Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere). Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a él.
Pensad en
las serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mi niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día y sígame (Lc 9.23). Quiero
haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana
por ser buenos cristianos que os hace colaboradores en la obra de la Redención
de Cristo; de esta manera contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos
los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, que
exige generosidad». Juan Pablo 11. Buenos Aires. 11-IV-1987.
EL INSTINTO DE
FELICIDAD
Vivimos
en un mundo que ha hecho del bienestar y del placer los máximos ideales de la
vida. La prensa, la televisión, la radio y el ambiente en que vivimos son una
constante invitación a pasarlo lo mejor posible; a evitar el dolor y a
premiarnos con una serie de compensaciones sin las cuales parece que no
podríamos sobrevivir.
Estas
llamadas a la felicidad se encuentran en la misma naturaleza del hombre:
queremos ser felices no como fruto del capricho, sino porque hay en nuestro
interior una especie de instinto que nos impulsa a ello. Es tan profundo y
espontáneo, tan natural y universal –lo tenemos todos los hombres–, que no hay
otro remedio sino reconocer que se trata de algo propio de la condición humana.
Por eso
no faltan quienes creen que hablar o escribir sobre la mortificación es un
contrasentido; pues si la felicidad es algo tan propio del hombre, mortificarse
es tanto como enfrentarse con la naturaleza. No les faltaría razón al pensar
así, si esta manera de razonar no respondiese a un error de planteamiento. En
efecto: la mortificación cristiana no va contra la felicidad; es un disparate
suponer que Cristo o la Iglesia sean contrarios a ella. Ni Dios ni la Iglesia
se oponen; es más, el propósito de Dios cuando nos creó, y este propósito sigue
en pie, es nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra alegría. Si hemos de
mortificarnos no es porque se trate de un tributo que debemos pagar a la
divinidad, sino porque existen en nosotros los gérmenes del mal y de la
enfermedad espiritual, y no hay más solución que combatirlos y extirparlos
porque son precisamente ellos los que nos impiden alcanzar la verdadera dicha.
¿QUÉ ES LA
MORTIFICACIÓN?
Mortificación
es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere).
Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos
hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a
él.
Ordinariamente,
la palabra asusta un poco porque casi siempre se piensa en lo que ha de costar
y la imaginación, lo mismo que exagera el placer que puede producir el pecado,
exagera también las dificultades que podemos encontrar para hacer el bien o
para apartar los obstáculos que nos impiden alcanzarlo.
A nadie
le parece excesivo someterse a un régimen de comidas con el que se pretende
conservar la línea que se empeña en desbordar los límites de la moda o los
cánones de la belleza. Muchas veces, casi siempre, esto se hace solamente por
bien parecer. Y nada digamos del esfuerzo al que se someten los deportistas
aficionados –no nos referimos a los profesionales porque ése es su trabajo
habitual–, con tal de alcanzar la victoria o, al menos, una buena
clasificación.
Y sin
embargo nos parece demasiado que Dios nos pida la mortificación de las malas
inclinaciones. Si la Iglesia mandase andar con esos tacones sobre los que debe
ser tan difícil guardar el equilibrio, nos parecería una intromisión y una
crueldad que, sin duda, levantaría campañas de prensa en favor de la libertad y
de la dignidad de la persona humana. Pero como se trata de una exigencia de la
figura, bienvenidos sean esfuerzos y sacrificios. En una palabra: lo que mira
al bien presente, en lo que se refiere al cuerpo o a la vanidad, todo nos
parece poco, pero cuando se trata del bien del alma o del amor de Dios,
cualquier cosa que se nos pida, por pequeña que sea, nos parece demasiado.
La
mortificación cristiana no está aconsejada con afán de molestar o simplemente
para hacer la vida más desagradable, sino para todo lo contrario, para hacernos
más asequible y fácil el logro de la felicidad. Tiene su principio y razón de
ser en el conocimiento de nuestra naturaleza, inclinada al mal después del
pecado original; por eso Jesucristo nos lo dice de una forma que no deja lugar
a la más pequeña vacilación: si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar,
sácalo, –es decir: mortifícalo, y hazlo morir–porque más te vale perder uno de
tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno (Mt 5, 9).
