Las «letanías»
de la Iglesia del Nuevo Paradigma están recogidas y analizadas ya hace
treinta años en un discurso profético del Cardenal Ratzinger, entonces Prefecto
de Doctrina de la Fe, a los presidentes de las Comisiones Doctrinales Europeas
en Laxenburg en 1989: Difficulties confronting the faith in Europe today.
Yo lo desconocía, llegué a él
a través de una referencia de Edward Pentin. De haber existido internet
entonces habría sido un «bombazo». Si
intentamos retroceder mentalmente a las condiciones sociales, políticas y
religiosas de esos años, se aprecia mucho mejor la capacidad de predicción y
análisis del Cardenal, parece «un mensaje en una botella»
destinado a abrirse hoy. Es tan tremendo que Ratzinger tiene que terminar con
una excusa «todo lo dicho aquí puede parecer a
muchos demasiado negativo…».
Ratzinger analiza una «letanía de
objeciones a la práctica y la enseñanza de la Iglesia, y hoy en día su
permanente recitación ha llegado a ser como el cumplimiento de un deber para
los católicos de ideas progresistas»:
§ «el rechazo de la enseñanza de la Iglesia
sobre la contraconcepción, lo cual significa situar en el mismo nivel moral
todo tipo de medios para impedir la concepción, sobre cuya aplicación sólo la
«conciencia» individual puede decidir;»
§ «el rechazo de toda forma de «discriminación»
contra la homosexualidad y la consiguiente afirmación de una equivalencia
moral para todas las formas de actividad sexual en la medida en que estén
motivadas por «el amor» o al menos no perjudiquen a nadie;»
§ «el acceso para los divorciados vueltos a casar a
los sacramentos de la Iglesia» y
§ «la ordenación sacerdotal de las mujeres.»
Ante lo que advierte que es «una oposición verdaderamente fundamental a la visión que
la Fe tiene del hombre, oposición que
no admite posibilidad alguna de concesión, situando en cambio firmemente
ante nosotros la alternativa entre creer y no creer»
Sitúa que en esta oposición a
la Fe «sus conceptos
clave se presentan en los términos ‘conciencia’ y ‘libertad’» y que la «manera de
formular las preguntas ya constituye una manipulación que sitúa a la fe
proclamada por el Magisterio en una posición sin salida».
Termina analizando las tres
grandes áreas «que en los últimos siglos han sido
testigos de cierto tipo de reducción, una reducción que ha estado preparando
gradualmente el camino para otro ‘paradigma’»:
1.
En primer lugar, debemos señalar la casi total
desaparición de la doctrina de la creación en la teología.
2.
El debilitamiento de la doctrina sobre la creación
incluye el debilitamiento de la metafísica, la reclusión del hombre en lo
empírico, como hemos señalado.
3.
Deseo por fin referirme brevemente a un tercer
terreno de la reflexión teológica amenazado por una reducción completa de los
contenidos de la fe, que es la escatología.
Un discurso ¡¡wow!! (o cualquier otra interjección malsonante). Después de varios
infructuosos intentos de comentarlo sin un gran destrozo a la línea argumental,
creo que lo mejor es traducirlo íntegro al español (he puesto yo las negritas y
el estilo para facilitar la lectura).
Y para los apresurados que no
puedan llegar al final, el último párrafo es importante:
Únicamente aprendiendo a
comprender ese rasgo fundamental de la existencia moderna que se niega a
aceptar la fe antes de examinar todos sus contenidos, podremos recobrar la
iniciativa en vez de simplemente responder a las interrogantes planteadas. Sólo
entonces podremos revelar la fe como la alternativa que el mundo espera después
del fracaso de los experimentos del liberalismo y el marxismo. Éste es el
desafío de hoy para la cristiandad y aquí reside nuestra gran responsabilidad
como cristianos en el momento actual.
Después de leer el discurso se
me hace más difícil aún de entender la
postura de los que sostienen que «aquí no pasa
nada» (¡¡si ya pasaba en
1989!!) o, peor aún, de los que han reducido la teología a buscar el modo de
acomodar los actuales desvaríos a la Escritura, Tradición y Magisterio de la
Iglesia, los que oyes decir que hay plena «continuidad
con Juan Pablo II y Benedicto XVI».
