidad sexual,
aunque sean cosas relacionadas. Lo mismo que, para los ya esposos, puede y debe
seguir existiendo el amor, aun cuando las relaciones conyugales—por los motivos
que sean—estén impedidas. El amor, más allá de la atracción, de la satisfacción
o de la instintividad, es una decisión moral.
En el
fondo, si parece a veces plantearse un conflicto entre amor y castidad, es
porque no se reflexiona sobre el significado del amor humano. Tiene valor, pero
no es el suyo un valor absoluto: en su nombre no se justifican acciones que
vayan contra el Amor, con mayúscula. Ni podría realmente llamarse amor lo que
fuera causa de un grave daño espiritual: la muerte del alma, por el pecado
grave, es la más terrible manifestación de desamor.
b) Fuera del legítimo matrimonio, es pecado mortal la
búsqueda directa del placer sexual o la realización—total o parcial—de acciones
que estén destinadas por su naturaleza, independientemente de la intención del
hombre, a la transmisión de la vida. Y esto, aunque—por las razones que sean—se
sepa que no llegara la concepción, y aunque la intención no sea ofender a Dios
sino manifestar cariño. Hay una “inseparable
conexión, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia
iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal el significado unitivo
y el significado procreador” (Humanae vitae, n. 12).
No se
puede querer un elemento impidiendo el otro, porque esta en juego algo muy
profundo: la esencia de un acto, que trasciende todas las técnicas, todos los
resultados y todas las intenciones. Un hombre es un hombre, aunque este dormido
o loco o paralítico; el acto conyugal es algo que tiene sentido y licitud únicamente
donde sus dos significados pueden desarrollarse plenamente: en el matrimonio. “Usar de este don divino destruyendo su significado y
finalidad aunque solo sea parcialmente es contradecir la naturaleza del hombre
y de la mujer, y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir
también el plan de Dios y su voluntad” (ibid.) aunque no se le quisiera
ofender.
“Queremos reiterar lo que siempre afirmo la Iglesia acerca de las
relaciones sexuales prematrimoniales, sentidas hoy por muchos jóvenes como un
preámbulo natural o aun conveniente del matrimonio que lo verdadera preparación
matrimonial es la pureza, el respeto mutuo, el dominio esforzado sobre la
natural impaciencia de la pasión, el afán nobilísimo de situar el centro de
gravedad de la relación por encima de los sentidos. Solo puede entregarse el
cuerpo cuando con el se entrega la vida entera en el compromiso indisoluble,
social, sacramental del matrimonio. Solo entonces, dentro de esta comunidad
definitiva de amor en la sociedad y en la Iglesia, es santa la entrega de los
cuerpos antes, no puede ser sino una ambigua anticipación, abierta a los
engaños, las amarguras y frustraciones que la experiencia muestra donde quiera
que se ha resquebrajado el orden verdadero del amor cristiano” (Matrimonio y Divorcio, Declaración del comisión
permanente del Episcopado de Chile, 6-11-71, n. 51).
De todos
modos, aclarado ese punto, puede seguir flotando una duda: ¿hasta dónde se
puede llegar en las manifestaciones de afecto?
A grandes
trazas, y sin entrar en casuísticas antipáticas, podríamos fijar unos criterios
1. No deben ser cosas que, en el fondo de la conciencia, tengan un timbre de
lujuria, de bajeza, de egoísmo o de clandestinidad se puede llegar—suele decir
Monseñor Escrivá de Balaguer cuando se refiere a este tema, en conversaciones
con gente joven—hasta donde se llegaría en presencia de la propia madre. 2.
Nunca deben suscitar directamente ninguna de las manifestaciones corporales que
son propias de la intimidad conyugal 3. A la hora de la responsabilidad moral,
no puede prescindirse de lo que pase en la conciencia del otro, porque los
novios son dos. Una intención afectuosa, si es imprudente, puede ser la causa
de un pecado. 4. Siempre debe quedar tal limpia transparencia, que no se enfrié
la vida de piedad sentida ni parezca haberse levantado un muro entre el alma y
Dios.
II) Los peligros de la ocasión. Puestos a extremar las
cosas, alguna podría pensar que en esta materia el mismo noviazgo es ya un
peligro. Bajo cierto aspecto es verdad, pero no se puede cerrar ahí la
discusión, porque en el fondo no se ha hecho más que recordar una verdad de
Perogrullo que los novios son criaturas humanas.
