martes, 28 de noviembre de 2017

LA CONFESIÓN



Jesucristo en su infinita bondad, nos dejó el sacramento de la Penitencia para alcanzar la salvación.
¿POR QUÉ CONFESARSE?
Quien ha tenido la desgracia de pecar gravemente, si quiere salvarse, no tiene más remedio que confesarse para que se le perdonen sus pecados. Es cierto que con el acto de perfecta contrición, puede uno recobrar la gracia, pero para esto hay que tener, además, el propósito firme de confesar después estos pecados, aunque estén ya perdonados; pues Jesucristo ha querido someter al sacramento de la confesión todos los pecados graves. Por voluntad del Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados, y ella lo ejerce de modo habitual en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros. Este sacramento se llama también de la Reconciliación, pues nos reconcilia con Dios y con la Comunidad Cristiana de la cual el pecador se separa vitalmente, al perder la gracia por el pecado grave. No vivas nunca en pecado. Si tienes la desgracia de caer, ese mismo día haz un acto de contrición perfecta, y luego confiésate cuanto antes. No lo dejes para después. El que se confiesa a menudo no es porque tenga muchos pecados, sino para no tenerlos. El que se lava de tarde en tarde, estará más sucio que el que se lava a menudo. La misericordia de Dios es infinita. Dice la Biblia: Como el viento norte borra las nubes del cielo, así mi misericordia borra los pecados de tu alma. Y en otro sitio: «Cogeré tus pecados y los lanzaré al fondo del mar para que nunca más vuelvan a salir a flote». Pero también su justicia es infinita, y por lo tanto no puede perdonar a quien no se arrepiente. Esto sería una monstruosidad que Dios no puede hacer. Pío XII en la Encíclica Mystici Corporis habla de los valores de la confesión frecuente diciendo que aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del sacramento . Y el Concilio Vaticano II habla de la confesión sacramental frecuente que, preparada por el examen de conciencia cotidiano, tanto ayuda a la necesaria conversión del corazón.
Quien vive en pecado grave es muy fácil que se condene por tres razones:
1) Porque después es muy posible que le falte la voluntad de confesarse, como le falta ahora.
2) Porque, aun suponiendo que no le falte esta voluntad, es posible que le sorprenda la muerte sin tiempo para confesarse.
3) Finalmente, quien descuida la confesión, y va amontonando pecados y pecados, cada vez encontrará más dificultades para romper. Un hilo se rompe mucho mejor que una maroma. Para arrepentirse sería entonces necesario un golpe de gracia prodigiosa; y esta gracia sobreabundante Dios no suele concederla a quien se obstina en el mal.
Jesucristo se lo advierte así a los que quieren jugar con Dios: «Me buscaréis y no me encontraréis, y moriréis en vuestro pecado».

EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Examen de conciencia consiste en recordar los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha. Naturalmente, el examen se hace antes de la confesión para decir después al confesor todos los pecados que se han recordado; y cuántas veces cada uno, si se trata de pecados graves. Si sabes el número exacto de cada clase de pecados graves, debes decirlo con exactitud. Pero si te es muy difícil, basta que lo digas con la mayor aproximación que puedas: por ejemplo, cuántas veces, más o menos, a la semana, al mes, etc. Y si después de confesar resulta que recuerdas con certeza ser muchos más los pecados que habías cometido, lo dices así en la próxima confesión. Pero no es necesario que después de confesar sigas pensando en el número de pecados cometidos, pues entonces nunca quedaríamos tranquilos. Si hiciste el examen con diligencia, no debes preocuparte ya más: todo está perdonado. El examen debe hacerse con diligencia, seriedad y sinceridad; pero sin angustiarse . La confesión no es un suplicio ni una tortura, sino un acto de confianza y amor a Dios. No se trata de atormentar el alma, sino de dar a Dios cuenta filial. Dios es Padre. El examen de conciencia se hace procurando recordar los pecados cometidos de pensamiento, palabra y obra, o por omisión, contra los mandamientos de la ley de Dios, de la Iglesia o contra las obligaciones particulares. Todo desde la última confesión bien hecha.

DOLOR DE LOS PECADOS
Dolor de los pecados es arrepentirse de haber pecado y de haber ofendido a Dios. Arrepentirse de haber hecho una cosa es querer no haberla hecho, comprender que está mal hecha, y dolerse de haberla hecho. El arrepentimiento es un aborrecimiento del pecado cometido; un detestar el pecado. No basta dolerse de haber pecado por un motivo meramente humano. Por ejemplo, en cuanto que el pecado es una falta de educación (irreverencia a los padres), o en cuanto que es una cosa mal vista (adulterio), o que puede traerme consecuencias perjudiciales para la salud (prostitución), etc., etc.

