Cuando yo era niño casi no me gustaba entrar a las iglesias que estaban llenas
de santos porque me parecía que estaban tristes o que le dolía algo y
evidentemente que para un niño esa imagen de tristeza o dolor no era algo que
le atraía para nada. También observaba que algunos santos estaban como si su
mente estuviera ida, como si vivieran distraídos o al borde de un ataque de
epilepsia. Eso tampoco me gustaba.
Ya en la
adolescencia escuché a alguien decir que todos los cristianos debíamos ser
santos. Les confieso que no me gustó mucho la idea porque no me parecía bien el
que yo debía tener una vida triste, llena de dolor o que tuviera que parecer
una especie de lunático.
Como
yo en aquella época, hay mucha gente que tiene una idea muy equivocada de la
santidad el día de hoy.
En esta
meditación intentaré hacerles ver que la santidad es realmente algo muy
importante: buscaré esclarecer en qué consiste la
santidad, dar algunas pistas para vivirla y establecer la razón por la cual
todos debemos buscar ser santos, si queremos alcanzar la salvación, si queremos
alcanzar la plenitud de nuestra vida. En una palabra les diré que el ideal de
todo cristiano es ser santo.
Primero
aclaremos que aquellas imágenes de santos “raros” no
corresponden a la vida verdadera de aquellas personas cuya imagen vemos en los
altares. Además le doy gracias a Dios que hoy las imágenes van buscando hacerse
con aspecto más cercano a nosotros.
Si nos
ponemos a estudiar la vida de los santos nos daremos cuenta de que comparten
algunos rasgos comunes: todos experimentaron una
gran alegría de vivir, eran muy entusiastas, llenos de energía interior y
estaban dispuestos a todo por ser personas muy coherentes con sus convicciones.
Eran personas que conocían muy bien la realidad y tenían muy bien
puestos los pies sobre la tierra y su corazón en el cielo. Eran personas muy
amables, bondadosas, amigables y atractivas. Poseía una personalidad magnética.
Eran humildes, sencillos y con un gran espíritu de servicio. Sabían compartir y
eran personas muy maduras. Pero lo que más lo distinguía era su profundo amor a
Dios y al prójimo, que las hacia personas dispuestas a sufrir si era necesario,
pero sin perder la alegría del corazón.
Ya desde
aquí podemos decir que exactamente lo contrario de la santidad es la tristeza,
la amargura, la desesperación, la falta de entusiasmo y de energía; la
incoherencia, la hipocresía, la maldad del corazón, la dureza de sentimientos,
el irrealismo y el egoísmo.
Esta
imagen de santidad sí que es muy atractiva ya que ¿quién no quiere ser una
persona alegre, contenta de vivir, positiva, servicial, amable, sincera,
comprometida con su realidad y llena de vigor espiritual? Se necesitaría ser
muy necio o estar mal para no querer ser así.
La
Iglesia nos enseña que todos los cristianos estamos llamados a ser santos. Y
¿qué quiere decir esto?
En primer
lugar tengamos en cuenta que desde el momento de haber sido bautizados Dios nos
ha llamado a ser sus hijos y a vivir entre nosotros como hermanos. Él nos ha
constituido en discípulos de su Hijo Jesucristo que nos enseña el camino para
ser hijos auténticos de Dios y hermanos entre nosotros ¡Estamos llamados a ser
divinizados! Leemos en 2 Pedro 1, 4: “y también nos
ha otorgado valiosas y sublimes promesas, para que evitando la corrupción que
las pasiones han introducido en el mundo, se hagan partícipes de la naturaleza
divina”. Los cristianos, “nacidos de Dios” (Jn
1,12-13) tenemos como Padre a Dios.
Incluso
somos hermanos de Jesús por ése mismo bautismo, y por ende, si todos somos
hijos de un mismo Padre – que es Dios – y todos somos hermanos de Jesús, todos
somos hermanos entre nosotros. Y esto no es una alegoría, es –permítaseme
decirlo así – ontológicamente un hecho, es una realidad que afecta nuestro ser,
nuestra naturaleza.
Hoy,
afortunadamente, “existe una mentalidad favorable a
la fraternidad. Estamos viviendo una situación de contrastes tan llamativos de
vida y de muerte, de abundancia y de miseria, de libertad y de esclavitud, que
se apela a la fraternidad como salvación. Todavía se cree en la fraternidad
como el rayo de esperanza en una sociedad que buscar solución y se la ve como
la que hoy tiene fuerza de convocatoria”.
Sin
embargo no haya auténtica fraternidad donde no hay filiación; la fraternidad de
los hombres, para ser real, necesita una filiación que sea de todos y real, no
metafórica. Ahora bien, el que somos hijos del Dios es una realidad y esto es
lo que posibilita que nosotros los hombres que somos de derecho (por gracia)
hermanos vivamos de hecho como hermanos.
Es sólo
viviendo en Cristo (ver primer tema) como el hombre puede llegar a vivir como
verdadero hijo del Dios y hermanos de los hombres (ver segundo tema). Y en
esto, precisamente, consiste la santidad. Es santo el que tiene por ideal llegar
a vivir como un auténtico hijo de Dios y un gran hermano de los hombres. Y
renunciar a este ideal significa renunciar a vivir verdaderamente.
Ahora
veamos que el ideal de la santidad significa llevar una vida santa, y si
hablamos de vida, es inevitable pensar que lo que está vivo está llamado a
crecer, ya que el crecimiento y la maduración es una nota esencial de la vida.
La vida sin crecimiento es una contradicción.
El
cristiano “está en Cristo” (2Cor 5,17), es “un hombre en Cristo” (2 Cor 12,2) por la
participación de la Pascua, y “vive en Cristo” (1
Cor 1,9; 1Jn 4,9).