Es cierto
que el noviazgo lleva consigo una serie de circunstancias que podrían ser
consideradas ocasión de pecado, en sentido moral: el cariño y la necesidad de
manifestarlo; la oportunidad de estar juntos con frecuencia; la familiaridad,
etc. Pero no es posible tratar de evitar esas cosas equivaldría a suprimir el
noviazgo, con todas sus características.
Aun a
riesgo de que el planteamiento parezca simplista, el problema práctico puede
reducirse a pocos puntos bien concretos. Cuando hay un fondo de rectitud y de
buena voluntad, muchas victorias y muchas derrotas espirituales dependen de que
se hayan sabido evitar o no tres ocasiones peligrosas: la soledad, la oscuridad
y el coche. Así de sencillo.
Claro que
el noviazgo requiere momentos de intimidad, para cambiar impresiones y
confidencias nobles, y para empezar a entrenarse en el nosotros y el mundo,
pero intimidad no quiere decir soledad, absoluta o con cómplices alrededor. No
se trata de entrar en detalles. Doy por sentado que los novios son lo
suficientemente crecidos como para detectar por si mismos, con la ayuda de Dios
y de su Ángel Custodio, cuando se presentan esas situaciones que ponen el alma
en peligro inmediato. Si ellos no saben huir y así guardarse, no habrá nadie en
la tierra que los guarde, porque la famosa carabina ya pasó a la historia,
aunque siga figurando en el Diccionario de la Lengua.
III) Las concesiones ante la compasión o el chantaje.
Sin necesidad de afrontar el fondo del problema, basta recordar que hay
diferencias en el modo de ser masculino y femenino. Entre hombre y mujer se
abre con frecuencia la laguna de la ignorancia o de la duda sobre la
interioridad del otro, en su sentido más amplio. Cada uno sabe lo suyo, aunque
sea con bastantes aproximaciones; y cada uno se ve obligado a fiarse, para
saber lo que el otro vive, por lo que el otro dice. Luego, andando el tiempo y
creciendo la experiencia, no hará falta hablar, y no será fácil disimular la
realidad. Pero en el noviazgo todavía no se ha llegado a ese punto, y no han
perdido eficacia las palabras mentirosas.
No
necesariamente, pero en este aspecto la chica suele ser la engañada, si es
ingenua y no está atenta. Un clima de opinión bastante extendido puede
contribuir a hacerle creer que el mandamiento de la pureza tiene distinta
vigencia para el hombre y para la mujer; y si, además, ha tenido que bajar
aprisa y corriendo de las nubes rosas del romanticismo, lo que no conseguiría
una tentación descarada lo consigue la compasión, o el respeto humano, o el
miedo de parecer anticuada. Digamos solo que ha de reaccionar con prontitud,
para no dar ocasión a la pasión, y con fortaleza.
Hay
momentos, incluso, en los que se impone el romper, si no hacerlo llevarla
necesariamente a ofender a Dios o si se exigen pruebas de la autenticidad del
cariño —pecados graves—, como condición para continuar las relaciones. “Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no es
digno de mí, y quien ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí. (Mt.
10, 37-38).
A MODO DE RESUMEN
Advertíamos
al principio que no era posible abarcar todo el tema del noviazgo en el ámbito
de este artículo. Diremos ahora que si existe la manera de hacer un resumen de
toda la actitud de los interesados: el noviazgo no se puede vivir
cristianamente, si no se vive cristianamente fuera y al margen del noviazgo. Es
ilusorio pensar en unas recetas espirituales delimitadas y específicas.
La receta
esta en lo de siempre: la vida de oración, la frecuencia de sacramentos, la
mortificación habitual, el afán por cumplir siempre y en todo la voluntad de
Dios—aunque haya fallos y caídas—, la devoción filial a la Virgen, y tantas
otras cosas, indispensables en la vida cristiana. No son un lujo ni asuntos
para uso libre de quien les tenga afición. Quizás a veces pueden pasar meses y
aun años sin que se note el estado de desnutrición espiritual del alma que
prescinde de esos medios sobrenaturales, pero hay momentos en los que la
debilidad de la vida del espíritu aparece con toda su trágica agudeza de
ordinario, cuando se ha de hacer frente a nuevas dificultades o a situaciones
más complejas que las habituales. Es el caso del noviazgo, como será luego el
caso del matrimonio o—todavía más adelante—la paternidad y la educación de los
hijos.
Tratemos
sinceramente de amar a Dios sobre todas las cosas, de mantenernos en su presencia,
como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman,
y todas nuestras acciones—aun las más pequeñas—se llenaran de eficacia
espiritual. Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato
ininterrumpido con el Señor—y es un camino para todos, no una senda para
privilegiados—, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el
hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la
voluntad de Dios” (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n.
119).
José Luis Soria
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