La
anécdota, maravillosa y viva,
contada por María Vallejo-Nágera en esta misma Web, me ha traído a la memoria
otro par de historias que merece la pena sacar ahora, que tanto tiempo ha
pasado, del baúl de mi memoria.
Julio de
2007. Acabo de llegar a Medjugorje. Por entonces, en lo que a mí respecta, aún
no existía ningún libro sobre el asunto en otro lugar que no fuera la mente de
Dios. En esta ocasión fui allí a conocer el retiro de sacerdotes que la
parroquia organiza cada año, para sacar algún reportaje y seguir aprendiendo de
tan singular fenómeno.
EN LA PUERTA
EN LA PUERTA
En ese
vuelo, a Alitalia se le cayó mi maleta en algún punto entre Milán y Sarajevo,
por lo que llegué con una pequeña mochila a la puerta de mi pensión. Allí, en
la misma puerta, coincidí con un fraile muy mayor que caminaba ayudado de un
bastón y cuyo equipaje no era mayor que mi mochila, esto sin haber perdido él
ninguna otra maleta.
Caminaba un pelín encorvado, calzaba unas sandalias de cuero y calcetines negros, un gorro de pescador y unas enormes y modernas gafas de sol. Pintoresco.
Caminaba un pelín encorvado, calzaba unas sandalias de cuero y calcetines negros, un gorro de pescador y unas enormes y modernas gafas de sol. Pintoresco.
Su hábito
blanco llamaba la atención, aunque no tanto como esa enorme medalla de San
Benito, del tamaño de una galleta, que colgaba de su cuello.
Le abrí
la puerta cediéndole el paso. "Thank you, my
friend", dijo con un tono de voz imponente, profundo y amistoso
como el de un contador de cuentos, gastando un acento americano de cowboy que
me hizo preguntarme de dónde habría llegado semejante elemento.
Esos días
éramos muy pocos huéspedes en la pensión. Aunque Medjugorje estaba lleno de
sacerdotes, donde yo me quedé estaban tan solo tres. Dos eran diocesanos
bosnios, y el fraile mayor.
EL PADRE SAMUEL
En esos
días de retiro de sacerdotes, los curas que van a Medjugorje no pagan su
estancia. La parroquia tiene pedido a las pensiones que no se la cobren, que
les acojan gratis con generosidad.
Desde la
primera cena me senté adrede junto al fraile de la medalla de San Benito. Tenía
una preciosa historia que contar y una amena conversación.
Se
llamaba Samuel. El padre Samuel. Era un benedictino de un convento de
Albuquerque, Nuevo México, Estados Unidos. El motivo de su viaje era que su
comunidad le había regalado una peregrinación a donde él quisiera con motivo de
sus cincuenta años de ordenación sacerdotal, y él había elegido Medjugorje "para dar gracias a la Virgen María", me
explicó.
Yo le
pregunté que por qué Medjugorje. Quiero decir que si era para dar gracias, por
allí tenía santuarios mucho más cercanos. Me llamó la atención que un anciano
de más de setenta años se hubiese pegado ese viaje, él solo, por este motivo,
pudiendo haberse quedado mucho más cerca de su casa. Entonces él me lo explicó:
-Verás, hijo. Yo vine a Medjugorje por primera y única vez hace doce
años. Y tú, cuando te enamoras de alguien en un lugar, ¿no deseas siempre
regresar a ese sitio? ¿No haces lo que sea posible por volver a ese mismo lugar
a Verla? Por eso quise venir aquí y no a otra parte.
Los ojos
del padre Samuel eran azul celeste y transmitían la paz con la que duermen los
niños, la profundidad del espacio, la sabiduría de un abuelo y la autenticidad
del que ha visto lo invisible. Siendo benedictino, ejercía como exorcista desde
hacía más de treinta años en su diócesis. Cosas todas estas que explican el
episodio que viví con él aquella primera noche. O más bien, la mañana siguiente
de nuestra llegada.
TOSTADAS PARA DESAYUNAR
Nuestra
pensión carecía de aire acondicionado, y si has estado en Medjugorje en pleno
verano, sabrás lo que esto puede llegar a suponer. Para calmar un poco el
calor, el dueño de la pensión nos había colocado en cada habitación unos
enormes ventiladores de pie, de esos muy altos y con aspas, cuyas hélices a
toda potencia dan la sensación de que van a salir volando en cualquier momento
por encima de tu cama.
