Comienzo a desglosar la oración de consagración que
compartí en la anterior entrada, con la certeza de que algunas ideas e
intuiciones pueden ayudar a otros hermanos en la fe y quizá en el sacerdocio
I. Oh Señora Mía, Reina del Santísimo Rosario, oh Madre Mía.
Señora, Reina, Madre…
Inspirado en una clásica y
bella oración, que aprendí siendo niño en la escuela primaria, elegí poner mi
sacerdocio tus manos, María en tu advocación del Rosario.
¿Por qué? ¿Por qué en tus
manos, y por qué bajo esta advocación?
Lo primero, porque el Hijo de
Dios, al iniciar su sacerdocio -en el mismo instante de la Encarnación, al
hacerse hombre- lo hizo EN TÍ, María. De hecho, fuiste Tú la que, al darle al
Verbo un Cuerpo como el nuestro, al incluirlo en la naturaleza humana, le
permitió ser sacerdote, mediador, puente… ¿Cómo no seguir el mismo camino, cómo
no elegir el mismo ámbito, como no refugiarme en el mismo seno virginal y en
las mismas manos que Aquel cuya misión debería continuar?
Lo segundo, porque a través de
esa advocación fue como tu Misterio, María se me manifestó en cada etapa de mi
vida. Siendo niño, a través de las Apariciones de Fátima y esa especial
vinculación de los tres pastorcitos niños con la Madre. Como adolescente, en el
colegio salesiano de mis 13 años, aprendiendo y comenzando a experimentar allí
el valor del Santo Rosario. Más adelante, al tenerla a ella como patrona de mi
grupo misionero, y poder consagrarme por primera vez a los 15 años. Ya en el
Seminario de Paraná, descubriéndola aún más hondamente como “nuestra Señora del Evangelio, de la Redención y de la
Gracia".
Mi sacerdocio quiere estar en
ese Corazón inmaculado que “guardaba y meditaba las
cosas de Jesús", porque son ellas de las que debo vivir, las que
debo asimilar, las que debo imitar y anunciar a los demás.
En fin, porque la vida
sacerdotal -como la de Jesús- está hecha también de misterios de Gozo, de Luz,
de Dolor y de Gloria… Porque en ella se alternan los días soleados y las noches
tormentosas, los momentos de trabajo sereno y las épocas de exigencias
intensas. Y en cada momento, en cada etapa, es necesario que estés Tú, María,
como Madre.
Esa es, en el fondo, la más
importante palabra, más incluso que Reina y más que Señora.
“Ahí tienes a tu
Madre” me dijo
Jesús tantas veces, junto al Monte Calvario que es cada Altar y cada Sagrario…
y en cada momento de Cruz.
“Ahí tienes a tu
Madre” me dijo
cuando estuve allí, en el suelo de la Catedral, arropado por la oración de la
tierra y del Cielo.
“Ahí tienes a tu
Madre” me dice cada
vez que me despierto, o cuando aparecen las nubes en el cielo de mi vida
interior y pastoral…
Cada mañana, en cada Misa, en
cada Rosario, quisiera yo también, como Juan, poder volver a “recibirte en mi casa".
Madre, mamá, ma… es la palabra
que una y otra vez me devuelve la paz y la confianza, la armonía y el gozo.
Leandro Bonnin
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