––
DIFICULTADES A LAS QUE SE
ENFRENTA LA FE HOY EN EUROPA
Joseph Card.
Ratzinger
Prefecto
Prefecto
En calidad de obispos
responsables por la fe de la Iglesia en nuestros países, nos preguntamos dónde residen especialmente las dificultades
que hoy tienen las personas con la fe y cómo
podemos responderles correctamente.
No necesitamos una amplia
búsqueda para responder a la primera de estas preguntas. Existe algo así como
una letanía de objeciones a la práctica
y la enseñanza de la Iglesia, y hoy en día su permanente recitación ha
llegado a ser como el cumplimiento de un deber para los católicos de ideas
progresistas.
Podemos determinar
los elementos principales de esta letanía:
§ el rechazo de la enseñanza de la Iglesia sobre la
contraconcepción, lo cual significa situar en el mismo nivel moral
todo tipo de medios para impedir la concepción, sobre cuya aplicación sólo la
«conciencia» individual puede decidir;
§ el rechazo de toda forma de «discriminación» contra
la homosexualidad y la consiguiente afirmación de una equivalencia
moral para todas las formas de actividad sexual en la medida en que estén
motivadas por «el amor» o al menos no perjudiquen a nadie;
§ el acceso para los divorciados vueltos a casar a
los sacramentos de la Iglesia, y
§ la ordenación sacerdotal de las mujeres.
Como vemos, en esta letanía
hay una combinación de aspectos bastante distintos. Las dos primeras exigencias
corresponden al terreno de la moralidad sexual y las dos siguientes al orden
sacramental de la Iglesia. Sin embargo, observando con más detención, queda
claro que estos cuatro aspectos están no obstante muy vinculados: surgen de una
misma visión de la humanidad, dentro de la cual opera una noción específica de
la libertad humana. Cuando se tienen presentes estos fundamentos, resulta
evidente que la letanía de objeciones
tiene mayor profundidad de lo que parece a primera vista.
¿Cómo se ve con una
observación más minuciosa esta visión de la humanidad en la cual se basa esta
letanía? Sus características fundamentales están tan difundidas como las
exigencias provenientes de la misma, de manera que es fácil seguirle la pista.
Encontramos nuestro punto de
partida en la plausible afirmación de que al hombre moderno le parecería
difícil entenderse con la moralidad sexual tradicional de la Iglesia. Se dice
que en cambio ha abordado su sexualidad de una manera distinta y menos
restrictiva por lo cual se requiere
encarecidamente una revisión de normas que ya no son aceptables en las
circunstancias actuales, independientemente de lo significativas que
puedan haber sido en condiciones históricas anteriores. El paso siguiente
consiste entonces en mostrar cómo hoy hemos descubierto finalmente nuestros
derechos y la libertad de nuestra conciencia y ya no estamos dispuestos a
subordinarla a ninguna autoridad externa. Además, ha llegado el momento de
reordenar la relación fundamental entre el hombre y la mujer, de derribar
expectativas obsoletas sobre los roles y de otorgar igualdad de oportunidades a
las mujeres en todos los niveles y en todos los ámbitos. El hecho de que la
Iglesia, por ser una institución especialmente conservadora, no pueda adoptar
esta línea de pensamiento ciertamente no sería sorprendente. Si la Iglesia
desease, sin embargo, promover la libertad humana, en definitiva, estará obligada entonces a dejar de lado la
justificación teológica de los antiguos tabúes sociales, y la señal más
oportuna y vital de semejante deseo en el momento actual sería dar su
consentimiento para la ordenación sacerdotal de las mujeres.
Las raíces de esta oposición
siguen manifestándose en diversas formas y ponen en claro que en nuestra
letanía imaginaria, pero bastante precisa, estamos apuntando nada menos que a
una reorientación muy coherente.
Sus conceptos clave se presentan en los términos «conciencia» y «libertad», que supuestamente otorgan el
aura de moralidad a normas modificadas de comportamiento que a primera vista se
calificarían claramente como una renuncia a la integridad moral, como las
simplificaciones de una conciencia laxa.