EL ARREPENTIDO ABORRECE LA OFENSA A DIOS, Y PROPONE NO VOLVER A OFENDERLO
No es lo mismo el dolor de una herida -que se siente en el cuerpo- que el dolor de la muerte de una madre -que se siente en el alma-. El arrepentimiento es «dolor del alma». Pero el dolor de corazón que se requiere para hacer una buena confesión no es necesario que sea sensible realmente, como se siente un gran disgusto. Basta que se tenga un deseo sincero de tenerlo. El arrepentimiento es cuestión de voluntad. Quien diga sinceramente quisiera no haber cometido tal pecado tiene verdadero dolor.

EL DOLOR ES LO MÁS IMPORTANTE DE LA CONFESIÓN. ES INDISPENSABLE: SIN DOLOR NO HAY PERDÓN DE LOS PECADOS
Por eso es un disparate esperar a que los enfermos estén muy graves para llamar a un sacerdote. Si el enfermo pierde sus facultades, podrá arrepentirse» Pues sin arrepentimiento, no hay perdón de los pecados, ni salvación posible. El dolor debe tenerse -antes de recibir la absolución- de todos los pecados graves que se hayan cometido. Si sólo hay pecados veniales es necesario dolerse al menos de uno, o confesar algún pecado de la vida pasada.

CONTRICIÓN PERFECTA Y ATRICIÓN
Contrición perfecta es un pesar sobrenatural del pecado por amor a Dios, por ser Él tan bueno, porque es mi Padre que tanto me ama, y porque no merece que se le ofenda, sino que se le dé gusto en todo y sobre todas las cosas. Contrición es arrepentirse de haber pecado porque el pecado es ofensa de Dios. Siempre con propósito se enmendarse desde ahora y de confesarse cuando se pueda. La contrición es dolor perfecto. Aunque la contrición perdona, la Iglesia obliga a una confesión posterior, porque es necesario que el pecador haga una adecuada satisfacción; y ésta, es el sacerdote el que debe imponérsela, porque es el delegado por Dios para reconciliar con la Iglesia. El acto de contrición es la manifestación de la pena que nos causa haber ofendido a Dios por lo bueno que es y por lo mucho que nos ama: lágrimas no sólo por temor al castigo, sino por la pena de haberle entristecido. Atrición es un pesar sobrenatural de haber ofendido a Dios por temor a los castigos que Dios puede enviar en esta vida y en la otra, o por la fealdad del pecado cometido, que es una ingratitud para con Dios y un acto de rebeldía. Siempre con propósito de enmendarse y de confesarse. La atrición es dolor imperfecto, pero basta para la confesión.
Un ejemplo: un chico jugando a la pelota en su casa rompe un jarrón de porcelana que su madre conservaba con cariño y, al ver lo que ha hecho, se arrepiente. Si lo que teme es el castigo que le espera, tiene dolor semejante a la atrición; pero si lo que le duele es el disgusto que se va a llevar su madre, tiene un dolor semejante a la contrición.

ES LÓGICO QUE LA CONTRICIÓN Y LA ATRICIÓN VAYAN UN POCO UNIDAS
Aunque uno tenga contrición, eso no impide que también tenga miedo al infierno, como corresponde a todo el que tiene fe. Y aunque uno se arrepienta por atrición, hay que suponer algún grado de amor para recuperar la amistad con Dios. Es mejor la contrición perfecta, pues con propósito de confesión y enmienda, perdona todos los pecados, aunque sean graves. Cuando uno, en peligro de muerte, está en pecado grave y no tiene cerca un sacerdote que le perdone sus pecados, hay obligación de hacer un acto de perfecta contrición con propósito de confesarse cuando pueda. El acto de contrición le perdona sus pecados, y si llega a morir en aquel trance, se salvará. Si se arrepiente sólo con atrición, no consigue el perdón de sus pecados graves, a menos que se confiese, o reciba la unción de los enfermos. Se salvarían muchos más si se acostumbraran a hacer con frecuencia un acto de contrición bien hecho. Deberíamos hacer un acto de contrición siempre que tengamos la desgracia de caer en un pecado grave. Así nos ponemos en gracia de Dios hasta que llegue el momento de confesarnos.
Deberíamos hacer actos de arrepentimiento cada noche, y cada vez que caemos en la cuenta de que hemos pecado. Dios está deseando perdonarnos. Pero si no le pedimos perdón, no nos puede perdonar. Sería una monstruosidad perdonar una falta a quien no quiere arrepentirse de ella. «De Dios no se ríe nadie». El arrepentimiento es condición indispensable para recibir el perdón. El verdadero arrepentimiento incluye el pedir perdón a Dios. No sería sincero nuestro arrepentimiento si pretendiésemos despreciar el modo ordinario establecido por Dios para perdonarnos.