No nos
pide el Señor que entendamos sus palabras al pie de la letra, de manera que
tengamos que arrancarnos, materialmente hablando, los ojos; sino que quiere
indicarnos la necesidad tan grande que tenemos de la mortificación, para que
nuestra mirada nunca nos lleve a ponernos en ocasión de pecar. Quiere Dios que
conservemos el dominio de los ojos, de tal manera que cuando se presente la
ocasión permanezcamos como ciegos al pecado. Y esto ¿cómo puede conseguirse si
no es con la mortificación que, como el agua, apaga el fuego de los malos
deseos?
No le
demos más vueltas; la mortificación es necesaria porque existen los enemigos
del bien y de la felicidad, y a estos enemigos hay que combatirlos si no
queremos sucumbir a sus ataques o quedar esclavos de sus caprichos.
LA MORTIFICACIÓN CRISTIANA
“Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con ninguna otra cosa.
Lo que nosotros hagamos no tiene valor fundamental para Dios, porque El puede
hacer Io mismo con un solo pensamiento; o con gran facilidad puede crear otros
seres que hagan Io mismo que nosotros hacemos. Pero el amor de nuestros
corazones es algo único que ningún otro puede darle. Él podría hacer otros
corazones que le amasen, pero una vez que nos ha dado la libertad, el amor de
nuestro corazón particular es algo que sólo nosotros podemos darle” (E. Boylan, El amor supremo I, Madrid, Rialp 1957,
pág. 121).
Dios,
como se ve, se empeña en querernos y es su deseo que le correspondamos en la
medida de nuestras fuerzas. Por eso cuando nos manifiesta su divina voluntad,
lo primero que nos dice, lo primero que nos enseña es: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Lev 19, 18).
A nadie
se le oculta que para cumplir con este mandamiento se tropieza con no pequeñas
dificultades, porque después del pecado original, y aunque éste nos haya sido
perdonado en el sacramento del Bautismo, permanece en nosotros la inclinación
al mal, esa terrible atracción que ejercen sobre la voluntad y sobre los
sentidos los bienes creados, que nos invitan a abandonar el camino que nos lleva
a Dios para seguir el que ellos nos señalan.
Esto
significa que hemos de luchar contra nuestro enemigo el pecado y éste
precisamente es el sentido de la mortificación cristiana, ésta es su función en
la vida espiritual: con la mortificación no se busca otra cosa que adquirir esa
libertad de espíritu, tan necesaria para poder prescindir del uso desordenado
de las criaturas que pretenden someternos a su dominio y esclavitud.
Por eso
hay que perder el miedo a la mortificación. Después de todo no es tanto lo que
se nos pide si se compara con lo que se gana. Hay que saber perder la vida con
la mortificación, pero es para encontrarse con la Vida, con Dios, que a partir
de ese momento se erige en único Señor y exclusivo Bien del alma. La
mortificación nos ayudará a dejar las cosas en su sitio, ella será la que frene
los apetitos desordenados que tienen su origen en los sentidos y en la voluntad
inclinados al mal. Mientras no se pierda el miedo a la mortificación, estaremos
condenados a vivir una vida espiritual mediocre en la que no existirá verdadero
progreso sobrenatural porque seguiremos esclavos de nuestros caprichos y nos
faltará la libertad para poder amar a Dios sobre todas las cosas.
¿MIEDO A LA
MORTIFICACIÓN?
Es cierto
que existe el miedo a la mortificación y si buscamos la raíz de ese miedo
acabaremos por encontrarla en una especie de desconfianza en Dios. Es como si
pensáramos que nadie como nosotros para saber lo que nos conviene y dónde vamos
a encontrar la felicidad. Es una cuestión de la que no somos conscientes del
todo hasta que la consideramos en la oración, que es donde se aclaran las
ideas, y acabamos de darnos cuenta de que efectivamente existe algo así dentro
de nosotros.