Ya no se entiende la
conciencia como el conocimiento proveniente de una forma superior de
comprensión. Es en cambio la autodeterminación del individuo, que no puede
estar dirigida por otros, una determinación mediante la cual cada persona decide por sí misma lo que es
moral en una situación dada.
El concepto de «norma» –o lo que es peor, la ley moral misma–
adopta sombras negativas de oscura intensidad: una regla externa puede
proporcionar modelos de dirección, pero en ningún caso puede servir de árbitro
final de la propia obligación. Al imponerse semejante pensamiento, la relación
del hombre con su cuerpo también cambia necesariamente. Al compararse con lo
obtenido en la relación hasta ahora, este
cambio se describe como una liberación, como una apertura a una libertad
desconocida por mucho tiempo. Así, el cuerpo llega a considerarse una posesión
de la cual cada persona puede hacer uso de cualquier manera que le parezca más
útil para lograr «calidad de vida».
El cuerpo es algo que uno tiene y utiliza. El hombre ya no espera recibir de su
corporalidad un mensaje sobre quién es y lo que debe hacer, sino
definitivamente, a partir de sus razonables deliberaciones y con total
independencia, espera hacer lo que le plazca con ella. Por consiguiente,
ciertamente no hay diferencia si el cuerpo es de sexo masculino o femenino, y
éste ya no expresa en modo alguno el ser; por el contrario, se ha convertido en
una propiedad. Es posible que la tentación del hombre siempre haya residido en
la dirección de semejante control y la explotación de los bienes. En sus
raíces, sin embargo, esta forma de pensamiento llegó por primera vez a ser una
posibilidad real mediante la separación fundamental –no teórica, sino práctica
y constantemente puesta en práctica– entre la sexualidad y la procreación.
Esta separación fue
introducida con la píldora y ha sido llevada a su culminación por ingenieros
genéticos, de tal manera que el hombre ahora puede «hacer»
seres humanos en el laboratorio. El material requerido para esto debe
ser proporcionado por acciones deliberadamente llevadas a cabo en beneficio de
los resultados planificados, que ya no implican vínculos humanos interpersonales
ni decisiones en modo alguno. Ciertamente, al adoptarse plenamente este tipo de
pensamiento, la diferencia tanto entre
homosexualidad y heterosexualidad como entre las relaciones sexuales dentro o
fuera del matrimonio ha dejado de tener importancia. Queda igualmente
desprovista de todo simbolismo metafísico la distinción entre hombre y mujer,
que debe considerarse producto de expectativas de roles reforzadas.
Sería interesante observar
detalladamente la visión revolucionaria del hombre que ha aparecido detrás de
esta letanía de objeciones a la enseñanza de la Iglesia. Indudablemente, éste
constituirá para la reflexión antropológica uno de los principales desafíos en
los próximos años. Esta reflexión deberá distinguir meticulosamente dónde aparecen correcciones realmente
significativas a las nociones tradicionales y dónde comienza aquí una oposición
verdaderamente fundamental a la visión que la Fe tiene del hombre, oposición
que no admite posibilidad alguna de concesión, situando en cambio firmemente ante
nosotros la alternativa entre creer o no creer. Dicha reflexión no puede
llevarse a cabo en un contexto más interesado en discernir las interrogantes
que debemos plantearnos hoy a nosotros mismos que en buscar las respuestas.
Dejemos esta disputa por el momento. Nuestra pregunta debe ser en cambio la
siguiente: ¿cómo es posible que valores que presuponen semejantes fundamentos
se hayan hecho comunes y corrientes entre los cristianos?
Ha llegado a ser bastante
evidente en el momento actual que nuestra letanía de objeciones no gira en
torno a ciertos conflictos aislados sobre tal o cual práctica sacramental de la
Iglesia ni sobre la mayor aplicación de tal o cual norma. Cada una de estas controversias descansa en
un cambio de mucho mayor alcance de los «paradigmas»,
es decir, de las ideas básicas sobre el ser y la obligación humana.
Así ocurre, aun cuando sólo un pequeño número de quienes pronuncian las
palabras de la mencionada letanía tengan conciencia del cambio involucrado.
