San Martín de Porres, religioso
de la Orden de Predicadores, hijo de un español y de una mujer de raza negra,
quien, ya desde niño, a pesar de las limitaciones provenientes de su condición
de hijo ilegítimo y mulato, aprendió la medicina que, después, siendo religioso,
ejerció generosamente en Lima, ciudad del Perú, a favor de los pobres.
Entregado al ayuno, a la penitencia y a la oración, vivió una existencia
austera y humilde, pero irradiante de caridad.
San Martín de Porres fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en
1579. Era hijo natural del caballero español Juan de Porres (o Porras según
algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velázquez. Martín heredó
los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres
como una humillación. Pero más tarde, tuvo el mérito de reconocer a Martín y a
una hermana suya como hijos propios. A Martín lo dejó al cuidado de su madre, y
el niño, que era despierto e inteligente, aprendió la profesión de barbero y
adquirió conocimientos de medicina, mediante el trato con un cirujano. Durante
algún tiempo, ejerció esta doble carrera, pero, sintiendo grandes deseos de
perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos que
había en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y éste consiguió lo
que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.
En el convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos,
y su humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía,
incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que,
enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. Otra vez, cuando el convento
estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín espontáneamente se
ofreció al P. Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de
remediar la situación.
Advirtiendo los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha
caridad, le confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una
comunidad que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en
consideración a los criados del convento ni a los religiosos de otras casas
que, informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima. Bastante
trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de
su orden, sino que atendía muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de
junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue
concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y
castidad.
Juntaba a su abnegada vida una penitencia austerísima: se llagaba con
disciplinas crueles o se maltrataba con dormir debajo de una escalera unas
cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Añadía a esto un espíritu de
oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes contemplativos. Se le
vio repetidas veces en éxtasis y, alguna levantado en el aire muy cerca de un
gran crucifijo que había en el convento.
Se sabe que Fray Martín y santa
Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces,
aunque no se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas.
Si es famoso el santo por sus virtudes, tal vez lo sea más por sus
milagros y por la forma en que los hacía. Unas veces eran curaciones
instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez, que se había cortado un
dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la mano y el
brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas hierbas
machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el
brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba
a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido
pulmonía, y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del
prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo:
«levántese y ponga su mano aquí, donde me duele». «¿Para qué quiere un príncipe
la mano de un pobre mulato?», preguntó el santo. Sin embargo, durante un
buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo
estaba curado. Otras veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al
enfermo, pues bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que
éste se presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas
cerradas con llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien
personalmente guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray
Martín atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir
las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas.
Alguien le preguntó: «¿Cómo ha podido entrar?» El
santo respondió: «Yo tengo modo de entrar y salir».
Enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las
plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también
desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces
recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos
en religión y parte para los menesterosos de toda clase que había en la ciudad.
Su amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas
semejantes a las que se narran de san Francisco y de san Antonio de Padua. Por
ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus
picaduras, y fue a que Juan Vázquez lo curase, éste le dijo: «Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos». Y
Fray Martín respondió: «¿Cómo hemos de merecer, si
no damos de comer al hambriento?» «¡Pero hermano, estos son mosquitos y no
gentes!» «Sin embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios», respondió
el humilde fraile. Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y
dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: «Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida». Los
ratones obedecieron puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los
desperdicios de la comida. Y sí alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba
por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: «Vete
adonde no hagas mal».
Sus conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los
enfermos, solía decirles: «Yo te curo y Dios te
sana». A los sesenta años, después de haber pasado cuarenta y cinco en
religión, Fray Martín se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad
moriría. La conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chinchón,
se acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo
perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras «Et homo factus est», besando el crucifijo expiró
plácidamente. Fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII, quien
profesaba gran devoción por el santo.
El P. Van Ortroy empleó en el caso de Martín de Porres un método sin
precedentes en Acta Sanctorum, ya que publicó su artículo, que es bastante
completo, en idioma vernáculo, en vez de en latín: El P. B. de Medina testificó
sobre Martín de Porres ante la comisión apostólica en 1683; su testimonio fue
traducido al italiano para que pudiese usarse en la C.R.S. de Roma y, el P. Van
Ortroy reprodujo esa traducción. Véase también With Bd. Martin (1945), pp.
132-168; Fifteenth Anniversary Book (1950), pp. 130-158 (publicaciones del
«Blessed Martín Guild» de Nueva York, editadas por el P. Norbert Georges),
donde se encontrará la traducción de las deposiciones de diez testigos en el
proceso apostólico. San Martín es, en los Estados Unidos y en otros países, el
patrono de las obras que promueven la armonía entre las razas y la justicia
interracial; por ello existen varias biografías de tipo popular, como la de J.
C. Kearns (1950).
fuente: Web de la Orden de
Predicadores
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San Martín de Porres es muy
popular en toda América. No sólo ejerce el atractivo que han ejercido siempre
los sencillos cuando el Señor ha querido glorificarlos, sino que su misma
persona constituye todo un símbolo.
Nacido en Lima (Perú) como hijo
natural de un caballero español y de una mulata en 1579, representa entre los
santos a los «coloured men» del Nuevo Mundo,
a ese pueblo de gentes de color que se ven dolorosamente humillados por su
condición de negros.
Era Martín enfermero cuando entró
como terciario laico en el convento de Dominicos de Lima, en el que fue
recibido a la profesión (1603) siguió ejerciendo su profesión dentro del
convento para con sus hermanos. El cuidado que ponía por los enfermos se
extendía aun a los animales: perros, gatos, pavos, y aun ratones, eran objeto
de su solicitud.
A Martín le agradaba el ayuno y
la oración: sobre todo el orar de noche, a ejemplo de Jesús. En la oración
obtenía grandes luces que hacían maravillosas sus lecciones de catecismo.
Su vida entera, oculta y radiante
a un mismo tiempo se desarrolló dentro de un mundo lleno de ángeles y demonios
en el que Martín conservó siempre una perfecta serenidad. Murió en 1639.
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