Hay unas
palabras del Señor que, aunque no se pueden aplicar al pie de la letra a cuanto
venimos diciendo, pueden darnos luz suficiente para entenderlo mejor. Después
de haber hablado Jesús de las dificultades que tienen para salvarse los que han
puesto su corazón en las riquezas, San Pedro toma la palabra y le dice:
nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido, ¿cuál será nuestra
recompensa? Y Cristo le responde: cualquiera que haya dejado casa o hermano o
hermana o padre o madre o esposa o hijos o heredades, por causa de mi nombre,
recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna (Mt 19, 29-30).
¿Cuántos
son los que entienden esto? Y si cosas de tanta importancia no somos capaces de
convertirlas en realidad, ¿qué no ocurrirá en lo pequeño, en la mortificación,
que al fin y al cabo no es más que una manera de renunciar por amor de Dios a
algo concreto?
Tenemos
miedo a la mortificación, porque nos parece que es un camino de renuncia en el
que no se encuentra recompensa. Y es porque apenas conocemos al Señor y no
hemos probado hasta qué punto compensa ser generosos con Él. Solamente se puede
dar un consejo: probad y veréis que la mortificación no defrauda; la senda por
la que nos lleva es más corta y hacedera de lo que imaginamos y además, en
ella, nos encontraremos pronto con Jesús. Confiad y perseverad.
LA MORTIFICACIÓN DE LOS
SENTIDOS
La
mortificación es necesaria y su necesidad se manifiesta en la fragilidad de la
naturaleza humana, de la que posiblemente tengamos sobrada experiencia. Sin
ella difícilmente estaremos cerca de Dios y difícilmente podremos vencer las
dificultades que se oponen a su amor. Pero no debemos detenernos ahora en
consideraciones teóricas, sino que hemos de descender al terreno de la realidad
de la vida. Dar el paso que va desde el pensamiento a la voluntad, a la acción.
La mayor
dificultad para vivir la vida de la gracia –esa participación de la naturaleza
divina, que nos hace hijos de Dios–, en una buena parte de los casos está en
los sentidos; por eso vamos a empezar por ahí. Los pecados de sensualidad que
tanto daño hacen al alma comienzan, casi siempre, por los sentidos o por la
imaginación. Dios ha puesto para guardar la santa pureza dos mandamientos –esto
ya nos da una cierta idea de su importancia–, uno que mira al cuerpo y otro que
mira al espíritu. En el sexto –No cometerás actos impuros– se nos pide la
pureza del cuerpo; y en el noveno, la del espíritu, en la mente y en el
corazón, en la voluntad –No consentirás pensamientos ni deseos impuros–.
Algunos
piensan que todo lo que se refiere al sexo es rechazado de plano por la doctrina
de Jesucristo, pero andan lejos de la verdad, pues esto es absolutamente falso,
porque Dios es el autor de la naturaleza humana v, por tanto, de la sexualidad,
y ha instituido un sacramento, el Matrimonio, en el que el ejercicio de la
sexualidad según la naturaleza se bendice y santifica.
Pero
nótese bien que se dice en el matrimonio, porque fuera de él Dios lo reprueba
como un mal. De modo que, delante de Dios, pretender quitarle importancia a la
impureza diciendo que se trata de cosas naturales, de nada vale. Hay muchas
cosas naturales que si no se usan adecuadamente se convierten en un mal por el
desorden que suponen y por los daños que acarrean. Piénsese en la muerte o en
la enfermedad, que no pueden ser más naturales y sin embargo la ciencia y los
hombres nos empeñamos en combatirlas. Lo mismo puede decirse de la energía
nuclear y de tantos adelantos de la técnica moderna que pueden utilizarse para
el bien o para el mal. La distinción no es cuestión académica sino algo
profundamente real que tiene su fundamento en la palabra de Dios y nos indica
dónde está el bien y dónde el mal, con tanta claridad que basta acudir a los
Mandamientos del Decálogo para disipar las dudas que pudieran surgir.
El
ejercicio de la mortificación no lleva consigo la condenación de la carne que
el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario, Ia mortificación mira por la
«liberación del hombre» que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia,
casi encadenado, por la parte sensitiva de su ser (Pablo VI, Const. Apost.
Poenitemini). Por eso conviene entender bien que la mortificación no tiene como
campo exclusivo el terreno de la pureza. Donde quiera que el enemigo pretenda
esclavizarnos hemos de presentarle la batalla.