Todos inhalan, por así decir, la
atmósfera de esta visión especial del hombre y el mundo, que los convence sobre
la admisibilidad de esta opinión en particular, descartando al mismo tiempo la
consideración de otros puntos de vista. ¿Quién no sería partidario de la
conciencia y la libertad y contrario al legalismo y la represión? ¿Quién desea
ser situado en una posición de defensa de los tabúes? Esta manera de formular las preguntas ya constituye una manipulación que
sitúa a la fe proclamada por el Magisterio en una posición sin salida. Todo
se viene abajo por sí mismo por cuanto pierde su admisibilidad en conformidad
con los patrones de pensamiento del mundo moderno y es considerado por los
contemporáneos progresistas como algo descartado desde hace mucho tiempo.
Sólo podemos [entonces] dar
una respuesta significativa a los interrogantes planteados si no nos dejamos
arrastrar a la batalla sobre los detalles y permanecemos en cambio en condiciones de expresar en su integridad la
lógica de la fe, el sentido común y el carácter razonable de su
perspectiva de la realidad y la vida. Sólo podemos dar una respuesta adecuada a
los conflictos en forma detallada si consideramos todas las relaciones en
vista. Precisamente la desaparición de las relaciones ha despojado a la Fe de
su racionalidad.
En este contexto, me gustaría señalar tres áreas dentro de la
perspectiva del mundo de la Fe que en los últimos siglos han sido
testigos de cierto tipo de reducción, una reducción que ha estado preparando
gradualmente el camino para otro «paradigma».
1.- En primer lugar, debemos señalar la casi total desaparición de la doctrina de la
creación en la teología. Como típicas instancias, podemos citar dos compendios de teología
moderna en los cuales la doctrina de la creación se elimina como parte del
contenido de la fe, sustituyéndose por consideraciones vagas de filosofía
existencial: la edición de 1973 del «Neues
Glaubensbuch» ecuménico, publicada por J. Feiner y L. Vischer, y la obra
catequética básica publicada en París, en 1984, titulada «La foi des catholiques». En una época en que
estamos experimentando una angustiosa agonía de la creación a manos del trabajo
del hombre y en que la cuestión de los límites y las normas de la creación en
nuestra actividad ha llegado a ser problema central en nuestra responsabilidad
ética, este hecho debería parecer bastante extraño. Con todo, siempre sigue
siendo desagradable el hecho de que la «naturaleza»
deba visualizarse como un aspecto moral. Una reacción ansiosa e irracional contra la tecnología está también
íntimamente asociada con la incapacidad de percibir un mensaje espiritual en el
mundo material. La naturaleza continúa apareciendo como forma
irracional, aun cuando, al mismo tiempo, presenta estructuras matemáticas que
podemos estudiar técnicamente.
Decir que la naturaleza tiene
una inteligibilidad matemática es afirmar lo obvio. Sin embargo, si se afirma
que también contiene en sí misma una inteligibilidad moral, esto se rechaza
como fantasía metafísica. La desaparición de la metafísica va de la mano con el
desalojamiento de la enseñanza sobre la creación. Ha ocupado el lugar de ambas
una filosofía de la evolución (que me gustaría distinguir de la hipótesis
científica de la evolución). Esta filosofía pretende descartar las leyes de la
naturaleza de tal manera que el manejo del desarrollo haga posible una vida
mejor. La naturaleza, que en realidad debería ser la maestra en este camino, es
en cambio una dama ciega, que combina al azar, de manera inconsciente, lo que
ahora el hombre supuestamente simula dirigir con plena conciencia. Su relación
con la naturaleza a la (que se mira no como creación) resulta ser la de alguien
que opera sobre ella y en modo alguno la de quien aprende. Persiste entonces
como una relación de dominio basándose en la presunción de que el cálculo
racional puede ser tan inteligente como la «evolución» y por lo tanto puede
llevar al mundo a nuevos niveles. Antes de este punto, el proceso de desarrollo
debía abrirse paso sin intervención humana.
