Preparando la maravillosa solemnidad mariana del día de mañana, traemos para la reflexión de
nuestros lectores un fragmento del “Año Litúrgico” del
ya citado varias veces en este Blog, Dom Prosper Guéranger.
Dom Prosper Guéranger (Sablé, 1805-Solesmes, 1875), fue
liturgista y restaurador de la orden benedictina en Francia. Ordenado en 1827, recuperó el
antiguo priorato de Solesmes, del que tomó posesión en 1833, y en el cual llevó
adelante el proyecto de restauración de la orden benedictina. Obtuvo el ascenso
de Solesmes a abadía. Primer abad de Solesmes (1837) y superior de la
Congregación de Francia, se convirtió en el alma del movimiento de
restauración litúrgica. Entre sus principales obras cabe recordar las
Instituciones litúrgicas (1840-1851) y el Año litúrgico (1841-1866).
Dom Guéranger fue un gran apóstol de la Inmaculada. En 1850 escribió el libro «Memoria sobre la Inmaculada Concepción» («Mémoire sur
l’Immaculée Conception»), y al año siguiente, Pío IX le encargó un
documento en el que propusiera una definición del dogma de la Inmaculada
Concepción.
El privilegio de la Concepción inmaculada de María era algo que le
resultaba particularmente querido. En sus memorias autobiográficas, narra la gracia de luz que recibió el 8
de diciembre de 1823, en la fiesta de la Concepción de Nuestra Señora, cuando
era seminarista. Así cuenta el acontecimiento: «Fue
entonces cuando la misericordiosa y compasiva reina, Madre de Dios, salió en mi
auxilio de una manera tan triunfante como inesperada. El 8 de diciembre de
1823, mientras hacía mi meditación con la comunidad, y abordaba mi argumento
(el misterio del día), con mis puntos de vista racionales como de costumbre, de
repente, me sentí llevado a creer en María Inmaculada en su concepción. La
especulación y el sentimiento se unieron sin esfuerzo en este misterio. Sentí
una alegría dulce en mi consentimiento; sin arrebato, con una dulce paz y con
una convicción sincera. María se dignó transformarme con sus manos benditas,
sin desasosiego, sin apasionamiento: una naturaleza despareció para dejar lugar
a otra. No le dije nada a nadie, sobre todo porque no me imaginaba el alcance
que tendría para mí esta revelación. Sin duda me emocioné; pero hoy estoy
todavía más emocionado al comprender todo el alcance del favor que la santa
Virgen se dignó en concederme aquel día».
Aquí entonces el
texto del Año Litúrgico:
La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen es la más solemne de todas
las que celebra la Iglesia en el Santo tiempo de Adviento; ninguno de los
Misterios de María más a propósito, y conforme con las piadosas preocupaciones
de la Iglesia durante este místico período de expectación. Celebremos, pues, esta fiesta con alegría, porque la
Concepción de María anuncia ya el próximo Nacimiento de Jesús.
La fe de la Iglesia católica, solemnemente reconocida como revelada por
el mismo Dios, el día
para siempre memorable del 8 de diciembre de 1854, esa fe que proclamó el
oráculo apostólico por boca de Pío IX, con aclamaciones de toda la cristiandad,
nos enseña que el alma bendita de María no sólo
no contrajo la mancha original, en el momento en que Dios la infundió en el
cuerpo al que debía animar, sino que fue llena de una inmensa gracia, que la
hizo desde ese momento, espejo de la santidad divina, en la medida que puede
serlo una criatura.
Semejante suspensión de la ley, dictada por la justicia divina contra toda la descendencia
de nuestros primeros padres, fue motivada por el respeto que tiene Dios a su
propia santidad. Las relaciones que debían unir a María con la divinidad,
relaciones no sólo como Hija del Padre celestial, sino como verdadera madre de
su Hijo, y Santuario inefable del Espíritu Santo; todas esas relaciones,
decimos, exigían que no se hallase ninguna
mancha ni siquiera momentánea en la criatura que tan estrechos vínculos habla
de tener con la Santísima Trinidad, y
que ninguna sombra hubiese empañado nunca en María, la perfecta pureza que el
Dios tres veces santo quiere hallar aun en los seres a los que llama a gozar en
el cielo de su simple visión; en una palabra, como dice el gran Doctor San
Anselmo: “Era justo que estuviese adornada de tal
pureza que no se pudiera concebir otra mayor, sino la del mismo Dios",
porque a ella iba a entregar el Padre a su Hijo, de tal manera, que ese Hijo
habría de ser por naturaleza, Hijo común y único de Dios y de la Virgen; era
esta Virgen la elegida por el Hijo para hacer de ella substancialmente su
Madre, y en su seno quería obrar el Espíritu Santo la concepción y Nacimiento
de Aquel de quien El mismo procedía.”
