¿Hay que rezar por
los que mueren en pecado grave y podrían haberse condenado?
Está
establecido que los hombres mueran una sola vez y luego viene el juicio (Hb 9, 27). Y
en este juicio particular cada uno recibe conforme a lo que hizo durante su
vida mortal (2 Co 5, 10).
La doctrina cristiana siempre
ha dicho claramente que cada quien cosechará en la eternidad lo que en
esta vida temporal habrá sembrado.
Ante todo, tengamos en cuenta
una gran verdad: “Dios no predestina a nadie al
Infierno” (Catecismo 1037). La Voluntad de Dios es que todos los hombres
lleguen a disfrutar de la salvación, de la Visión Beatífica.
Para que alguien realmente se
condene, es necesario que tenga un alejamiento voluntario de Dios, una aversión
permanente a Él, una rebeldía contra su voluntad o un enfrentamiento contra Él
y, además, que persista en esta actitud hasta el último día (Mt 7, 23; Mt 25,
41). Personas así, personas que reúnan estas condiciones, realmente no creo que
sean muchas.
En todo caso, aquel que muere
en pecado mortal, sin al menos arrepentirse, va al infierno (Catecismo 1033). Y
la teología cristiana católica afirma que un alma condenada no puede ser luego
salvada con oraciones.
Pero una cosa es la
irreversibilidad del destino eterno llamado infierno (Catecismo 1035), labrado
en la temporalidad terrenal, y otra muy diferente es, por supuesto, dar a
alguien ya por condenado en el infierno.
No es posible pensar o
aseverar con rotundidad que alguien, al morir repentinamente, y según nosotros
sin estado de gracia, se haya condenado inexorablemente. Nadie debería jamás
pensar esto ni del más abyecto de los criminales.
¿Por qué no es posible
pensarlo? Sabemos cuál es la vía ordinaria para entrar al cielo directa o
indirectamente (a través del purgatorio): Morir en estado de gracia. Sin
embargo, existe una posibilidad de salvación para la persona que, estando en
pecado grave, muere sin estar reconciliado con Dios a través del sacramento de
la confesión; aunque, eso sí, tenga en todo caso que pasar por el purgatorio.
Esta excepción se
basa en varios elementos:
1.- Cuando la persona, al momento de morir, no pudo ser atendida por un
sacerdote. Supongamos
el caso de un accidente aéreo o en un accidente automovilístico, ¿podría Dios
condenar a estas personas por haber muerto sin la presencia de un sacerdote, si
de haberlo tenido, quizás hubieran recurrido a él? Ciertamente que no.
En estas circunstancias la
Iglesia cree en la Misericordia del Señor para con esas personas que con su
último aliento de vida claman un perdón. Si la persona tiene un momento de lucidez antes de la muerte, y en ese
instante se arrepiente con corazón contrito por la totalidad de sus pecados, y
le pide a Dios el perdón, se salvará.
2.- Recordemos que la muerte es un proceso gradual de la vida actual a la
muerte aparente (por ejemplo, la muerte clínica), y de ésta a la muerte real. La muerte aparente no
coincide siempre con la muerte real, pues la muerte es la separación del alma
del cuerpo, y es difícil señalar el momento exacto y preciso de esta
separación. Ha habido casos de vuelta a la vida después de una muerte clínica
por una acción milagrosa.
Hay testimonios de gente
aparentemente muerta que después han manifestado que podían oír lo que pasaba a
su alrededor. Por esto, ante la duda
acerca de si una persona esté muerta o no, puede actuar el Sacerdote para que
le administre el Sacramento de la Unción de los Enfermos (canon 1005) si se cree que la persona lo hubiera querido
y/o pedido al menos implícitamente (Canon 1006). “La Unción de los enfermos “no es un sacramento sólo para
aquellos que están a punto de morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para
recibirlo cuando el fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o
vejez” (Catecismo 1514). Debe administrarse este sacramento, pues uno de
sus efectos es el perdón de los pecados, incluso los graves cuando el enfermo
no se haya podido confesar y esté imposibilitado para hacerlo; en este caso
basta que la persona hubiera realizado un acto de atrición.
