Cristo impera sobre
nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de
conquista.
Por: ACI Prensa | Fuente: ACI Prensa
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Desde la antigüedad se ha llamado Rey a
Jesucristo, en sentido metafórico, en razón al supremo grado de excelencia que
posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que:
- Reina en las inteligencias de los hombres
porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y
recibir obedientemente la verdad;
- Reina en las voluntades de los hombres, no
sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida
a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e
inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobles
propósitos;
- Reina en los corazones de los hombres
porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se
hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los
nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.
Sin embargo, profundizando en el tema, es
evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo
como hombre el título y la potestad de Rey, ya que del Padre recibió la
potestad, el honor y el reino; además, siendo Verbo de Dios, cuya sustancia es
idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio
de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio
supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
Ahora bien, que Cristo es Rey lo confirman
muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y del Nuevo Testamento. Esta doctrina
fue seguida por la Iglesia -reino de Cristo sobre la tierra- con el propósito
celebrar y glorificar durante el ciclo anual de la liturgia, a su autor y
fundador como a soberano Señor y Rey de los reyes.
En el Antiguo
Testamento, por ejemplo, adjudican el título de rey a aquel que deberá
nacer de la estirpe de Jacob; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre
el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los
confines de la tierra.
Además, se predice que su reino no tendrá
límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz:
"Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de
un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la
tierra".
Por último, aquellas palabras de Zacarías donde
predice al "Rey manso que, subiendo sobre una
asna y su pollino", había de entrar en Jerusalén, como Justo y como
Salvador, entre las aclamaciones de las turbas, ¿acaso no las vieron realizadas
y comprobadas los santos evangelistas?
En el Nuevo
Testamento, esta misma doctrina sobre Cristo Rey se halla presente desde
el momento de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen, por el cual ella
fue advertida que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de
David, y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera
jamás fin.
El mismo Cristo, luego, dará testimonio de su
realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de
las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al
responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora,
finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el
encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión
oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que es Rey, y
solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más
dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo
por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a
costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, bastante olvidadizos,
recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador, ya que con su preciosa
sangre, como de Cordero Inmaculado y sin tacha, fuimos redimidos del pecado. No
somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande;
hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo.
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