Así, por
ejemplo, convendrá mortificar la imaginación para que, por lo menos, no nos
haga perder el tiempo. La pereza pretende hacernos abandonar el cumplimiento
del deber: una buena mortificación es vencerla. Otro tanto se puede decir de la
comida y de la bebida en las que con frecuencia nos dejamos llevar
exclusivamente del gusto, sin darnos cuenta que con esa actitud nos olvidamos
de Dios que ha de ser el objeto de nuestras preferencias. La Iglesia lo ha
entendido siempre así, por eso en su tercer Mandamiento no se limita a
aconsejar sino que ordena ayunar y abstenerse de comer carne determinados días
del año. Su Santidad Juan Pablo II subraya además que, aunque mitigada desde
hace algún tiempo «Ia disciplina penitencial de la Iglesia» no puede
abandonarse sin grave daño (Exhort. Apost. sobre Reconciliación y penitencia,
n.º 26. Publicada en esta misma Colección en los núms. 394-395) .
Hemos de
acostumbrarnos a dominar los sentidos con la mortificación, no sólo para ser
personas cabales sino también para amar más a Dios con el que deseamos compartir
nuestra vida y con el que esperamos vivir en el Cielo.
LO QUE FALTA A LA
PASIÓN DE CRISTO
San Pablo
en su Epístola a los Colosenses ha escrito unas palabras que no dejarán de
sorprender a más de uno: sufro en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo (Col
1, 24). ¿Es que la obra de la Redención no es completa y perfecta? ¿Es que
Cristo no ha pagado sobreabundantemente por todos nosotros con su Encarnación,
con su vida de trabajo y con su muerte en la Cruz ? ¿Es que no es suficiente
tanta solicitud y tanto amor por parte de Dios?
Amó Dios
tanto al mundo que no paró hasta dar a su Hijo Unigénito a fin de que todos los
que creen en El no perezcan, sino que vivan la vida eterna (Io 3. 6). La muerte
de Jesús es nuestra salvación, un tesoro infinito de gracias que nos están
esperando; pero convendrá recordar con San Agustín que Dios que te creó sin ti,
no te salvará sin ti; es decir, que en la obra de la Redención, el Señor cuenta
con la correspondencia personal. Para salvarse hace falta la gracia de Dios y la
cooperación del hombre. Por parte de Dios todo está admirablemente dispuesto
para vencer al pecado y alcanzar la vida eterna: todo está cumplido (Io 19,
30), y sin embargo por par te del hombre todavía falta algo: nuestra
cooperación personal y libre, nuestra mortificación; eso es lo que falta a la
Pasión de Cristo.
No nos
engañemos con razones más o menos convincentes; el Señor en el Calvario nos
muestra la senda de la salvación y de la vida. No existe otro camino; si
queremos acompañarle habrá que aprender a renunciar con alegría a determinados
bienes sensibles, porque la mortificación cristiana no es la simple moderación
en el uso de los bienes temporales que nos hace contemplar el mundo y sus
riquezas con frialdad e indiferencia, sino una verdadera participación
sobrenatural en la Pasión y en la Muerte de Cristo.
PARTICIPAR EN LA PASIÓN
DE CRISTO
El amor a
Jesucristo no es una cuestión de sentimientos. Quiere decirse con esto que para
participar en su Pasión no basta tener un corazón sensible que se conmueva al
meditar los sufrimientos que padeció por nosotros. Si Dios nos ha concedido la
gracia de emocionarnos al considerar tanta generosidad por su parte, debemos
agradecerlo, pero no deberíamos caer en el error de considerar que con esa
compasión o con esas lágrimas ya hemos hecho bastante y estamos participando
verdaderamente en su cruz. «Amor con amor se paga». Pero
la certeza del cariño la da el sacrificio. De modo que ¡ánimo niégate y toma su
cruz. Entonces estarás seguro de devolverle amor por Amor (J. Escrivá de
Balaguer, Vía Crucis, Madrid, Rialp 1981, V Estación, punto l).
La
mortificación, la negación de nosotros mismos, pero especialmente el afán de
gozar, de no perder ninguna de las oportunidades de disfrutar que la vida nos
ofrece, será el medio más directo y eficaz, la forma más segura de acompañar al
Señor, de consolarle y de ayudarle a Llevar el peso del madero y a soportar los
dolores de la crucifixión.
