Los poderes de este
mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia.
Por: P. José María Iraburu | Fuente: InfoCatolica.com
Por: P. José María Iraburu | Fuente: InfoCatolica.com
Los poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo,
alejándose de Cristo y de la Iglesia. «No
queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Lo tienen muy claro. Pero
ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del diablo. Éstos
«son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio vientre y ponen
su corazón en las cosas terrenas»; en cambio los cristianos nos reconocemos
«ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp
3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu Santo, permanecemos
en la súplica permanente del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino».
«Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» Así se
titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani (1899-1981), grandísimo
escritor, traductor y comentador de El Apokalipsis de San Juan (1963).
Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él para reafirmar la fe y la
esperanza en la Parusía. Se quejaba él con razón de que el segundo Adviento
glorioso de Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo,
estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la
predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar
toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede conocer a Cristo
si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si Cristo no resucitó,
nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo fue un fracasado» (Domingueras
prédicas, 1965, III dom. Pascua).
Comencemos por recordar que hay muchas
esperanzas falsas, y una sola verdadera.
NO
TIENEN VERDADERA ESPERANZA
–aquéllos que diagnostican como leves los
males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren
ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles en la esperanza, niegan la
gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y
así vienen a estimar más conveniente –más optimista– decir «vamos bien».
–Tampoco tienen esperanza verdadera aquellos
que se atreven a anunciar «renovaciones primaverales» de la Iglesia,
estilos pastorales profundamente mejorados, si no insisten suficientemente en
el reconocimiento humilde de los pecados presentes y en la conversión
y penitencia que nos libran de ellos.
–Falsa es la esperanza de quienes la ponen en
medios humanos, y reconociendo a su modo los males que sufrimos en la
Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, litúrgicas y
disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial», que no temen
romper con tradiciones mantenidas durante veinte siglos. Ellos se consideran a
sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica,
los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez intentan conseguir
por medios humanos –grupos de presión, nuevos métodos y consignas,
organizaciones y campañas, una y otra vez cambiados y renovados–, aquello que
sólo puede lograrse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y
de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes.
–No esperan de verdad la victoria «próxima»
de Cristo Rey aquellos que pactan con el mundo, haciéndose
cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o que incluso están de
acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles a los grandes
Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden Nuevo sin Dios y
contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza de la Parusía
inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque aparenten
oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden ante
ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor,
van llevando al pueblo, un pasito detrás de los enemigos del Reino, a los mayores
males.
–No tienen esperanza quienes no creen en la
fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no llaman a conversión, como no
sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la posibilidad del infierno.
Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo en su gran
mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane normalmente el matrimonio
con la anticoncepción, que dé su voto a partidos políticos abortistas, etc. No
piensan siquiera en llamar a conversión a los propios cristianos –mucho menos
aún a los paganos–, porque estiman irremediables los males arraigados en el
presente. «¿Cómo les vas a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, la
esperanza en la fuerza de su gracia, y en la bondad potencial de los hombres
asistidos por Cristo, ellos no piden nada, y por tanto, no dan el
don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los feligreses
sencillos, a los cristianos dirigentes, a los no-creyentes. No llaman a conversión,
porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como
irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan
de pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos
desesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!
TIENEN
VERDADERA ESPERANZA
–los que reconocen los males del mundo y del
pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos.
Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien
es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras
o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y
simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».
–Los que tienen esperanza predican al pueblo
con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la
mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del
culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y
verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de la disciplina
eclesial.
Se atreven a predicar así el Evangelio porque
creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo
de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt
3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia
misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del mundo, procuran evangelizar no
solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos paganizados, lo que exige
de Dios un milagro doble.
–Tienen esperanza aquellos que esperan la venida
gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (Flp
3,20-21), los que saben que «es preciso que Él reine hasta poner a todos sus
enemigos bajo sus pies», sometiendo a su autoridad en la Parusía a todo lo que
existe, a todo poder mundano y toda realidad, y sujetándolo al Padre celestial,
de tal modo que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,15,25-29).