ACTO DE CONTRICIÓN

EL ACTO DE CONTRICIÓN SE HACE REZANDO DE CORAZÓN EL «SEÑOR MIO JESUCRISTO…» (lo tienes en los Apéndices) O, MAS FÁCILMENTE, DICIENDO DE TODO CORAZÓN:
«Dios mío, yo te amo con todo mi corazón y sobre todas las cosas. Yo me arrepiento de todos mis pecados, porque te ofenden a Ti, que eres tan bueno. Señor, perdóname y ayúdame para que nunca más vuelva a ofenderte, que yo así te lo prometo». Y si quieres uno más breve para momentos de peligro: «Dios mío, perdóname, que yo te amo sobre todas las cosas». Además, este acto de contrición tan breve, te sirve también para cuando vayas a confesarte si no sabes el «Señor mío Jesucristo». Si sabes el acto de contrición largo, lo puedes hacer con devoción y consciente de lo que dices; pero si crees que no te va a salir bien, o lo vas a decir rutinariamente, más vale que repitas varias veces de corazón: «Dios mío, perdóname !Dios mío, perdóname!».
Pero además, este acto de contrición en tres palabras, puede servir también para que ayudes a bien morir a otras personas: parientes, conocidos o incluso desconocidos, si encuentras, por ejemplo, un accidente en la carretera. Aunque parezcan muertos, el oído es lo último que se pierde; y muchos que parecían muertos, después, cuando se recuperaron, dijeron que se habían enterado de todo lo que ocurrió, aunque ellos no podían decir una palabra ni mover un solo músculo de su cuerpo. Por eso, si alguna vez te encuentras en la carretera un accidente, no dudes en ponerte de rodillas en el suelo, aplicar tu boca a su oído y decirle por lo menos tres veces: «Dios mío, perdóname !Dios mío, perdóname! , Dios mío, perdóname!». Que si lo oye y lo acepta, le ayudas a que salve su alma. Y nadie en la vida le ha hecho mayor favor que tú, que en la hora de la muerte le ayudaste a ganar el cielo.
Debemos preocuparnos de ayudar a bien morir a los moribundos. Hoy está muy paganizado el sentido de la muerte, y muchas personas ante un accidente o un moribundo, se preocupan del médico, y muy pocos se preocupan de preparar el alma para la eternidad. Ocúpate tú si ves que nadie se acuerda de hacerlo. Ojalá que ayudes a bien morir a muchas personas. El día que te encuentres con ellos en el cielo verás cómo te lo agradecen; y sentirás felicidad por haber colaborado a la salvación de otros. Creo que con este acto de contrición, en tres palabras, te ayudo a que puedas enfrentarte con tranquilidad a la muerte, si en ese momento trascendental no tienes al lado un sacerdote que te perdone; y además puedes ayudar a otros a bien morir, y de esta manera colaborar a su salvación eterna. Cuando estuve en la Argentina, para la gran misión de Buenos Aires, en octubre de 1960, conocí el acto de contrición que allí se usa.
Me gustó mucho y lo transcribo aquí: «Pésame, Dios mío, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido. Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí; pero mucho más me pesa porque pecando ofendí a un Dios tan bueno y tan grande como Vos. Antes querría haber muerto que haberos ofendido; y propongo firmemente no pecar más, y evitar todas las ocasiones próximas de pecado. Amén».
También es un acto de contrición perfecta este precioso soneto: No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar, por eso, de ofenderte. Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, porque aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.
Este soneto, atribuido a distintos autores, según el conocido periodista Bartolomé Mostaza, se debe al doctor Antonio de Rojas, místico notorio del siglo XVII. Para hacer un acto de contrición no es necesario usar ninguna fórmula determinada. Basta detestar de corazón todos los pecados por ser ofensa a Dios. Cuando quieras hacer un acto de contrición perfecta también puedes hacerlo pensando en Cristo crucificado, y arrepintiéndote, por amor suyo, de tus pecados, ya que fueron causa de su Pasión y Muerte.
El acto de contrición es un acto de la voluntad. Puede estar bien hecho, aunque te parezca que no sientes sensiblemente lo que dices. Si quieres amar a Dios sobre todas las cosas y no volver a pecar, es lo suficiente. Pero debes querer que sea verdad lo que dices. No basta decir el acto de contrición sólo con los labios. Es necesario decirlo con todo el corazón. Es de capital importancia el saber hacer un acto de perfecta contrición, pues es muy frecuente tenerlo que hacer: son muchos los que a la hora de la muerte no tienen a mano un sacerdote que los confiese. Además, conviene hacer el acto de contrición todas las noches, después de haber hecho un breve examen de conciencia, añadiendo siempre el propósito de enmendarse y confesarse. No deberíamos olvidar nunca aquel admirable consejo: Pecador, no te acuestes nunca en pecado; no sea que despiertes ya condenado. Son más de los que nos figuramos los que se acuestan tranquilos y despiertan en la otra vida, muertos de repente. En la calle Capitán Arenas, de Barcelona, el 6 de marzo de 1972 a las tres de la madrugada se produjo una explosión de gas y se hundió un moderno edificio de muchas plantas. Murieron todos los vecinos. Lo mismo ha ocurrido repetidas veces en terremotos.