Si de
verdad queremos participar de la Pasión de Cristo, que se dio a sí mismo en
rescate por todos (1 Tim 2,6), hemos de estar dispuestos a aceptar la
mortificación y a sobrellevar con perseverancia esas pequeñas o grandes cosas
que nos hacen sufrir, con el pensamiento puesto en Jesús que padeció por
nosotros, dándonos ejemplo pava que sigamos sus pisadas (1 Pet 2, 21).
Para
actuar de este modo es preciso mirar las cosas con fe. Solamente la fe nos hace
ver que en medio del dolor cabe la alegría. Ha habido santos que sufrieron
mucho en esta vida, pero siempre se les veía alegres. La fe nos hace comprender
que todo lo que nos ocurre tiene sentido a los ojos de Dios y que nada,
absolutamente nada, sucede sin que Él lo permita o lo quiera. Por eso, la
enfermedad, el dolor en cualquiera de las formas en que pueda presentarse, la
contradicción, la muerte misma, para un cristiano, no son más que una muestra
del amor que Dios nos tiene y que, de esta manera, nos deja participar de su
dulce Cruz y nos bendice con ella, pues como dice Santa Teresa: más se gana en
un día con las aflicciones que vienen de Dios o de los hombres, que en diez
años de mortificación de elección propia.
LAS CONTRARIEDADES DE
LA JORNADA
No faltan
almas enamoradas de Dios que están dispuestas a darlo todo por Él. Pero a la
mayoría de las personas no les pide el Señor la entrega de su vida de una vez y
en un instante, sino en la mortificación constante y generosa en los detalles
de cada día.
Tal vez
pueda parecer algo sin importancia, pero ahí queda por si puede servir de
ejemplo. En una reunión se comentaba la actitud de una persona respecto a otra:
una de esas actuaciones que hacen subir la sangre a la cabeza, que la vista se
nuble, y que las palabras se agolpen en los labios –supongo que muchos lo
entenderán–. Pues bien, el interesado escuchó lo que tenían que decirle y
cuando todos esperaban su reacción en un estallido de cólera, se limitó a
sonreír y a cambiar el tema de la conversación.
No es
fácil llevar con una sonrisa en los labios y sin perder la compostura eso que
se ha dado en llamar las contrariedades de la jornada; sucesos en apariencia
insignificantes, pero capaces de alterar la pacífica convivencia con los demás:
con la familia o con los compañeros de trabajo. Son tantas, a veces, las
ocasiones que se nos presentan de perder el buen humor y con él la presencia de
Dios, que sería una verdadera pena desperdiciar la oportunidad de ofrecérselas
al Señor (cfr. Camino, N.º 173).
La
mortificación no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son
frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos
importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbramos a
escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra
disposición… Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen
sin que los busquemos –contrariedades, dificultades, sinsabores–, a lo largo de
cada día (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp 1973, n.º
37).
EN LA VIDA ORDINARIA
Llevemos
a nuestra vida ordinaria el espíritu de mortificación que nos invita a ser
generosos con Dios, ofreciéndole esas cosas que la mayoría de las personas
pasan por alto sin darse cuenta de que en realidad son un tesoro de
mortificaciones inesperadas con el que podemos enriquecernos. ¡Cuántos que se
dejarían enclavaren una cruz, ante la mirada atónita de millares de
espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día!
–Piensa, entonces, qué es Io más heroico (Camino, n.º 204). Las impertinencias,
un fracaso profesional, la tarde de paseo que se va al traste, la comida fría o
mal condimentada, el cambio de horario debido al desorden o a la arbitrariedad
de quién sabe quién, nuestro equipo que está a punto de descender de la
división de honor, el niño que ha sacado malas notas, la niña mayor que no da
más que quebraderos de cabeza, el botón que se desprende en el momento más
inoportuno, las gafas que no aparecen, el autobús que no Llega y nosotros que
llegaremos tarde por su culpa, los propios errores o los de los demás, y tantos
y tantos imponderables que nos brindan la ocasión de tener algo que ofrecer con
paciencia y alegría, al no desperdiciar esas pequeñas cosas que se ponen
delante de nosotros dispuestas a amargarnos el día.
