Ante la realidad de esta herida provocada
por el pecado, la mortificación es maestra de virtudes y libertadora frente
a tantos vicios que nos hacen esclavos del pecado. Renunciamos a lo que es
lícito para alcanzar la gracia de rechazar lo que no lo es.
Tanto en
el cristianismo como el islam encontramos la práctica del ayuno. A simple vista
podría parecer un lazo que nos une, pero cuando se estudian con un poco de
profundidad las motivaciones con las que ayunan cristianos y musulmanes
descubrimos asombrados que esta práctica, antes que acercarnos, nos aleja.
Quizás es bueno reflexionar sobre estas diferencias, precisamente para
comprender el verdadero sentido de la mortificación cristiana.
El islam es una religión que desconoce el amor y el perdón. La actitud fundamental del musulmán es la sumisión, a la que se llega a través del temor. De ahí que el mismo ayuno es señal de sometimiento, de subordinación. En cambio, el espíritu de mortificación cristiano está animado por una disposición bien distinta. Los cristianos somos y nos sabemos hijos de Dios. Para nosotros la mortificación es, en primer lugar, una forma de manifestar nuestro amor a Dios, que tanto «nos ha amado hasta dar su vida por nosotros». Dice San Agustín que «el amor o se da entre iguales o hace iguales». Cuando se contempla de verdad a Cristo Crucificado, cuando se le ama de verdad, se comprende el sentido y la necesidad de una voluntaria mortificación, de un camino de purificación que nos permita unirnos y asemejarnos a Él, acortar las distancias entre su santidad y nuestra pobreza. No es mi intención cuestionar al buen musulmán que ayuna con ese sentimiento de temor de Dios en su corazón. Pero es cierto lo que digo. Su ayuno es muy distinto del nuestro y no se pueden poner al mismo nivel.
El sentido cristiano de la mortificación va más allá todavía, pero para comprender ese «más allá» es necesario aceptar que nacemos con una herida llamada pecado original que provoca en nosotros un cierto desorden, una inclinación al mal, una debilidad frente a nuestras pasiones que se acrecienta en la medida en que crece nuestro pecado personal. Ante la realidad de esta herida provocada por el pecado, la mortificación es maestra de virtudes y libertadora frente a tantos vicios que nos hacen esclavos del pecado. Renunciamos a lo que es lícito para alcanzar la gracia de rechazar lo que no lo es.
En este sentido, si en el musulmán el ayuno es signo de sumisión, en el cristiano el ayuno es signo de libertad, porque el gran sufrimiento de nuestra alma es lo que San Pablo expresaba diciendo: «Veo el bien que quiero y hago el mal que no quiero». La mortificación nos enseña a escoger el bien, nos enseña el arte de poseernos a nosotros mismos para poder entregarnos a los demás. El genial dominico padre Garrigou- Lagrange decía: «¿Cómo podríamos ser dulces con quien es áspero con nosotros sin saber vencernos a nosotros mismos y poseer la propia alma?».
En concreto, lo que la Iglesia pide en cuanto al ayuno y la abstinencia se recoge en un breve canon, el número 1251 del Código de Derecho Canónico: «Todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal; ayuno y abstinencia se guardarán el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo». La práctica tradicional en España es que no se come carne los viernes, pero ese sacrificio puede ser sustituido por una limosna o por otro sacrificio, salvo en Cuaresma, tiempo en el que no es sustituible por nada. Sobre el ayuno, el Código —redactado con el corazón materno de la Iglesia— no da normas precisas. Lo deja a la generosidad y capacidad de cada uno.
Hay que explicar que esta práctica de «no comer carne» los viernes, nació como una renuncia de los «ricos», porque los pobres no podían pagar la carne. Todavía en casa de Juan XXIII, cuando era niño, solo se comía carne en Navidad y en Pascua. La alimentación de los pobres era la polenta, el maíz en todas sus formas, verdura y fruta. Para ellos no comer carne no era un sacrificio, sencillamente porque no había otra opción. Y, sin embargo, también los pobres deben hacer penitencia y renunciar voluntariamente y por amor de Dios a cosas que, de ordinario, son absolutamente lícitas. De hecho, puede haber una persona a la que le cueste más renunciar al café de media mañana que comer pescado un viernes. Si esa persona es generosa y le quiere ofrecer al Señor el sacrificio de no tomar ese café el viernes, el Señor lo bendecirá. Pero en Cuaresma, aunque haga el sacrificio de no tomar ese café, la Iglesia le recuerda que además debe cumplir la abstinencia de carne.
Pero, ¿por qué no se debe comer carne los viernes? Si es una ley de Iglesia, es decir, que no es un mandamiento de Dios, si se podría sustituir por otra cosa, si hay cosas que pueden costarnos más… La palabra de Dios nos ayuda a iluminar nuestras perplejidades: «¿Quiere el Señor holocaustos y sacrificios o quiere que se obedezca su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros» (I Sam 15, 22). Al final, la decisión de aceptar este mandato de la Iglesia es una cuestión de obediencia y de amor. Es más, el verdadero sacrificio y la verdadera abstinencia es nuestra obediencia.
Hay otra razón: tampoco es despreciable la fuerza que da a nuestra oración y nuestro ofrecimiento la comunidad, el que este sacrificio de no comer carne y de ayunar lo hacemos toda la Iglesia al unísono. El Señor dijo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y si además estos dos o tres se unen para hacer un sacrificio en su nombre, cuántas gracias derramará el Señor, cuántas bendiciones hará llover sobre la faz de la tierra.