PROPÓSITO DE ENMIENDA
Propósito de enmienda es una firme resolución de no volver a pecar. El propósito brota espontáneamente del dolor. Si tienes arrepentimiento de verdad, harás el propósito de no volver a pecar. Dice el profeta Isaías: «Que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y Él tendrá piedad». Es absurdo decirse al pecar: después me arrepentiré. Si después piensas arrepentirte de verdad, para qué haces ahora lo que luego te pesará de haber hecho» Nadie se rompe voluntariamente una pierna diciendo: después me curaré. El propósito hay que hacerlo antes de la confesión, y es necesario que perdure (por no haberlo retractado) al recibir la absolución. El propósito tiene que ser universal, es decir, propósito de no volver a cometer ningún pecado grave. No basta que se limite a los pecados de la confesión presente. Y debe ser «para siempre». Sería ridículo que uno que ha ofendido a otro le dijera: «Siento lo ocurrido, pero me reservo el derecho de hacerlo otra vez, si me da la gana». Si no hay verdadero propósito de la enmienda, la confesión es inválida y sacrílega. No creas que tu propósito no es sincero porque preveas que volverás a caer. El propósito es de la voluntad; el prever es de la razón. Basta que tengas ahora una firme determinación, con la ayuda de Dios, de no volver a pecar. El temor de que quizás vuelvas después a caer no destruye tu voluntad actual de no querer volver a pecar. Y esto último es lo que se requiere. Para poder confesarse no hace falta estar ciertos de no volver a caer. Esta seguridad no la tiene nadie. Basta estar ciertos de que ahora no quieres volver a caer. Lo mismo que al salir de casa no sabes si tropezarás, pero sí sabes que no quieres tropezar.
Dice Juan Pablo II: Es posible que, aun en la lealtad del propósito de no volver a pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la debilidad actual susciten el temor de nuevas caídas; pero eso no va en contra de la autenticidad del propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada por la oración, de hacer lo que es posible para evitar la culpa. Pero no olvides que para que el propósito sea eficaz es necesario apartarse seriamente de las ocasiones de pecar, porque, dice la Biblia: «quien ama el peligro perecerá en él». Y si te metes en malas ocasiones, serás malo. Hay batallas que el modo de ganarlas es evitarlas. Combatir siempre que sea necesario, es de valientes; pero combatir sin necesidad es de estúpidos y fanfarrones. Si no quieres quemarte, no te acerques demasiado al fuego. Si no quieres cortarte, no juegues con una navaja de afeitar. Quien quiere verlo todo, oírlo todo, leerlo todo, es moralmente imposible que guarde pureza. Es necesario frenar los sentidos…, y la concupiscencia. La concupiscencia es una fiera insaciable. Aunque se le dé lo que pide, siempre quiere más. Y cuanto más le des, más te pedirá y con más fuerza. La fiera de la concupiscencia hay que matarla de hambre. Si la tienes castigada, te será más fácil dominarla. En las ocasiones de pecar hay que saber cortar cuanto antes. Si tonteas, vendrá un momento en que la tentación te cegará y llegarás a cosas que después, en frío, te parecerá imposible que tú hayas podido realizar. La experiencia de la vida confirma continuamente esto que te digo. Si el propósito no se extendiese también a poner todos los medios necesarios para evitar las ocasiones próximas de pecar, no sería eficaz, mostraría una voluntad apegada al pecado, y, por lo tanto, indigna de perdón. Quien, pudiendo, no quiere dejar una ocasión próxima de pecado grave, no puede recibir la absolución. Y si la recibe, esta absolución es inválida y sacrílega. Ocasión de pecado es toda persona, cosa o circunstancia, exterior a nosotros, que nos da oportunidad de pecar, que nos facilita el pecado, que nos atrae hacia él y constituye un peligro de pecar. Se llama ocasión próxima si lo más probable es que nos haga pecar; pues, ya sea por la propia naturaleza, ya por las circunstancias, en tales ocasiones la mayoría de las veces se peca. Hay obligación grave de evitar, si se puede, la ocasión próxima de pecar gravemente. De manera que quien se expusiera voluntaria y libremente a peligro próximo de pecado grave, aunque de hecho no cayese en el pecado, pecaría gravemente por exponerse de esa manera, sin causa que lo justifique. La ocasión próxima de pecar se diferencia de la ocasión remota en que esta última es poco probable que nos arrastre al pecado. Si la ocasión de pecado es necesaria y no se puede evitar, hay que tomar muy en serio el poner los medios para no caer. Para esto consultar con el confesor. Jesucristo tiene palabras muy duras sobre la obligación de huir de las ocasiones de pecar. Llega a decir que si tu mano te es ocasión de pecado, te la cortes; y que si tu ojo es ocasión de pecado, te lo arranques; pues más vale entrar en el Reino de los Cielos manco o tuerto, que ser arrojado con las dos manos o los dos ojos en el fuego del infierno. Una persona que tiene una pierna gangrenada se la corta para salvar su vida. Vale la pena sacrificar lo menos para salvar lo más. Evitar un pecado cuesta menos que desarraigar un vicio. Esto es a veces muy difícil. Es mucho más fácil no plantar una bellota que arrancar una encina.
Los actos repetidos crean hábito y pueden esclavizar. Dice el proverbio latino: Gutta cavat petram, non semel sed saepe cadendo. La gota de agua, a fuerza de caer, termina por horadar la piedra.
Para apartarse con energía de las ocasiones de pecar, es necesario rezar y orar: pedirlo mucho al Señor y a la Virgen, y fortificar nuestra alma comulgando a menudo.