Esa
primera mañana me despertó el olor de las tostadas. Abrí los ojos y enseguida
me hice una idea del suculento desayuno que estaban preparando, aunque me
extrañó que estando yo durmiendo en el segundo piso, el olor de la cocina
subiese hasta tan alto. O eran unas tostadas muy grandes, o había un incendio. "Eso no es el desayuno", pensé aún con
los ojos cerrados…
De un
brinco salí al pasillo en pijama, viéndome sorprendido por una humareda espesa
y maloliente. Agarré como pude mi pasaporte y bajé los escalones de cuatro en
cuatro hasta llegar en un santiamén al recibidor-comedor tan típico de esas
pensiones. Allí estaba el padre Samuel, sentado como si nada, untándose un poco
de mermelada en una rebanada de pan blanco, y el dueño de la pensión más pálido
que el hábito benedictino de nuestro amigo de Nuevo México. Pregunté qué había
pasado y el hostelero me explicó cómo pudo lo que había sucedido.
En plena
noche, saltó una alarma de humos que los caseros tenían en la planta baja.
Subió este buen hombre al primer piso y vio que salía humo de la habitación del
padre Samuel. Al entrar vio cómo el ventilador daba vueltas en llamas a la
velocidad de un infernal tornado.
Mientras el dueño de la pensión me contaba esto, el padre Samuel permanecía allí sentado, sonriendo como si nada, comiéndose su rebanada de pan con mermelada. No dio ninguna explicación. No dio ninguna importancia. Escuchaba y mojaba su tostada en un enorme tazón de café como el que oye la radio por la mañana. Le pregunté entonces a él qué hizo al despertarse y ver el fuego: "Soplar", me contestó sonriendo como si nada. Ahí entendí lo que pasaba: ni era la primera vez que el padre Samuel vivía algo parecido, ni le iba a quitar las ganas de comer.
Mientras el dueño de la pensión me contaba esto, el padre Samuel permanecía allí sentado, sonriendo como si nada, comiéndose su rebanada de pan con mermelada. No dio ninguna explicación. No dio ninguna importancia. Escuchaba y mojaba su tostada en un enorme tazón de café como el que oye la radio por la mañana. Le pregunté entonces a él qué hizo al despertarse y ver el fuego: "Soplar", me contestó sonriendo como si nada. Ahí entendí lo que pasaba: ni era la primera vez que el padre Samuel vivía algo parecido, ni le iba a quitar las ganas de comer.
AGUA BENDITA
Me senté
entonces tranquilo a su lado y supe estar desayunando al lado de un santo del
que no sabía nada y sobre el que todo quería saber. El dueño de la pensión me
dijo que temió por si el padre se había asfixiado, pues la habitación estaba
llena de humo. Entonces le pregunté al padre Samuel qué hizo él al ver la humareda,
y me respondió de nuevo sonriendo, como con mucha gracia: "Abrir la ventana". Un genio, el padre
Samuel.
Me hice amigo suyo. No me despegué de él en toda esa semana. Ya esa segunda noche, llegamos a juntos a la pensión y me senté a cenar con él. Me llamó entonces la atención que mientras me contaba algo, sin parar de hablar, ser sirvió agua en el vaso y, antes de beber, bendijo el agua como con un gesto automático, no pensado. Hizo la señal de la cruz, y se bebió todo el vaso para seguir cenando y hablando como si nada.
Me hice amigo suyo. No me despegué de él en toda esa semana. Ya esa segunda noche, llegamos a juntos a la pensión y me senté a cenar con él. Me llamó entonces la atención que mientras me contaba algo, sin parar de hablar, ser sirvió agua en el vaso y, antes de beber, bendijo el agua como con un gesto automático, no pensado. Hizo la señal de la cruz, y se bebió todo el vaso para seguir cenando y hablando como si nada.
Le
pregunté por qué se bebía el agua bendita, porque me pareció raro, y entonces
él me preguntó:
-¿No te comes tú los huevos fritos bendecidos? ¿No bendices la comida
antes de comer? El arroz, las lentejas, la carne… pues yo lo hago con el agua
antes de beber.
-¿Por qué? -insistí.
-Porque sería absurdo bendecirla después de haberla bebido -dijo sonriendo de nuevo.
Aquellas
conversaciones dieron para mucho. Algunas de ellas me marcaron, o más bien me
confirmaron sobre asuntos que yo iba conociendo pero que aún no sabía si eran
cosa mía o si realmente podrían ser así. Como aquella en la que le dije que
muchas personas en la Iglesia no creían en su trabajo de exorcista, incluso
muchos sacerdotes y obispos. "El Evangelio es
muy claro", se limitó a responder otra vez sonriendo. "Quien no crea en esto, no tiene fe en la Iglesia. También
hay gente que no cree en el purgatorio o en el infierno, y eso no significa que
no existan, sino que ellos no creen".