3.- En esta misma línea, cuando una persona está en peligro de muerte,
y no puede expresarse verbalmente por algún motivo (por ejemplo en coma), se le
puede absolver de los pecados de manera condicionada. Esto quiere decir
que la absolución está condicionada a las disposiciones que tenga la persona
enferma o que se presume tendría, de estar consciente (Canon 976).
La absolución se impartirá ‘bajo condición’ cuando, si se diera absoluta, el
sacramento se expondría a peligro de nulidad, y si se negara se expondría en
grave peligro la salvación del penitente. El sacerdote procederá de esta manera
cuando tenga duda de que la persona esté viva o muerta; si hay duda sobre el
uso de razón (por ejemplo en los dementes o en los niños); cuando se duda de si
se ha concedido bien una absolución absoluta previa; etc..
4.- No podemos
juzgar y dar por condenado a nadie, ni siquiera cuando la Iglesia le haya
declarado la excomunión. El hecho de que una persona esté excomulgada no
significa que esté condenada irremediablemente al infierno, simplemente se declara que
dicha persona ha salido por su propio pie de la comunión de la Iglesia. La
Iglesia no condena a nadie; no puede ni debe ni quiere decretar la condenación
de nadie. Una persona que esté excomulgada y que, por tanto, no pueda acceder a
los sacramentos al momento de su muerte, podría arrepentirse de sus pecados y
podría ser suficiente para que se salvara. Así de grande y de espectacular es
la misericordia divina.
5.- Tampoco los que desconocen sin culpa el evangelio de Cristo y su Iglesia
están privados de salvación, “porque los que
desconocen sin culpa el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios
con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la
voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden
conseguir la salvación eterna (Vat. II, LG 16)”.
6.- No hay que olvidar que Dios es
omnisciente y lo sabe todo, incluso antes de que ocurra. Es muy posible que Él,
viendo desde la eternidad la oración de sus hijos por si mismos o por otros
(por ejemplo la oración de una madre), haya podido haber derramado gracias que
les movieran a la conversión antes de morir. Sólo Dios sabe si en el último instante alguna persona se hubo
arrepentido de lo que hubiera hecho (con el implícito amor a Dios y al
prójimo).
Si pasa esto y/o hubiera esa
persona confesado con su boca que Jesús es Señor y cree en su corazón que Dios
lo ha resucitado de entre los muertos, se salvará (Rm 10, 9). Y aun la simple
atrición es suficiente para salvarse, aunque tenga menos mérito y por tanto
más purgatorio.
Se han visto casos de ateos que al verse próximos a la muerte han orado.
Alguien ha dicho que “cuando un hombre da un paso
hacia Dios, Dios da más pasos hacia el hombre”.
7.- Aun en los casos en que todo parezca sugerir que alguien haya muerto en
pecado grave, no hay que dar por sentado que esté ya condenado, porque la
última palabra siempre la tiene Dios. Solo Él conoce las circunstancias y las intenciones de cada quien y
sólo Él sabe que pasó realmente durante los últimos instantes de la vida. Hasta
en el caso de los suicidas no podemos estar seguros de su condenación.
8.- No es fácil saber si quien ha pecado gravemente, lo haya hecho con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento, como se requiere para que haya pecado
mortal. Y aun
suponiendo que haya pecado mortal (es decir grave, consciente y libre), no
podemos negar que ‘el dedo’ de Dios haya
podido tocar al pecador a la hora de la muerte si en aquél momento supremo la
persona ha vuelto su mirada a Él con corazón arrepentido.