Es
cuestión de empezar y de seguir, que aunque se trate de cosas pequeñas, su
valor estará en hacerlas con amor. Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas
pequeñas: todo es grande.– La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es
heroísmo (Ibídem, N.º 813). Mucho amor de Dios supone la aceptación
incondicional de esas dificultades en las que de alguna manera se manifiesta la
divina Voluntad. Recordemos que la prueba de ese amor está en la alegría, en
esa alegría que cuando falta hace que se pierda parte del mérito que tienen las
buenas obras. Es el mismo Jesús quien nos lo dice: Cuando ayunes, perfuma tu cabeza
y lava tu cara, para que los hombres no conozcan que ayunas, sino únicamente tu
Padre que está presente a todo (Mt 6, 9).
Los
sufrimientos de la vida no hay que sobrellevarlos de mala manera, sino como
algo que nos viene del Señor, que puede servirnos para desagraviarle por
nuestros pecados y, además, con el convencimiento de que si se hace así estamos
realmente participando de su Pasión. Quizá no nos habíamos percatado de que
podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros
pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas, por esa labor
malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! ¿Cómo nos
atreveremos a clamar sin hipocresía: Señor, me duelen las ofensas que hieren tu
Corazón amabilísimo, si no nos decidimos a privarnos de una nimiedad o a
ofrecer un sacrificio minúsculo en alabanza de su Amor? (J. Escrivá de
Balaguer, Amigos de Dios, Madrid, Rialp 1977, N.º 140).
LA MORTIFICACIÓN
VOLUNTARIA
Mucho
podemos ganar con las contrariedades que la vida lleva consigo, pero esto no
dejará de ser una bonita teoría, que no tendrá efecto en la realidad si no nos
ejercitamos en la mortificación voluntaria.
La
llamamos así porque no se trata de aceptar las dificultades que salen al paso,
sino más bien de salirles al encuentro, buscando la ocasión de ofrecerle algo
al Señor. Con esta práctica, además, nos disponemos de buen grado a aceptar
cuanto nos viene de su parte a lo largo de la jornada.
Si de
verdad tenemos interés en la práctica de estas mortificaciones, bastará abrir
los ojos y mirar. Es suficiente recorrer el día y fijarse en algunos detalles
entresacando los que nos puedan resultar de mayor interés (cfr. Camino, cap.
Mortificación).
Levantarnos
a la hora fijada, ser puntuales en el cumplimiento de nuestros deberes, cuidar
los pequeños detalles en cualquier actividad que desempeñemos, hacer con
intensidad el trabajo –con horas de sesenta minutos y minutos de sesenta
segundos–, practicar la caridad y la delicadeza en la vida de familia y en el
trato con los demás, vencer la pereza que nos invita a dejar las cosas para
después o para mañana, hacer con amor las prácticas de piedad que forman parte
de nuestra vida espiritual y no omitirlas sin verdadera causa, cuidar la ropa,
tener siempre ordenada la habitación y el armario, dejar las cosas en su sitio,
hacer una pequeña mortificación en las comidas, y mil y mil detalles más que
cada uno sabrá descubrir de acuerdo con su interés y con su amor a Dios.
De entre
estas cosas u otras parecidas, que sin duda podremos encontrar, se seleccionan
unas cuantas y se toma buena nota de ellas para practicarlas diariamente. Si no
lo hacemos así, a diario, será lo normal que pronto caigan en el olvido. Nos
pasaría lo mismo que a los que han de seguir un régimen de comidas; toda la
eficacia depende de la constancia que hace que se acumulen los esfuerzos
cotidianos hasta que se consigue el resultado apetecido.
En
nuestro caso será crear el hábito de pequeñas renuncias que purifican el alma y
nos acercan a Jesús, porque estas pequeñas molestias sufridas y abrazadas con
amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por sólo un vaso de agua ha
prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida (San
Francisco de Sales, Introducción a Ia vida devota, III, 35).