La conciencia, a la cual se
apela, es esencialmente muda, del mismo modo como la naturaleza –la maestra– es
ciega y simplemente calcula qué acción ofrece más posibilidades de
mejoramiento. Esto puede (y debe, de acuerdo con la lógica del punto de
partida) producirse en forma colectiva, porque lo que se necesita es un grupo
que, en la vanguardia de la historia, se haga cargo de la evolución junto con
exigir la absoluta subordinación del individuo a la misma. De lo contrario, las cosas se producen de
manera individualista y entonces la conciencia resulta ser la expresión de la
autonomía del sujeto, lo cual, en términos del gran cuadro del mundo, sólo
puede parecer absurda arrogancia.
Es bastante obvio que ninguna
de estas soluciones es útil, y ésta es la base de la profunda desesperación
actual de la humanidad, una desesperación oculta tras una fachada oficial de
optimismo. Sin embargo, todavía existe una conciencia silenciosa de la
necesidad de una alternativa que nos conduzca fuera de los callejones sin
salida de nuestra aparente credibilidad, y tal vez también existe, en mayor
medida de lo que pensamos, una esperanza silenciosa de que una cristiandad
renovada pueda proporcionar la alternativa. Sin embargo, esto sólo puede
llevarse a cabo si se desarrolla nuevamente la enseñanza sobre la creación.
Semejante emprendimiento debería considerarse entonces una de las tareas más
urgentes de la teología actual.
Debemos poner una vez más de
manifiesto lo que se quiere decir al señalarse que el mundo ha sido creado «en sabiduría» y que el acto creativo de Dios es
algo muy distinto al «Bang» de una explosión
inicial. Sólo entonces pueden la conciencia y la norma entrar nuevamente a una
adecuada relación, porque así se aclarará que la conciencia no es una forma de
cálculo individualista (o colectivo), sino más bien un «consciens»,
un «saber con» la creación y a través
de la creación, con Dios, el Creador. Así también se descubrirá nuevamente que la grandeza del hombre no reside en la
miserable autonomía de proclamarse su propio y único maestro, sino en el hecho
de que su ser permite resplandecer a través del mismo la máxima sabiduría, la
verdad misma. Se aclarará entonces que el hombre es tanto más grande
cuanto más capaz es de oír el profundo mensaje de la creación, el mensaje del
Creador. Y entonces será patente cómo la armonía con la creación, cuya
sabiduría se convierte en nuestra norma, no significa una limitación de nuestra
libertad, sino más bien es una expresión de nuestra razón y nuestra dignidad.
Así también se reconoce al cuerpo su debido honor: ya no es algo «utilizado», sino el templo de la auténtica
dignidad humana, porque es la obra de las manos de Dios en el mundo. De este
modo, la igual dignidad del hombre y la mujer se pone de manifiesto
precisamente en el hecho de que son diferentes. Así uno comenzará a comprender
una vez más que su corporalidad llega a las profundidades metafísicas y es la
base de una metafísica simbólica cuya negación o abandono no ennoblece al
hombre, sino que lo destruye.
2.- El debilitamiento de la doctrina sobre la creación incluye el debilitamiento de la metafísica, la
reclusión del hombre en lo empírico, como hemos señalado. Sin embargo, al ocurrir esto,
también hay necesariamente un debilitamiento de la cristología. La Palabra, que
era en el principio, desaparece totalmente. La sabiduría creativa ya no es un
tema de reflexión. Inevitablemente, la figura de Jesucristo, despojada de su
dimensión metafísica, se reduce a un Jesús puramente histórico, a un Jesús «empírico», el cual, como todo hecho empírico,
sólo contiene lo que es capaz de suceder. El título central de su dignidad, «Hijo», queda vacío al cerrarse el camino hacia lo
metafísico. Además, este título deja de tener sentido por cuanto ya no existe
una teología sobre el ser hijos de Dios, puesto que es sustituida por la noción
de autonomía.
La relación de Jesús con Dios
ahora se expresa en términos tales como «representante»
u otros parecidos; pero en cuanto a entender su significado, uno debe
buscar una respuesta mediante la reconstrucción del «Jesús
histórico».
