«Todos los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en
tu presencia». El corazón de la Iglesia en
este domingo, fiándose de esa profecía, está pleno de una esperanza
absolutamente cierta… ¿Pero está verdaderamente viva la fe de esta esperanza en
la mayoría de los cristianos de hoy?… Son muchos los que dan por derrotada a la
Iglesia en la historia del mundo.
Sin embargo, nuestras esperanzas son las mismas promesas de Dios en las
Sagradas Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia,
Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Is 60 y
otros profetas; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; etc.). El mismo Cristo nos asegura
que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). Y que, finalmente, resonará
grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia:
«Grandes y
maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos
tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará
gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a
postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).
Siendo ésta la ciertísima
esperanza de los cristianos, no tenemos
ante el mundo ningún complejo de inferioridad, sino que lo vemos con inmensa
compasión. No nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus
halagos, y tampoco nos atemorizan los ataques de la Bestia, potenciada por el
Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap
12,12). Los cristianos sabemos con toda certeza que el Príncipe de este mundo
ha sido definitivamente vencido por Cristo. Por eso no queremos ser cómplices
del mundo. «Nosotros somos de Dios, mientras que el
mundo entero está bajo el Maligno» (1Jn 5,19). Que la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (Vat. II, LG
48; AG 1), con la fuerza salvadora de Cristo, evangelice a todos los
que hoy dicen: «no queremos que Él reine sobre
nosotros» (Lc 19,14). Que todos busquemos la salvación en el único
Salvador que Dios ha dado al mundo: «venga a nosotros
tu Reino» (Lc 11,2); «ven, Señor Jesús»
(Ap 22,20).
* * *
Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin enterarnos de ello– que
Cristo «vive
y reina por los siglos de los siglos. Amén». No
sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero
habiéndosele dado a Cristo resucitado, en su ascensión a los cielos, «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt
28,18); siendo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo,
pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa,
estamos bien seguros de la victoria final de Cristo, que todo lo sujetará a su
imperio benéfico.
Reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza. La secularización, la
mundanización, es decir, la complicidad con el mundo, el horizontalismo
inmanentista, la debilitación y la falsificación del cristianismo proceden hoy
del silenciamiento y olvido de Cristo
Rey hoy, y mañana Rey en la Parusía. Sin la esperanza viva en la segunda
Venida gloriosa de Jesucristo, único Rey y Salvador del mundo, los cristianos
malviven defraudados, y caen en la apostasía. Para evitar la persecución del
mundo esconden su identidad cristiana, y acaban por renegar de ella.
* * *
ACTO DE CONSAGRACIÓN DEL GÉNERO HUMANO A JESUCRISTO
REY
Enchiridion
Indulgentiarum, nº 27. La versión española que sigue es la
publicada en 1995, hoy vigente, y traduce el texto original latino de 1986.
«Jesús dulcísimo, Redentor del género humano, míranos arrodillados
humildemente en tu presencia. Tuyos somos y tuyos queremos ser; y para estar
más firmemente unidos a ti, hoy cada uno de nosotros se consagra
voluntariamente a tu Sagrado Corazón. Muchos nunca te han conocido; muchos te
han rechazado, despreciando tus mandamientos. Compadécete de unos y de otros,
benignísimo Jesús, y atráelos a todos a tu Sagrado Corazón.
«Reina, Señor, no sólo sobre
los que nunca se han separado de ti, sino también sobre los hijos pródigos que
te han abandonado. Haz que vuelvan pronto a la casa paterna, para que no mueran
de miseria y de hambre. Reina sobre aquellos que están extraviados por el error
o separados por la discordia, y haz que vuelvan al puerto de la verdad y a la
unidad de la fe, para que pronto no haya más que un solo rebaño y un solo
pastor.
«Concede, Señor, a tu Iglesia
una plena libertad y seguridad. Concede a todo el mundo la tranquilidad del
orden. Haz que desde un extremo al otro de la tierra no se oiga más que una
sola voz: Alabado sea el Divino Corazón, por quien nos ha venido la salvación.
A él la gloria y el honor por los siglos. Amén.
«Al fiel cristiano que rece
piadosamente el precedente acto de consagración
del género humano a Jesucristo Rey se
le concede indulgencia parcial. La indulgencia será plenaria si
este acto se reza públicamente en la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo
Rey».
Atención, párrocos.
José María Iraburu, sacerdote
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