Siete
días después me despedí de él. Fue entrañable. Me abrazó y me bendijo, y me
pidió que me portase bien, que no dejase de seguir al Señor. Se marchó tal y
como vino. Con su hábito blanco benedictino, con ese gorro de ir a pescar y sus
gafas de sol. Caminando encorvado apoyándose sobre un viejo bastón, rumbo a
Albuquerque, Nuevo México, a más de diez mil kilómetros de allí. Sentí pena
porque pensé que no le volvería a ver, pero intuyo que la mía no sería nada
comparada con la que sentía él por marcharse del lugar donde doce años antes se
enamoró de aquella Mujer.
EL PADRE ENRIQUE
La
segunda anécdota tiene como protagonista a otro sacerdote que ha marcado mucho
mi vida. A decir verdad, mucho más, pues fue de él del que se sirvió Dios para
metérseme en su bolsillo y no salir nunca de ahí. Al padre Enrique González,
diocesano de Madrid, le conocí años antes que al padre Samuel. En concreto, en
2003, y siempre digo que mi padre espiritual, con permiso del padre Cruz, es
él.
El padre
Enrique fue director espiritual del seminario de Madrid muchos años, labor que
fue dejando poco a poco cuando el cardenal Rouco le nombró, en ese 2003,
exorcista de la diócesis de Madrid.
Durante
años ha sido el único de toda la archidiócesis, y antes de él, ni se sabe
cuantos años estuvimos en Madrid sin ningún exorcista. De hecho, el padre
Enrique me contó cómo a él nadie le enseñó a hacer nada de lo que tenía que
hacer. Fue un exorcista autodidacta, lo cual te da mucha idea de la percepción
que ha habido -y aún hay- sobre este ministerio abandonado durante décadas en
Madrid.
El padre
Enrique exorcizaba durante más de diez horas diarias. Su agenda estaba llena, y
su capilla de oración era un centro de peregrinación cuya puerta de la calle
nunca cerraba. Ciertas prácticas o costumbres que se han instalado en la vida
actual de los hombres como si nada, son puertas abiertas a una realidad
espiritual en ausencia de Cristo, y en su ausencia se hace presente otra
presencia, bastante menos amable. Espiritismo, wija, yoga, reiki... son todos
ellos ejercicios espirituales en ausencia de Cristo, y antes de que nadie me
empiece a sacudir, yo simplemente recomiendo no hacerlo, por las cosas que he
visto. Cito esas prácticas como las más normales, pero existen otras vías más
explícitas para sufrir una infestación demoníaca, una influencia maligna o una
posesión. Obviamente, pactos y ritos con el Diablo para obtener lo que sea le
destroza la vida a la gente, y participar en alguna medida en la ejecución de
un aborto es también una puerta abierta a la acción del Demonio.
Con el padre Enrique disfruté una relación preciosa: la que hay entre un padre que acoge a un hijo cuando está empezando a conocer al buen Dios. Como le conocí justo por aquella época, de tanto ir por allí a verle y hablar con él, y porque lo quiso Dios, le asistí en algunos exorcismos, en los que obviamente vi cosas que te llevan de una forma u otra a una conversión a Dios. Digamos que sin hacerte el camino hasta Cristo, te lo facilitan mucho.
Con el padre Enrique disfruté una relación preciosa: la que hay entre un padre que acoge a un hijo cuando está empezando a conocer al buen Dios. Como le conocí justo por aquella época, de tanto ir por allí a verle y hablar con él, y porque lo quiso Dios, le asistí en algunos exorcismos, en los que obviamente vi cosas que te llevan de una forma u otra a una conversión a Dios. Digamos que sin hacerte el camino hasta Cristo, te lo facilitan mucho.
LA FE DE LOS DEMONIOS
Conocí
así la presencia real de Cristo en la Eucaristía; la existencia de Satanás; el
poder de una sencilla oración bien hecha; encontré explicación a situaciones de
inmenso dolor que conocía de algunas personas y familias; o que un exorcismo es
una oración preciosa en la que se tocan de manera muy visible muchos de los
misterios de nuestra fe en Cristo. También aprendí de la fe de los demonios y
de la falta de fe de los cristianos que, como yo, en alguna esquina de su vida
han dejado de creer que Jesús está vivo, no muerto, y en el poder conferido por
Él a la Iglesia.