DECIR LOS PECADOS AL CONFESOR
Al confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión individual bien hecha; y en orden a obtener la absolución. No tendría carácter de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a callar, etc. . Antes de empezar la confesión el sacerdote puede leer al penitente, o recordarle, algún texto o pasaje de la Sagrada Escritura en que se muestre la misericordia de Dios y la llamada del hombre a la conversión. Dijo el Papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1981: «Sigue vigente y seguirá vigente para siempre, la enseñanza del Concilio Tridentino en torno a la necesidad de confesión íntegra de los pecados mortales». Es indispensable manifestar los pecados con toda sinceridad y franqueza, sin intención de ocultarlos o desfigurarlos. Si confesamos con frases vagas o ambiguas con la esperanza de que el confesor no se entere de lo que estamos diciendo, nuestra confesión puede ser inválida y hasta sacrílega. Al confesor hay que manifestarle con claridad los pecados cometidos para que él juzgue el estado del alma según el número y gravedad de los pecados confesados. La absolución exige, cuando se trate de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados. El confesor debe conocer las posibles circunstancias atenuantes o agravantes, y también las posibles responsabilidades contraídas por ese pecado. También hace falta que el penitente esté en presencia del confesor. No es válida la confesión por teléfono. Si queda olvidado algún pecado grave, no importa; pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después me acuerdo, tengo que declararlo en otra confesión. Mientras tanto, se puede comulgar. Y no es necesario confesarse únicamente para decirlo, porque ya está perdonado. Pero si la confesión estuvo mal hecha, es necesario confesar de nuevo todos esos pecados graves, en otra confesión bien hecha. En alguna circunstancia excepcional se justifica el callar un pecado grave en la confesión: una vergüenza invencible de decirlo a un determinado confesor, por ejemplo, por la amistad que se tiene con él y no ser posible acudir a otro; si peligra el secreto, porque hay alguien cerca que puede enterarse, y no hay modo de evitarlo (sala de un hospital, confesonario rodeado de gente, etc.). Pero ese pecado grave, ahora lícitamente omitido, hay obligación de manifestarlo en otra confesión. Si en alguna ocasión quieres confesarte y no encuentras un sacerdote que entienda el español, o tú no puedes hablar, basta que le des a entender el arrepentimiento de tus pecados, por ejemplo, dándote golpes de pecho . Tu gesto basta para que el sacerdote te dé la absolución. Pero estos pecados así perdonados, tienes que manifestarlos la primera vez que te confieses con un sacerdote que entienda el idioma que tú hablas. Recientemente la Sagrada Congregación de la Fe ha publicado un documento en el que se dan normas sobre la manifestación individual de los pecados en la confesión, y circunstancias en las que puede darse la absolución colectiva: «La confesión individual y completa, seguida de la absolución, es el único modo ordinario mediante el cual los fieles pueden reconciliarse con Dios y con la Iglesia.
«A no ser que una imposibilidad física o moral les dispense de tal confesión».
«Es lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente, confesados sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al arrepentimiento, cuando visto el número de penitentes, no hubiera a disposición suficientes sacerdotes para escuchar convenientemente la confesión de cada uno en un tiempo razonable, y por consiguiente los penitentes se verían obligados, sin culpa suya, a quedar privados por largo tiempo de la Gracia Sacramental o de la Sagrada Comunión».
Estas condiciones, según algunos, son necesarias para la validez del sacramento, pero los fieles que reciben la absolución colectiva siempre pueden quedar tranquilos, pues Dios suple, ya que ellos pusieron todo de su parte. Hay un principio teológico que dice: Al que hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia. Es el Obispo diocesano quien debe juzgar de esta conveniencia. Bien pidiéndole permiso previamente, bien comunicándoselo después, si no hubo tiempo de pedirle antes permiso. El 18 de noviembre de 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó un documento, aprobado por la Santa Sede, en el que declara que hoy en España no existen circunstancias que justifiquen la absolución sacramental general. Y el arzobispo de Oviedo, D. Gabino Díaz Merchán, dijo a los sacerdotes del Arciprestazgo de Avilés-Centro, que las absoluciones colectivas, sin cumplir las condiciones dadas por la Iglesia, son ilícitas e inválidas. La razón es que el ministro que confecciona el sacramento tiene que tener intención de hacer lo que quiere hacer la Iglesia, y la Iglesia no quiere que se administre el sacramento de la penitencia fuera de las condiciones que ella ha puesto. Quienes hayan recibido una absolución comunitaria de pecados graves deben después confesarse individualmente antes de recibir de nuevo otra absolución colectiva, y, en todo caso, antes del año, a no ser que, por justa causa, no les sea posible hacerlo. Los fieles que quieran beneficiarse de la absolución colectiva, por estar debidamente dispuestos, deben manifestar mediante algún signo externo que quieren recibir dicha absolución, por ejemplo, arrodillándose, inclinando la cabeza, etc.. Un caso concreto de aplicación de la absolución colectiva sería en peligro de muerte colectiva e inminente, sin tiempo de oír en confesión a cada uno, por ejemplo, momentos antes de estrellarse un avión averiado.

