Llevo ya un buen número de
años de sacerdote, y jamás se me ha ocurrido pensar que la castidad que vivo
haya sido para mí una «carga inhumana» Es
más, la considero una auténtica liberación de tantas cosas que me hubieran
impedido llevar a cabo, con alegría, paz y dedicación completa, la labor
sacerdotal.
Ernesto Juliá – 23/11/17 7:16 PM
En la recensión de una novela
escrita por un sacerdote, que debe tener algo que ver con la vida de algún otro
sacerdote, la autora se hace la siguiente pregunta:
«¿Qué sabemos de
sus conflictos con una (inhumana) castidad exigida de forma permanente y causa
de la mayor parte de los males de la Iglesia?».
Ciertamente me parece muy osado -y por supuesto, un
juicio falso- cargar sobre la castidad que se nos pide vivir a los
sacerdotes, la «mayor
parte de los males de la Iglesia».
Hace apenas unas semanas me enteré de la carta de la
esposa de un antiguo pastor anglicano, hoy sacerdote católico,
ordenado sacerdote excepcionalmente y con todos los permisos oportunos, en la esta mujer rompe una lanza en favor de que
los sacerdotes sean hombres no casados.
Llevo ya un buen número de
años de sacerdote, y jamás se me ha
ocurrido pensar que la castidad que vivo haya sido para mí una «carga inhumana»
Es más, la considero una auténtica liberación de tantas cosas que me
hubieran impedido llevar a cabo, con alegría, paz y dedicación completa, la
labor sacerdotal.
Aunar en un mismo corazón
cuerpo y espíritu es el fruto más maravilloso de la castidad que se nos pide a
los sacerdotes, y a la que hemos dicho que sí libremente. «Allí donde está nuestro tesoro, allí está nuestro
corazón». Y nuestro tesoro está en servir a todos los hombres y a todas
las mujeres que nos encontramos en nuestro caminar; y en ese servicio,
manifestarles el amor que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre les tiene, y
dar así gloria a Dios.
Dios, que conociéndonos bien
como hombre, y hombres sanos y en plenitud de nuestras facultades, si nos pide
vivir la castidad, sabe que nos pide nada imposible, y que con su Gracia la
podemos vivir con serenidad y paz. Y Él sabe mejor que nadie, que no nos está
pidiendo nada imposible, y, por supuesto, nada «inhumano».
Y vivir la castidad en el sacerdocio no comporta ninguna renuncia. Al poner
toda nuestra capacidad de amar a Dios y de amar a los demás, encauzamos las
fuerzas de nuestro cuerpo, hormonas, sistema nervioso y emocional
incluidos, y de nuestro espíritu, en el servicio a todas las personas.
Es posible -casi diría que es
seguro-, que la autora de esa recensión no conozca muy bien los verdaderos
males que pueden afectar, y afectan, a la vida de la Iglesia; y piense que, por
ejemplo, los penosos casos de pederastia en los que han incurrido -pecado-
algunos sacerdotes, muy pocos si se tiene en cuenta el total de sacerdotes que
vivimos en este mundo, hayan sido el fruto de esa «inhumana castidad» que,
según la autora, se les ha «impuesto» sobre
la cabeza.
Y otra vez, nada más falso. La pederastia ha echado raíces, mucho más
profundas y muchísimo más extensas, en hombres y mujeres que viven una
sexualidad sin límites de castidad alguna: homosexuales, lesbianas,
heterosexuales, bisexuales, etc., etc.; y por supuesto en hombres y mujeres
casados, solteros y viudos; de más o menos edad, y de todos los niveles de la
sociedad.
Esa «inhumana castidad» que ve la
autora de la recensión es un auténtico don de Dios, un regalo de la mirada
maternal de la Virgen María, que nos da fuerza y aliento a los sacerdotes para
enfrentarnos con las situaciones más engorrosas que se puedan presentar en las
relaciones de hombres y mujeres; y nos lleva a mirar cualquier situación con la
esperanza de servir a Cristo en su obra de Redención.
Y no da, además, la
perspectiva hará animar a los que caen, ayudar a los que se tambalean, y
levantar del fango a quienes están a punto de ahogarse en la ciénagas del
camino. Confiando en la Gracia de Dios
no tenemos ningún miedo a mancharnos en las suciedades «inhumanas»
del mundo. Con nuestra castidad, vivida sabiéndonos plenamente
sexuados, no nos contaminan. Dios purifica nuestro espíritu, y nos sostiene.
Ernesto Juliá, sacerdote
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