En un precioso comentario a la
“Letanía Lauretana”, el Cardenal Newman
escribe que la Virgen es llamada Puerta del Cielo “porque el Señor pasó a través de ella cuando desde el
cielo bajó a la tierra”. Y ve cumplidas en María las palabras proféticas
de Ezequiel: “Este pórtico permanecerá cerrado. No
se le abrirá, y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahveh, el Dios de
Israel. Quedará, pues, cerrado. Pero el príncipe sí podrá sentarse en él” (Ezequiel
44,2-3).
El cielo es Dios, es la vida
perfecta; la comunión de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María,
con los ángeles y con todos los bienaventurados. Es el fin último y la
realización plena de las aspiraciones más profundas del hombre; el estado
supremo y definitivo de dicha (cf Catecismo 1024).
Con su “hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38) María abrió
la puerta del cielo, permitiendo que Cristo viniese a nosotros para que
nosotros podamos ir hacia Él, para estar con Él (cf Juan 14,3), para
vivir en Él. La vida – decía San Ambrosio – “es
estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino”.
El cielo ha quedado inaugurado
por la Pascua. La primera redimida es también la primera creatura que ha sido
asociada a la glorificación celestial del Señor. La Inmaculada, preservada
libre de toda mancha de pecado original, es la Asunta al cielo en cuerpo y
alma; aquella que ha participado de modo singular en la Resurrección de su
Hijo; aquella que anticipa la resurrección de los demás cristianos (cf Catecismo
966).
Con su Asunción no abandonó su
misión salvadora. En el cielo sigue procurándonos con su múltiple intercesión
los dones de la salvación eterna (cf Lumen gentium 62.69). Como escribió
San Bernardo: “Subió al cielo nuestra Abogada, para
que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de
nuestra salvación” (Homilía en la Asunción de la B. Virgen María,
1).
El cielo se hace presente en
la tierra; en especial, en la celebración de la Eucaristía y en la vivencia de
la caridad: “esta situación final [el cielo] se
puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro
es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna” (Juan
Pablo II, “Audiencia”, 21 de julio de 1999). En la medida en que seamos más
compasivos, más generosos, más entregados, podremos comenzar, ya aquí, a
saborear el amor divino, pues la vida eterna consiste, como decía Santo Tomás
de Aquino, en “un acto ininterrumpido de caridad”.
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