LOS PECADOS VENIALES
Los pecados veniales no es necesario decirlos, pero conviene. La fiebre, aunque sean sólo unas décimas, es señal de que algo va mal en el organismo. El mal siempre hay que combatirlo, aunque no sea grave. En el hospital declaras al médico no sólo las cosas graves, sino también las leves; no sea que se compliquen. Hazlo así al sacerdote para que cure tu alma. Además de los pecados graves, hay que decirle al confesor cuántas veces se han cometido, y si hay alguna circunstancia agravante que varíe la especie o malicia del pecado. El Concilio de Trento dice que «por derecho divino es necesario para el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que se acuerde después de un diligente y debido examen, y las circunstancias agravantes que cambian la especie del pecado». No es necesario que cuentes la historia del pecado, pero sí tienes que decir las circunstancias agravantes que varíen la especie o malicia del pecado. Una circunstancia varía la especie o malicia de un pecado, si convierte en grave lo que es leve, o lo opone a distintas virtudes o mandamientos.
Por ejemplo: no es lo mismo asesinar a un hombre cualquiera que al propio padre. En el primer caso se peca contra el quinto mandamiento, que manda respetar la vida del prójimo.
En el segundo caso se peca, además, contra el cuarto, que manda honrar a nuestros padres.
Las circunstancias pueden cambiar la moralidad de una acción. Nunca las circunstancias pueden hacer buena una acción que de suyo es mala; pero pueden hacer mala una acción que era buena, o hacer peor una acción que ya era de suyo mala. Las circunstancias agravantes de tu pecado tienes que manifestarlas, si al cometerlo advertiste su malicia especial. También hay circunstancias atenuantes que disminuyen la gravedad del pecado. Por eso no te extrañe que el confesor te pregunte sobre tus pecados; porque debe conocer cuántos y en qué circunstancias cometiste esos pecados que él va a perdonarte. El sacerdote debe ayudarte a hacer una confesión íntegra y a que tu arrepentimiento sea sincero. Debe también darte consejos oportunos e instruirte para que lleves una vida cristiana.

LAS PRINCIPALES CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES O ATENUANTES SON:
– Quién: adulterio, si uno de los dos es casado.
– Qué: robar mil pesetas o un millón.
– Cómo: robar con violencia.
– Cuándo: blasfemar en la misa.
– Dónde: pecar en público, con escándalo de otros.
– Porqué: insultar para hacer blasfemar.
Los pecados dudosos -como ya dijimos en el número 61- no es obligatorio confesarlos, pero conviene hacerlo para más tranquilidad. Los pecados ciertos debes confesarlos como ciertos; y los dudosos, como dudosos. Si confesaste, de buena fe, un pecado grave como dudoso y después descubres que fue cierto, no tienes que acusarte de nuevo, pues la absolución lo perdonó tal como era en realidad. Para que haya obligación de confesar un pecado grave debe constar que ciertamente se ha cometido y ciertamente no se ha confesado. Al confesor conviene decirle también cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te confesaste. Esto es conveniente decirlo al empezar la confesión.

CALLAR VOLUNTARIAMENTE

EL QUE CALLA VOLUNTARIAMENTE EN LA CONFESIÓN UN PECADO GRAVE, HACE UNA MALA CONFESIÓN, NO SE LE PERDONA NINGÚN PECADO, Y, ADEMÁS, AÑADE OTRO PECADO TERRIBLE, QUE SE LLAMA SACRILEGIO.
Todas las confesiones siguientes en que se vuelva a callar este pecado voluntariamente, también son sacrílegas. Pero si se olvida, ese pecado queda perdonado, porque pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después uno se acuerda, tiene que manifestarlo diciendo lo que pasó. Para que haya obligación de confesar un pecado olvidado, hacen falta tres cosas: estar seguro de que:
a) el pecado se cometió ciertamente.
b) que fue ciertamente grave.
c) que ciertamente no se ha confesado.
Si hay duda de alguna de estas tres cosas, no hay obligación de confesarlo. Pero estará mejor hacerlo, manifestando la duda.