El padre
Enrique tenía la costumbre no ya de bendecir el agua y la sal, o el aceite y
otros sacramentales para sus rituales, sino de exorcizarlos con una oración que
hay para ello y que confiere una sacralidad mayor a estos elementos. De su capilla
del Don de María, el agua exorcizada salía por litros cada día, y por kilos los
botes de sal. El padre nos enseñaba a los que nos llamaba "su grey", un montón de chavales que
parábamos por allí a ayudar y a rezar, el valor que tiene la oración de un
sacerdote, el poder que tiene nuestra oración, y un montón de cosas que yo no
vi ni de lejos en ningún otro lugar.
PEREGRINACIONES
El padre
tenía y tiene la costumbre de hacer enormes peregrinaciones caminando en
verano. La más famosa peregrinación que ha hecho fue la que realizó desde
Santiago de Compostela a Jerusalén, con motivo del jubileo de 2000. Eso le
llevó algo más de un verano. Catorce meses para ser exactos, atravesando
montes, bosques y desiertos, en una aventura que por más que se la he oído
contar, no me canso nunca.
Por
aquella fechas de mi trato más cercano con él, me asaltó una pregunta por un
asunto que podía parece absurda, pero que la hice con la libertad de los hijos
a sus padres. La pregunta, medio en broma medio en serio, era que si se podía
exorcizar el agua de la piscina de una urbanización. Bromeamos los que allí
estábamos imaginando a media comunidad de vecinos dando saltos como salmones,
buceando en alcohol de quemar. Sin embargo, el padre se quedó pensando, levantó
de pronto sus ojos sobre las gafas y, mirándome muy serio, me preguntó: "¿Como cuando exorcicé el Adriático?".
La carcajada inundó aquella madrugada de sábado entre los que estábamos allí
con él, quien también divertido, nos explicó una anécdota que, como la del padre
Samuel, me pareció preciosa, llena de fe y de convencimiento en que lo que Dios
hacía en su vida, no era un juego, sino algo muy serio. Algo real.
El padre
nos contó que él, cuando estaba en Madrid, obviamente rezaba la oración oficial
de exorcismo cada día, y doy fe que al menos lo hacía diez veces. Pero cuando
estaba peregrinando y no tenía que exorcizar a nadie, él también la rezaba a
diario. En el rito hay diferentes oraciones, muy parecidas, porque no es lo
mismo exorcizar a una persona que una casa o que un monte o que un animal, que
también sufren de estos males.
Nos contó
cómo, por ejemplo, si va caminando por una montaña y encuentra un manantial,
exorciza esa agua, y toda esa bendición llega a todos los rincones que riega el
manantial. ¿Hasta dónde? "No lo sé", contestaba
sin entrar en debates, "lo que sí que se es
que lejos de hacer ningún mal, hará mucho bien".
El bosque
con sus árboles, también los exorcizaba. El desierto con su arena, los pájaros
y el aire... Y así todos los parajes y lugares que el Espíritu le daba a
entender. Un buen día de largo caminar, al llegar de noche a la costa
adriática, a la luz de una maravillosa puesta de sol, se puso la estola en la
playa y exorcizó todo el mar.
Así, con
estas historietas nos regaba este padre cada día a un buen número de hijos
suyos que crecimos a su sombra. Nunca llegó a exorcizar el agua de la piscina
de aquella urbanización, pero a nosotros nos dejó en herencia un testimonio que
ahora yo, os doy a conocer.
Hoy,
Madrid tiene siete exorcistas, y el padre no es ninguno de ellos. Aunque él no
se queja, echa de menos ese ministerio. Carmela, la madre de tantos de
nosotros, la monja que le ayudaba en los exorcismos y en tantas otras tareas,
me explicaba no hace mucho que él echaba de menos ese ministerio de exorcista,
porque a él "le parecía precioso", poder
colaborar con el Señor en la liberación de las ataduras y torturas de Satanás,
para que volviesen a sus casas y familias con una vida nueva, con una vida
diferente.
Jesús está vivo, pero ojo, los malos también. Yo doy testimonio de que no son un invento chino.
Jesús está vivo, pero ojo, los malos también. Yo doy testimonio de que no son un invento chino.
Sin
haberlo querido, me ha salido yo diría que el episodio de un libro. Gloria a
Dios por todos sus sacerdotes. Gloria a Dios.
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