9.- En el momento de la muerte de alguien no conocemos, por ejemplo, lo que
había en su corazón en relación con Dios, no sabemos si tuvo seria intención de confesarse (con acto de
contrición incluido) aunque al final no se haya podido confesar; no
sabemos si esa persona instantes previos haya hecho alguna oración… en resumen,
no sabemos por qué caminos puede llegar a las almas la acción de misericordiosa
de Dios, quien por boca de Jesús sabemos que su interés es buscar a la oveja
perdida para salvarla. La misión de Jesús nunca fue ni es condenar, sino salvar
(Jn 3, 17); Jesús quiere cumplir con la voluntad del Padre: que no se pierda
ninguno de los que Él le ha confiado (Jn 6, 39). “De
la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno
solo de estos pequeños” (Mt 18, 14).
Él, que escruta los corazones, salvará lo salvable. Lo que para nosotros
parece imposible, para Dios no lo es; “porque
ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 37). “Lo que parece imposible para
los hombres, es posible para Dios” (Mt 19, 26).
10.- La Iglesia no excluye de sus oraciones a ningún fiel difunto. El amor de
la Iglesia por sus hijos es universal. Y en cada Eucaristía la Iglesia ora por
todos sin excepción. La oración es expresión de la esperanza y de la confianza en la
justicia y misericordia divinas. Orar por todos es esperar que Dios, por los
caminos que sólo él sabe, puede llevar a muchos hacia sí. Aún por los que,
según los criterios humanos, podrían estar condenados, pues nunca debemos
olvidar que los criterios y pensamientos de Dios no siempre coinciden con los
del ser humano (Is 55, 8).
Este amor universal o católico
de la Iglesia, que es madre, se manifiesta en sus oraciones por sus hijos
difuntos, especialmente el día de un funeral y el día de todos los fieles
difuntos (el 2 de noviembre).
En cada misa la Iglesia ora “por nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de
la resurrección”, pidiendo a Dios que admita a contemplar la luz de su
rostro “a todos los difuntos”. La oración
por los difuntos conocidos es importante, pero no se olvidan a todos los demás
difuntos. Las oraciones por el eterno descanso de los difuntos, no solo son
agradables a Dios, sino que pueden ayudarles.
Nuestro deber como cristianos
es rezar por aquellos que han fallecido esperando que la misericordia de Dios
les alcance. No debemos negar nuestras oraciones a
nadie, aun por el alma de alguien que, según nuestra lógica, no merece nuestra
oración o consideremos que la oración por esa alma sea inútil.
Y aun en el supuesto caso que alguna persona se hubiera condenado, la
oración no es tiempo ni esfuerzo perdido, le servirá a otras almas. Si rezamos por un alma que
ya ha salido del Purgatorio o por alguien que se ha condenado, esa oración no
se desperdicia, Dios sabe a quién le podría beneficiar. Es algo semejante al
principio de los vasos comunicantes gracias a la comunión de los santos: Dios
trasvasa y encauza las oraciones hacia las almas que más lo necesiten.
Si se encuentran en el
purgatorio, sabemos que ya no irán al infierno. Nosotros podemos ayudar a esas
almas en el purgatorio como consuelo y compañía en ese lugar donde se ‘sufre’ purificación; y lo podemos hacer con
nuestras oraciones de sufragio, en particular participando en la Santa Misa y
también haciendo celebrar la Santa Misa por ellos, con obras de penitencia y
caridad, con las Indulgencias, sacrificios, etc..
Además, la oración tiene otro
efecto importante que muchos pasan por alto: la oración retro alimenta. Así
pues si hacemos oración por alguien, al
mismo tiempo nos estamos ayudando nosotros porque su efecto espiritual nos hace
ser más sensibles ante los misterios de Dios y más dispuestos a cumplir su
voluntad.
Después de la muerte de
alguien sólo podemos influir en su realidad ‘temporal’
que llamamos purgatorio en el que está la gran inmensa mayoría de fieles
difuntos, aunque nunca sepamos con lujo de detalles cómo sea ni cuánto ‘tiempo’ dure. Sólo se sabe que, ésta antesala del
cielo, es un ‘lugar’ de purificación hasta
ser dignos de estar en la presencia de Dios para verlo cara a cara tal cual es
(1Jn 3, 2)
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