QUIEN SE CALLA VOLUNTARIAMENTE UN PECADO GRAVE EN LA CONFESIÓN, SI QUIERE SALVARSE, TIENE QUE REPETIR LA CONFESIÓN ENTERA Y DECIR EL PECADO QUE CALLÓ, DICIENDO QUE LO CALLÓ DÁNDOSE CUENTA DE ELLO.
Los que han tenido la desgracia de hacer una confesión sacrílega, y desde entonces vienen arrastrando su conciencia, de ninguna manera pueden seguir en ese horrible estado. No desconfíen de la misericordia de Dios. Acudan a un sacerdote prudente, que les acogerá con todo cariño. Bendecirán para siempre el día en que quitaron de su alma ese enorme peso que la atormentaba. Además, el confesor no se asusta de nada, porque, por el estudio y la práctica que tiene de confesar, conoce ya toda clase de pecados. Es una tontería callar pecados graves en la confesión por vergüenza, porque el confesor no puede decir nada de lo que oye en confesión. Aunque le cueste la vida callar el secreto. Ha habido sacerdotes que han dado su vida antes que faltar al secreto de confesión. Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental. Es pecado ponerse a escuchar confesiones ajenas. Los que, sin querer, se han enterado de una confesión ajena no pecan; pero tienen obligación de guardar secreto. Es curioso que los mismos que ponen dificultades en decir sus pecados al confesor los propagan entre sus amigos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor son pecados; y esto es humillante. Por eso para confesarse hay que ser muy sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien. Nunca calles voluntariamente un pecado grave, porque tendrás después que sufrir mucho para decirlo, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más tardes, y si no lo dices, te condenarás. Si tienes un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero. Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión. El confesor será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio. Además de perdonarte los pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte, etc. Pregúntale las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Dile todo lo que se te ocurra con confianza. Te guardará el secreto más riguroso. Los sacerdotes estamos aquí para que los hombres, por nuestro medio, encuentren su salvación en Dios. El perdón de un pecado que, desde el punto de vista sociológico, acaso no tiene gran transcendencia, es en realidad más importante que todo cuanto podamos hacer para mejorar la existencia de los hombres. Hasta Nietzshe, a pesar de su violentísimo anticristianismo, decía que el sacerdote es una víctima sacrificada en bien de la humanidad. El sacerdote guía a la comunidad cristiana con la predicación de la palabra de Dios, con sus consejos, con sus orientaciones, con su actitud de diálogo, de acogida, de comprensión, con su fidelidad a Jesucristo. El sacerdote es, ante todo, un educador.
Dice Juan Pablo II, en su libro Don y Misterio, citando San Pablo, que el sacerdote es administrador de los misterios de Dios: El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas .
Cuenta el historiador José de Sigüenza hablando de Fray Hernando de Talavera, Primer Arzobispo de Granada, que la reina Isabel la Católica lo llamó para confesarse con él. Era la primera vez que lo hacía con él. Habían preparado dos reclinatorios, pero el obispo se sentó. Le dijo la reina:
– Ambos hemos de estar de rodillas.
Pero el confesor contestó:
– No, Señora. Vuestra Alteza sí debe estar de rodillas, para confesar sus pecados; pero yo he de estar sentado, porque éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí representándolo.
Calló la reina y se confesó de rodillas. Después dijo:
– Éste es el confesor que yo buscaba.

CUMPLIR LA PENITENCIA
Cumplir la penitencia es rezar o hacer lo que el confesor me diga. La exhortación pontificia de Juan Pablo II Reconciliación y Penitencia (31,3) dice que las obras de satisfacción deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación. Si no sé o no puedo cumplirla, debo decírselo al confesor para que me ponga una penitencia distinta. La penitencia se llama también satisfacción, pues de algún modo quiere expresar nuestra voluntad de reparación a la Iglesia del daño que le hemos producido al pecar, convirtiéndonos en miembros cancerosos del Cuerpo Místico de Cristo . Cumplir la penitencia es también expresión de nuestra voluntad de conversión cristiana. La penitencia hay que cumplirla en el plazo que diga el confesor. Si el confesor no ha fijado el tiempo, lo mejor es cumplirla cuanto antes, para que no se nos olvide; pero se puede cumplir también después de comulgar; y también confesarse de nuevo antes de haberla cumplido, con tal de que haya intención de cumplirla. Si la penitencia no se cumple por olvido involuntario, no hay que preocuparse; los pecados quedan perdonados. Pero si no se cumple culpablemente, aunque los pecados quedan perdonados, se comete un nuevo pecado mortal o venial, según que la penitencia fuera grave o leve. Penitencia grave es la que normalmente corresponde a pecados graves . Si después de la confesión no recuerdas la penitencia que te puso el confesor, o no puedes cumplirla, lo dices así en la próxima confesión. En caso de no acordarte qué penitencia te puso el confesor, puedes rezar o hacer lo que en otras confesiones parecidas te impusieron. La penitencia es siempre muy pequeña comparada con nuestros pecados Pero, a pesar de ser tan pequeña, es suficiente, porque participamos de lo que se llama la Comunión de los Santos: todos los que pertenecemos a la Iglesia Católica formamos como una gran familia -que se llama el Cuerpo Místico de Cristo (Ver nº 41)- en la cual todos los bienes espirituales son comunes.  Cristo da fruto para todos». Todos nos beneficiamos de los bienes, dones y gracias que cada uno ha recibido de Dios. Por lo tanto, cada uno puede gozar del gran tesoro espiritual formado con los méritos de Jesucristo, de la Virgen y de todos los Santos que están en el cielo, y con las buenas obras de los católicos. La Iglesia hace uso de los méritos de este gran tesoro espiritual, al concedernos las indulgencias.