Existen hoy dos modelos principales para la
supuesta figura del Jesús histórico: el burgués-liberal y el
marxista-revolucionario. Jesús era el
portavoz de una moralidad liberal, en una lucha contra todo tipo de «legalismo» y sus representantes, o un subversivo
considerado como la deificación de la lucha de clases y su figura religiosa
simbólica.
En el trasfondo, se encuentran
de manera evidente dos aspectos de la noción moderna de libertad, que se
visualizan encarnados en Jesús. Esto lo hace ser representante de Dios. El
síntoma inequívoco del actual debilitamiento de la cristología es la
desaparición de la Cruz y por consiguiente el carácter sin sentido de la
Resurrección, del Misterio Pascual. En el modelo liberal, la Cruz es un accidente,
un error, el resultado de un legalismo miope. Por lo tanto, no puede ser tema
de especulación teológica. En verdad, realmente no debe haber tenido lugar y un
adecuado liberalismo lo considera en todo caso un hecho superfluo.
En el segundo modelo, Jesús es
el revolucionario fracasado. Ahora puede simbolizar el sufrimiento de la clase
oprimida y por consiguiente fomentar el desarrollo de la conciencia de clases.
Desde este punto de vista, se puede incluso atribuir cierto sentido a la Cruz,
un significado importante, pero radicalmente opuesto a la sabiduría del Nuevo
Testamento.
Ahora bien, en estas dos versiones hay un hilo común, a saber, que no
debemos ser salvados a través de la Cruz, sino de la Cruz. La expiación y el perdón son
malentendidos de los cuales debe ser liberada la cristiandad. Los dos puntos
fundamentales de la fe cristiana de los autores del Nuevo Testamento y de la
Iglesia de todos los tiempos (el carácter de hijo divino entendido en sentido
metafísico y el Misterio Pascual) se eliminan o al menos se despojan de toda
función. Obviamente, con semejante reinterpretación básica, se altera asimismo
todo el resto de la cristiandad: la comprensión de lo que es la Iglesia, la
liturgia, la espiritualidad, etc.
Naturalmente, rara vez se
habla tan abiertamente de estas crudas negaciones, que he descrito aquí con
toda la gravedad de sus consecuencias. Sin embargo, los movimientos son claros
y no se limitan únicamente al ámbito de la teología. Desde hace bastante tiempo
se han introducido en la prédica y la catequesis. Debido a su fácil
transmisión, se expresan en mayor medida en estos terrenos que en la literatura
estrictamente teológica. Es bastante evidente, entonces, que las verdaderas
decisiones corresponden hoy nuevamente al terreno de la cristología, y todo lo
demás surge a partir de la misma.
3.- Deseo por
fin referirme brevemente a un tercer terreno de la
reflexión teológica amenazado por una reducción completa de los contenidos de
la fe, que es la escatología. La creencia en la vida eterna difícilmente
tiene hoy un rol en la predicación. Un notable exégeta amigo mío, recientemente
fallecido, me habló una vez de unos sermones de Cuaresma que escuchó a
comienzos de los años 1970. En el primer sermón, el predicador explicaba a los
fieles que el infierno no existe; en el segundo, dijo lo mismo sobre el
Purgatorio; en el tercero, emprendió finalmente la difícil tarea de tratar de
convencer a sus auditores de que tampoco el Cielo existe y deberíamos buscar
nuestro paraíso aquí en la tierra. Sin duda, rara vez se dice algo tan
drásticamente, pero la timidez para hablar sobre el más allá ha llegado a ser
un lugar común.
