VATICANO, 25 Oct. 17 / 04:46 am (ACI).- Si la semana anterior el
Papa Francisco dedicó su catequesis en la Audiencia
General del miércoles a la “muerte”, en esta
ocasión hizo lo propio con el “Paraíso”.
El Pontífice explicó que “el paraíso no es
un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es
el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en
la cruz
por nosotros”.
A continuación, el texto completo de la catequesis:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana,
que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré
hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de
las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigido al buen
ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está sólo.
Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos malhechores. Tal vez,
pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien exhaló un
suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a
muerte a gente así.
Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce haber
merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen
ladrón”, el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros
recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones (Cfr. Lc 23,41).
En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de
su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que
el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue
contado entre los culpables» (53,12; Cfr. Lc 22,37).
Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador,
para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la
única vez que la palabra “paraíso” aparece
en los evangelios. Jesús lo promete a un “pobre
diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle
el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí
cuando entraras en tu Reino» (Lc 23,42). No tenía obras de bien por
hacer valer, no tenía nada, sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como
inocente, bueno, así diverso de él (v. 41). Ha sido suficiente esta palabra de
humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que
nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se
derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las
habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro
se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal,
al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios
nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la
parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18,13). Y
cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan
largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la
misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!
Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo
prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le
cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15,20). ¡Este
es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín
encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias
a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay
misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas. A la hora de
la muerte, el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate
de mí”. Y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús
está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más bello que existe.
Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida,
para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre
llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención:
las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra
existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor.
Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso
esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha
conocido a Jesús, no teme más nada. Y podremos repetir también nosotros las
palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo,
después de una entera vida consumida en la espera: «Ahora,
Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque
mis ojos han visto la salvación» (Lc 2,29-30).
Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no
veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque todo es
pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo
que queda. Porque «el amor no pasará jamás»
(Cfr. 1 Cor 13,8).
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