(De Conceptu
Virginali, CXVIII.)
Oración a la Inmaculada Concepción:
¿No habían de poner los hombres toda su dicha en honrarte, oh divina aurora del Sol de
justicia?
¿No eres tú en estos días, la mensajera de su redención? ¿No eres tú, oh María, la
radiante esperanza que va a brillar de repente hasta en el centro del abismo de
la muerte? ¿Qué sería de nosotros sin Cristo que viene a salvarnos? Pues tú
eres su Madre queridísima, la más santa de las criaturas, la más pura de las
vírgenes, la más amorosa de las Madres.
¡Oh María, cuán deliciosamente recreas con tus suaves destellos nuestros
ojos fatigados! Pasan los
hombres de generación en generación sobre la tierra; miran al cielo inquietos,
esperando en cada momento ver apuntar en el horizonte el astro que ha de
librarles del horror de las tinieblas; pero la muerte viene a cerrar sus ojos
antes de que puedan siquiera entrever el objeto de sus deseos. Estaba reservado
a nosotros el contemplar tu radiante salida ¡Oh esplendoroso lucero matutino,
tus rayos benditos se reflejan en las olas del mar y le devuelven la calma
después de las noches tormentosas!
Prepara nuestra vista para que pueda contemplar el potente resplandor
del Sol divino que viene
detrás de ti. Dispón nuestros corazones, ya que quieres revelarte a ellos.
Pero, para que podamos contemplarte, es necesario que sean puros nuestros
corazones; purifícalos, pues ¡oh purísima Inmaculada!
Quiso la divina Sabiduría que, entre todas las fiestas que dedica la
Iglesia a honrarte, se celebrase la de tu Inmaculada Concepción en el tiempo de Adviento,
para que, conociendo los hijos de la Iglesia el celo con que te alejó el Señor
de todo contacto con el pecado, en consideración a Aquel de quien debías ser
Madre, se preparasen también ellos a recibirle, por medio de la renuncia
absoluta a todo cuanto significa pecado o afecto al pecado. Ayúdanos, ¡oh María!, a realizar este gran cambio. Destruye en
nosotros, por tu Concepción Inmaculada, las raíces de la concupiscencia y apaga
sus llamas, humilla las altiveces de nuestro orgullo. Acuérdate que, si Dios te eligió para morada
suya, fue únicamente como medio para venir luego a morar en nosotros.
¡Oh María! ¡Arca de la alianza, hecha de madera incorruptible, revestida
de oro purísimo! Ayúdanos a corresponder a los inefables designios de Dios, que, después
de haberse honrado en tu pureza incomparable, quiere también serlo en nuestra
miseria; pues sólo para hacer de nosotros su templo y su más grata morada nos
ha arrebatado al demonio. Ven en ayuda nuestra, tú que, por la misericordia de
tu Hijo, jamás conociste el pecado. Recibe en este día nuestras alabanzas. Tú
eres el Arca de salvación que flota sobre las aguas del diluvio universal; el
blanco vellón, humedecido por el rocío del cielo, mientras toda la tierra está
seca; la Llama que no pudieron apagar las grandes olas; el Lirio que florece
entre espinas; el Jardín cerrado a la infernal serpiente; la Fuente sellada,
cuya limpidez jamás fue turbada; la casa del Señor, sobre la que tuvo siempre
puestos sus ojos, y en la que jamás entró nada con mancilla; la mística Ciudad,
de la que se cuentan tantos prodigios. (Salmo
LXXXVI.) ¡Oh María! nos es grato repetir tus títulos de gloria, porque te
amamos, y la gloria de la Madre pertenece también a los hijos.
Sigue bendiciendo y protegiendo a cuantos te honran en este augusto
privilegio, tú que
fuiste concebida en este día; y nace cuanto antes, concibe al Emmanuel, dale a
luz y muéstrale a los que le amamos.
Schola Veritatis
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