La acusación marxista según la
cual los cristianos han justificado las injusticias de este mundo con el
consuelo del mundo por venir está profundamente arraigada, y los problemas
sociales actuales son ciertamente tan graves en este momento que requieren de
todas las fuerzas del compromiso moral. Esta exigencia moral no será en
absoluto puesta en tela de juicio por aquel que visualiza la vida cristiana en
la perspectiva de la eternidad, porque sólo es posible prepararse para la vida
eterna en nuestra existencia actual. Por ejemplo, Nicolás Cabasilas expresó
esta verdad en una maravillosa reflexión, en el siglo XIV. Solamente llegan a
ella (es decir, a la vida futura) quienes ya son sus amigos y tienen oídos para
escuchar. Porque no es ahí donde se inicia la amistad, se abre el oído y se
prepara la vestimenta nupcial y todo lo demás; es más bien esta vida actual el
lugar de trabajo donde todo eso se constituye. Porque, así como la naturaleza
prepara al embrión, mientras éste tiene una vida oscura y recluida, para vivir
en la luz y lo forma, por decirlo así, en conformidad con el tipo de vida que
está por venir, lo mismo ocurre con los santos. Únicamente la exigencia de la vida eterna otorga su urgencia absoluta al
deber moral de esta vida. Sin embargo, si el cielo es sólo algo «por
delante» de nosotros y ya no está «sobre» nosotros, entonces se afloja la tensión
interna de la existencia humana y de su responsabilidad comunal. Pues nosotros
ciertamente no estamos «por delante», y si
esta perspectiva de lo que está adelante es un cielo para esos otros que a
nosotros nos parece que han ido «adelante», no
estamos en condiciones de determinarlo, dado que ellos son tan libres y están
tan sujetos a la tentación como nosotros.
Aquí encontramos el engaño
inherente en la idea del «mundo mejor», que
se manifiesta hoy, incluso entre los cristianos, como el verdadero objetivo de
nuestra esperanza y la auténtica norma de moralidad. El «Reino de Dios» ha sido sustituido casi totalmente en la
conciencia general, hasta donde puedo ver, por la Utopía de un mejor mundo
futuro por el cual nos esforzamos y que se convierte en el verdadero punto de
referencia de la moralidad, una moralidad que por lo tanto se combina
nuevamente con una filosofía de la evolución y la historia, y crea normas por
sí misma calculando aquello que puede ofrecer mejores condiciones de vida.
No niego que precisamente de
este modo se desencadenen las energías de la gente joven y que los resultados
son fructíferos en términos de nuevas aspiraciones de actividad desinteresada.
Sin embargo, el futuro no es suficiente como norma exhaustiva para el esfuerzo
humano. Al reducirse el Reino de Dios
al «mundo mejor» de mañana, el presente en
definitiva afirmará sus derechos contra algún futuro imaginario. La
evasión en el mundo de las drogas es la consecuencia lógica de convertir la
Utopía en un ídolo. Siendo difícil el arribo de ese mundo, el hombre lo conduce
hacia sí mismo o se lanza precipitadamente hacia él. Es peligroso, por lo
tanto, si la terminología del mundo mejor predomina en las oraciones y los
sermones y sustituye inadvertidamente la fe con un placebo.
***
Todo lo dicho aquí puede
parecer a muchos demasiado negativo. No se ha pretendido, por supuesto,
describir la situación de la Iglesia en su totalidad, con todos sus elementos
positivos y negativos, sino más bien señalar los obstáculos para la fe en el
contexto europeo.
Dentro de las limitaciones de
este tema, no he pretendido presentar un análisis exhaustivo. Mi única
intención ha sido examinar, más allá de los problemas individuales que están
surgiendo constantemente, los motivos más profundos que han dado origen a las
dificultades individuales en formas siempre cambiantes.
Únicamente aprendiendo a
comprender ese rasgo fundamental de la existencia moderna que se niega a
aceptar la fe antes de examinar todos sus contenidos, podremos recobrar la
iniciativa en vez de simplemente responder a las interrogantes planteadas. Sólo
entonces podremos revelar la fe como la alternativa que el mundo espera después
del fracaso de los experimentos del liberalismo y el marxismo. Éste es el
desafío de hoy para la cristiandad y aquí reside nuestra gran responsabilidad
como cristianos en el momento actual.
Encuentro con
las Comisiones de Doctrina de Europa
Laxenburg, 2 de mayo de 1989 [1]
Laxenburg, 2 de mayo de 1989 [1]
–
[1] Para la
traducción me he basado en la que propone la Revista Humanitas, nº 69, verano 2013, no
disponible on-line.
Cualquier mejora en el texto será bienvenida.
Cualquier mejora en el texto será bienvenida.
Juanjo Romero
No hay comentarios:
Publicar un comentario