* * *
«Todos
los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap
15,4). El «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está
viva de verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son
muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles
son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan
poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que
están profundamente mundanizadas?…
Nuestras
esperanzas no son otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas
Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran
una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia,
Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is
60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc
13,29; Rm 15,12; etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un
solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará
grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia: «Grandes y
maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos
tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará
gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse
en tu presencia» (Ap 15,3-4).
Siendo ésta la altísima esperanza de los
cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, no nos
asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni ponemos nuestra
esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que gobiernan el mundo, ni
tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho ruido, van realizando
cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos de la Bestia mundana,
azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap
12,12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo
ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación
de establecer complicidades oscuras con este mundo de pecado.
«Estas cosas os las he dicho para que tengáis
paz en mí. En el mundo habéis de tener combates; pero confiad: yo he vencido
al mundo» (Jn 16,33). «Vengo pronto, mantén con firmeza lo que
tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12). «Vengo pronto y
traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12).
«Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20).
* * *
Una
vez más son hoy los Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas
de la Iglesia. Son ellos los que, fieles a su vocación,
«confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por
Cristo, son fieles a las Escrituras, a la fe y a la esperanza de la Tradición
católica. Y mantienen la fe en las promesas de Cristo con muy pocos apoyos de los
predicadores y autores católicos actuales.
León XIII enseña:
«Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a
los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de
nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser
colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán seguramente quienes
estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más
para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y
absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando
bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la
predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este
mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia,
en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma
benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un
solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis,
1894).
San Pío X, de
modo semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar
todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se han amotinado las
gentes contra su Autor y que traman las naciones planes vanos” (Sal 2,1).
Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: “apártate
de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la
reverencia hacia el Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder
supremo en las costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura
con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca
totalmente.
«Quien
reflexione sobre estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad
de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar
para el último tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien
habla el Apóstol, ya habita en este mundo” (2Tes 2,3)… Se pretende
directa y obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre
Dios y el hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo
Apóstol. El hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios,
exaltándose sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha
consagrado a sí mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que
todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándo como si fuese Dios
(ib. 2,4).
«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana
puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El
mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus
enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo”
(46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo
esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc. Supremi Apostolatus
Cathedra, 1903).
* * *
Cristo
vence, reina e impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin
apenas enterarnos de ello– que Cristo
«vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No
sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo
nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones;
teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y
misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y
en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener
alguna duda sobre la realidad del actual gobierno providente del Señor y
sobre la plena victoria final del Reino de Cristo sobre el mundo?
Reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza. La
secularización, la complicidad con el mundo, el horizontalismo inmanentista, la
debilitación y, en fin, la falsificación del cristianismo proceden hoy en gran
medida del silenciamiento y olvido de la Parusía. Sin la esperanza
viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en la
apostasía. En el Año litúrgico de la Iglesia la solemnidad de Cristo Rey
precede a la celebración gozosa de su Adviento: del primero, que ya fue en la
humildad y la pobreza, y del segundo, que se producirá en gloria y en poder
irresistible.
José
María Iraburu, sacerdote
Añado
como apéndice un formidable texto de Orígenes (185-253),
gran teólogo alejandrino, que mientras la Iglesia sufría, y él con ella, la
durísima persecución del emperador Decio, escribía este texto tan lleno de
esperanza, que hoy reproduce la Liturgia de las Horas como lectura para
la solemnidad de Cristo Rey (Sobre la oración, cp. 25).
«Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el
reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está
allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está
cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando
pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios,
que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya
perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que
éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una
ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo
reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del
Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.
«Este reino de Dios que está dentro de nosotros
llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo
que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus
enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para
todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se
hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los
cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.
«Con respecto al reino de Dios, hay que tener
también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las
tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de
acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y
el reino del pecado.
«Por consiguiente, si queremos que Dios reine en
nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro
cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en
nosotros y fructifiquemos por el Espíritu. De este modo, Dios se paseará
por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él
solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella
virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos
que y en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos
a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las
fuerzas.
«Todo esto puede realizarse en cada uno de
nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la
nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser,
corruptible, debe vestirse de santidad y de incorrupción, y este
nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del
Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así,
reinando Dios en nosotros, comencemos a disfrutar de los bienes de la
regeneración y de la resurrección».
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