INDULGENCIAS
La Iglesia condena a quienes afirmen que la Iglesia no tenga potestad para concederlas o que éstas no sean útiles. La práctica de las indulgencias se fundamenta en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo. Las indulgencias son la remisión de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa. Según la Teología católica, todo pecado grave da origen, en quien lo comete, a una culpa y a una pena. La culpa se borra con la absolución del confesor. La pena ha de ser pagada con el sufrimiento en el purgatorio o con las buenas acciones en esta vida. Aquí entra la aplicación de las indulgencias con las cuales se perdona a los católicos, que cumplen ciertas condiciones, la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa. Es como borrar la cicatriz de la herida que el pecado ha dejado en el alma.

CON LAS INDULGENCIAS PODEMOS AYUDAR A LOS DIFUNTOS
El primero de enero de 1967, Pablo VI publicó una Constitución Apostólica sobre la reforma de las indulgencias. Se ha suprimido el antiguo modo de hablar de trescientos días, siete años, etc., que se refería a los días de penitencia pública que tenían que hacer los pecadores, en los primeros siglos de la Iglesia, antes de recibir la absolución de sus pecados graves. El nuevo documento se puede resumir en las siguientes normas:
1) Las indulgencias se dividen en parciales y plenarias.
2) El fiel que con corazón contrito realice una acción que tenga indulgencia parcial obtendrá además del mérito que produce esa acción, otro idéntico, por intervención de la Iglesia. Es decir, que merece el doble.
3) La indulgencia plenaria sólo se puede ganar una vez al día, salvo en caso de peligro de muerte.
4) Para adquirir la indulgencia plenaria, además de realizar la acción indulgenciada, y de que no exista por parte del fiel ningún afecto o adhesión al pecado incluso venial, hay que cumplir tres condiciones: confesión sacramental, comunión eucarística y rezo de una oración por las intenciones del Papa. La confesión puede hacerse varios días antes o después de cumplir la obra prescrita. La comunión puede hacerse desde la víspera a la octava. Una sola confesión sirve para ganar varias indulgencias plenarias. En cambio, con una sola comunión y una sola oración por las intenciones del Papa, únicamente se puede conseguir una sola indulgencia plenaria. La oración por el Papa basta que sea un Padrenuestro con un Avemaría y Gloria.
Según esta reforma de las indulgencias, las indulgencias plenarias que se pueden ganar, una al día, en las condiciones ordinarias, se han reducido a cuatro:
a) Ejercicio del Vía-Crucis.
b) Rezo del Rosario ante el sagrario o en común.
c) Media hora de adoración al Santísimo Sacramento.
d) Media hora de lectura de la Biblia.
Si no se cumplen las condiciones debidas, o falta la buena disposición, la indulgencia será solamente parcial. Aquellos fieles que, por motivos personales o de lugar, no puedan confesar ni comulgar, podrán obtener la indulgencia si se proponen cumplir lo antes posible estos dos requisitos. Las indulgencias tanto parciales como plenarias pueden ser siempre aplicadas a los difuntos a modo de sufragio. Se puede ganar una indulgencia plenaria aplicable a los difuntos aunque no se haya logrado el desafecto al pecado antes indicado. En el momento de la muerte, cualquier fiel, debidamente dispuesto espiritualmente, podrá ganar la indulgencia plenaria, aunque carezca en aquel momento de un sacerdote que pueda impartírsela, con tal que durante su vida haya rezado habitualmente alguna oración. Es una obra de caridad para con las almas del purgatorio el ganar para ellas indulgencias plenarias.

EN ÚLTIMO CASO, SI UNO NO SABE LO QUE TIENE QUE HACER PARA CONFESARSE BIEN, PUEDE DECIR AL CONFESOR: «PADRE, AYÚDEME USTED».
Al confesor se le dicen las cosas con sinceridad, tal como uno las siente en la conciencia. Pero, si no te atreves porque te da vergüenza, le puedes decir al confesor que tienes vergüenza, y el Padre te ayudará con todo cariño. Y si te acuerdas de algún pecado que hayas cometido, aunque el confesor no te lo pregunte, díselo tú para que te lo perdone. Mientras el sacerdote te da la absolución y te bendice, reza el Señor mío Jesucristo  y si no lo sabes, date golpes de pecho diciendo varias veces con toda tu alma: Dios mío, perdóname! Dios mío, perdóname!… En la confesión se perdonan todos los pecados que nosotros hemos cometido después del bautismo, por muy grandes que sean, con tal que se digan con arrepentimiento y propósito de la enmienda; pero no el pecado original.


JorgeLoring

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