LA IMITACIÓN DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO
La meta
de la vida cristiana consiste en parecernos cada vez más a Jesucristo. San Juan
Bautista expresa con claridad el programa que debemos desarrollar cuando dice:
conviene que El crezca y que yo mengüe (Io 3, 30). No se trata de destruir la
propia personalidad, que eso no lo quiere Dios, sino de desarraigar con la
mortificación aquellas cosas que no nos permiten alcanzar el desarrollo que
como hombres y como cristianos nos corresponde.
La mayor
dificultad para alcanzar esta meta, contra lo que se podría pensar, no está en
la pereza o en la comodidad o en la sensualidad, sino en la soberbia. El
demonio se empeña en convencernos que ésta consiste exclusivamente en algo
externo, en las actitudes frente a los demás, en el mal genio o en el mal
talante con que se les trata, y hará lo posible y lo imposible para que no nos
demos cuenta de que el mal está dentro de nosotros, en el fondo del corazón.
Se habla
de las soberbias de quienes fría e intelectualmente niegan la existencia de
Dios, pero son pocos los que actúan de ese modo tan cerebral y sin sentido y
sin razón. La soberbia a la que nos referimos no es de ese tipo y por eso
resulta más difícil de reconocer. Consiste en que poco a poco Dios queda
desplazado de nuestra vida. El propio yo se adueña de todo lo que queda a su
alcance: pensamos, trabajamos, nos divertimos y amamos como si Dios no
existiera y así Llega un momento en el que no cuenta para nada o para casi nada
en nuestra vida. De este modo queda marginado y el hombre se erige en dueño y
señor de todos sus actos: la soberbia en este caso es perfecta. Yo soy Dios, y
me quiero y me amo y me adoro por encima de todas las cosas. ¿No es eso la
soberbia?
Esta actitud
generalmente procede de un exceso de confianza en los propios criterios que
suelen tomarse como norma de conducta que Llevan al soberbio a creer que
siempre tiene razón y difícilmente admitirá la posibilidad o la realidad de los
errores y pecados personales porque encontrará una razón que le justifique y le
permita seguir actuando de la misma manera. Casi sin darse cuenta juzga de lo
divino y de lo humano. Todo lo pone en tela de juicio, y ya pueden hablar el
Papa o los Obispos, que sus enseñanzas pasarán por el tamiz del criterio del
soberbio. Con el pretexto de no poder aceptar lo que no entiende hará de ellas
su propia interpretación, olvidando que para ser fieles a Jesucristo no hace
falta tanto talento –el talento en estas cuestiones lo pone Dios con la
asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia–, sino un poco más de humildad en la
inteligencia para aceptar como niños lo que nos viene de Dios a través del
Magisterio Eclesiástico: en verdad os digo que si no os volvéis y os hacéis
semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3).
Debemos
examinar la conciencia para descubrir si la seguridad que mostramos en
criterios de fe y de moral proceden más de los propios juicios que de las
enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, porque en semejante caso habrá que
combatir esa soberbia como el peor de los males.
No
desaproveches Ia ocasión de rendir tu propio juicio. –Cuesta…, pero ¡qué
agradable es a los ojos de Dios! (Camino, n.º 177). Hemos de aprender a
mortificar la inteligencia; no se trata de negarla, sino de mortificarla. La
vida ordinaria nos presenta la ocasión de hacerlo en los distintos campos de la
actividad humana. El primero de todos aceptando de buen grado cuanto nos viene
de Dios a través de la Iglesia; ahí no caben opiniones sino la humilde
aceptación de la doctrina. En el terreno profesional, en el familiar, en los
estudios, y donde quiera que tengamos que relacionarnos con alguien que
desempeñe el cargo de superior –y siempre que no se trate de algo que suponga
ofensa a Dios–, podemos y debemos aceptar lo que nos venga de él sin chistar,
sin murmurar y sin dejarnos Llevar del espíritu crítico que tan afilado suele
mostrarse en estas situaciones. Se trata de una buena mortificación de la
inteligencia y de un bonito esfuerzo de la voluntad por parecernos también en
estas cosas a Jesucristo, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de
Cruz (Phil 2, 8) y así por lo menos en eso habremos empezado a imitarle que es
la única manera de llegar a parecerse a Él.
Francisco Luca de Tena
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