Hoy en día tantos ayunan por guardar la línea, por cuidar la salud… Algunos no comen carne nunca, y no pasa nada. Solo si ayunamos por amor a Dios, o dejamos de comer carne un viernes por amor de Dios estamos haciendo una locura o una tontería. Seguramente el problema es una grave falta de fe, de verdadera experiencia de Dios. No amamos bastante para comprender el valor del sacrificio.
El islam es una religión que desconoce el amor y el perdón. La actitud fundamental del musulmán es la sumisión, a la que se llega a través del temor. De ahí que el mismo ayuno es señal de sometimiento, de subordinación. En cambio, el espíritu de mortificación cristiano está animado por una disposición bien distinta. Los cristianos somos y nos sabemos hijos de Dios. Para nosotros la mortificación es, en primer lugar, una forma de manifestar nuestro amor a Dios, que tanto «nos ha amado hasta dar su vida por nosotros». Dice San Agustín que «el amor o se da entre iguales o hace iguales». Cuando se contempla de verdad a Cristo Crucificado, cuando se le ama de verdad, se comprende el sentido y la necesidad de una voluntaria mortificación, de un camino de purificación que nos permita unirnos y asemejarnos a Él, acortar las distancias entre su santidad y nuestra pobreza. No es mi intención cuestionar al buen musulmán que ayuna con ese sentimiento de temor de Dios en su corazón. Pero es cierto lo que digo. Su ayuno es muy distinto del nuestro y no se pueden poner al mismo nivel.
El sentido cristiano de la mortificación va más allá todavía, pero para comprender ese «más allá» es necesario aceptar que nacemos con una herida llamada pecado original que provoca en nosotros un cierto desorden, una inclinación al mal, una debilidad frente a nuestras pasiones que se acrecienta en la medida en que crece nuestro pecado personal. Ante la realidad de esta herida provocada por el pecado, la mortificación es maestra de virtudes y libertadora frente a tantos vicios que nos hacen esclavos del pecado. Renunciamos a lo que es lícito para alcanzar la gracia de rechazar lo que no lo es.
En este sentido, si en el musulmán el ayuno es signo de sumisión, en el cristiano el ayuno es signo de libertad, porque el gran sufrimiento de nuestra alma es lo que San Pablo expresaba diciendo: «Veo el bien que quiero y hago el mal que no quiero». La mortificación nos enseña a escoger el bien, nos enseña el arte de poseernos a nosotros mismos para poder entregarnos a los demás. El genial dominico padre Garrigou- Lagrange decía: «¿Cómo podríamos ser dulces con quien es áspero con nosotros sin saber vencernos a nosotros mismos y poseer la propia alma?».
En concreto, lo que la Iglesia pide en cuanto al ayuno y la abstinencia se recoge en un breve canon, el número 1251 del Código de Derecho Canónico: «Todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal; ayuno y abstinencia se guardarán el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo». La práctica tradicional en España es que no se come carne los viernes, pero ese sacrificio puede ser sustituido por una limosna o por otro sacrificio, salvo en Cuaresma, tiempo en el que no es sustituible por nada. Sobre el ayuno, el Código —redactado con el corazón materno de la Iglesia— no da normas precisas. Lo deja a la generosidad y capacidad de cada uno.
Hay que explicar que esta práctica de «no comer carne» los viernes, nació como una renuncia de los «ricos», porque los pobres no podían pagar la carne. Todavía en casa de Juan XXIII, cuando era niño, solo se comía carne en Navidad y en Pascua. La alimentación de los pobres era la polenta, el maíz en todas sus formas, verdura y fruta. Para ellos no comer carne no era un sacrificio, sencillamente porque no había otra opción. Y, sin embargo, también los pobres deben hacer penitencia y renunciar voluntariamente y por amor de Dios a cosas que, de ordinario, son absolutamente lícitas. De hecho, puede haber una persona a la que le cueste más renunciar al café de media mañana que comer pescado un viernes. Si esa persona es generosa y le quiere ofrecer al Señor el sacrificio de no tomar ese café el viernes, el Señor lo bendecirá. Pero en Cuaresma, aunque haga el sacrificio de no tomar ese café, la Iglesia le recuerda que además debe cumplir la abstinencia de carne.
Pero, ¿por qué no se debe comer carne los viernes? Si es una ley de Iglesia, es decir, que no es un mandamiento de Dios, si se podría sustituir por otra cosa, si hay cosas que pueden costarnos más… La palabra de Dios nos ayuda a iluminar nuestras perplejidades: «¿Quiere el Señor holocaustos y sacrificios o quiere que se obedezca su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros» (I Sam 15, 22). Al final, la decisión de aceptar este mandato de la Iglesia es una cuestión de obediencia y de amor. Es más, el verdadero sacrificio y la verdadera abstinencia es nuestra obediencia.
Hay otra razón: tampoco es despreciable la fuerza que da a nuestra oración y nuestro ofrecimiento la comunidad, el que este sacrificio de no comer carne y de ayunar lo hacemos toda la Iglesia al unísono. El Señor dijo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y si además estos dos o tres se unen para hacer un sacrificio en su nombre, cuántas gracias derramará el Señor, cuántas bendiciones hará llover sobre la faz de la tierra.
Hoy en día tantos ayunan por guardar la línea, por cuidar la salud… Algunos no comen carne nunca, y no pasa nada. Solo si ayunamos por amor a Dios, o dejamos de comer carne un viernes por amor de Dios estamos haciendo una locura o una tontería. Seguramente el problema es una grave falta de fe, de verdadera experiencia de Dios. No amamos bastante para comprender el valor del sacrificio.
Publicado en Info Familia Libre.
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