Ahora
bien, esto no significa de ninguna manera una realidad estancada, estacionada,
estática. Si hay algo dinámico, verdaderamente dinámico, es precisamente la
vida cristiana ya que tiene unos horizontes ilimitados: el cristiano está siempre en camino, siempre creciendo, siempre
renovándose, siempre en revisión y en búsqueda de mayor perfección de vida.
La vida nueva que le dio Jesús lo impulsa, lo lleva actuar desde dentro, porque
lleva en su naturaleza la expansión hacia la consumación total en Dios después
de la muerte.
Así que
la santidad personal es un ideal que todos los días hay que estar trabajando,
hay que está renovando, mientras la vida dure. La santidad que se vive en cada momento
de la existencia siempre estará en referencia con la plenitud a la que está
constitutivamente orienta: “sed perfectos como mi
padre es perfecto” (Mt 5, 48).
Aquí ya
podemos llegar a una primera conclusión: el crecimiento de la vida cristiana es
una realidad que se nos impone moralmente los bautizados; es decir, estamos
obligados a atenderla. No es posible ser cristiano y no querer crecer en
santidad.
Atender
la santidad la podemos simplificar en un ejemplo: la
vida cristiana es como una mesa de tres patas que necesita de las tres para
sostenerse. Una pata consistiría en la vida de piedad (oración y
sacramentos); otra pata se refiere a la vida de estudio (meditación de la
palabra de Dios, cursos, enseñanza cristiana, etc.); y la última pata se
refiere a la vida de acción (testimonio de vida en lo cotidiano, apostolado,
etc.).
Adviértase
que dicho crecimiento debe ser integral. Debes poder decir: “soy una criatura nueva en Cristo y debo ir
transformándome en mi totalidad de manera gradual: toda mi persona – mi
sentimientos, mi voluntad, mis pensamientos, mis criterios, hasta mi
inconsciente. Todo debe quedar bajo el influjo de Cristo. Si soy hijo de Dios y
hermano de Cristo, debo luchar por ser cada día más coherente en mi manera de
pensar, de sentir y de actuar”.
Es unidos
a Cristo que nos sentimos impulsados a vivir de manera coherente en todas las
dimensiones y circunstancias de nuestra vida. No se tratara de querer ser bueno
para alcanzar a Cristo, sino de vivir unidos a Cristo para ser buenos.
Otro aspecto
que no se debe descuidar en la vida de santidad es que resulta imposible crecer
espiritualmente en un individualismo cerrado. La vida cristiana exige vivirla
en comunidad, crecer con los demás, apoyarse unos a otros y brindar mi apoyo a
los que están junto a mí. Es una vida compartida, solidaria, comunicada y
comunitaria.
Ser
santo, además, implica no sentirse santo, sino reconocer mi condición de
pecador para que, con ayuda de la gracia, me decida vivir inspirado en el ideal
de santidad.
Soy un
luchador, alguien que se está esforzando, está caminando. Al respecto es
completamente equivocada la idea de aquellas personas que exigen a quien va a
la iglesia que sea perfecto. Me he topado muy seguido con personas que critican
a quienes se acercan a Dios diciéndoles frases hirientes como la siguiente: “¡Uy mira cómo te portas y eso que vas a la iglesia!”.
O hay otros que quieren justificar su descuido, su ausencia de las cosas de
Dios remachando alguna conducta equivocada en aquel familiar o amigo que si se
acerca a Dios. Esto contiene un sutil pero poderoso mecanismo psicológico de
defensa. Algo así como: “Tu, que vas a la Iglesia
debes portarte 100 % bien, mientras que yo, que no voy a la Iglesia tengo
derecho a portarme mal”.
Quizás lo
que muchos no hemos alcanzado a entender es que la gente no va a la Iglesia
porque es buena sino porque está luchando para serlo. Y luchar por ser mejor
con medios legítimos es un derecho que todo ser humano tiene. Es como si a un
estudiante de medicina se le exigiera ser un perfecto médico durante su época
de aprendizaje. Esto sería incoherente y falto de respeto y realismo.
El
cristiano, en su afán de ser santo, está siempre en actitud humilde de
conversión, de cambio. Él sabe que siempre habrá algo qué transformar, qué mejorar.
Y se sabe frágil y susceptible de caídas y retrocesos. Pero eso no lo desanima
ya que es consciente de contar siempre con Cristo. Su lema es: “el peregrino está expuesto al polvo del camino”.
Es de
suma importancia poner bien en claro que quien quiere emprender la vida de
santidad, es decir, quién quiere crecer en su vida cristiana debe aceptar el
esfuerzo y la lucha constante. Debe rechazar la mediocridad, la
superficialidad, el simplismo y la comodidad. En la tradición cristiana existe
una palabra que nos habla del esfuerzo indispensable en la búsqueda de la
perfección cristiana. Dicha palabra es “ascesis” que
significa ejercicio, disciplina, esfuerzo continuo.
En la fe
significa el conjunto de esfuerzos mediante los cuales se quiere progresar en
la vida moral y religiosa; y refiriéndose la vida cristiana, incluye todos los
esfuerzos orientados a obtener la perfección cristiana.
Ahora, no
es posible hablar de un ideal, de un proyecto, de una meta como es la santidad
sin plantear el cómo llegar a realizar dicho ideal. Por eso es imprescindible
hablar de los medios concretos de santificación o corremos el riesgo de que
todo quede en puras palabras o en un ideal irrealizable; y si algo nos ha
enseñado el cristianismo es a llevar a cabo la palabra de Dios, a ponerla en
práctica para acreditarle el valor que tiene. Sobre los medios los invitó
revisar los dos primeros temas en donde se plantea esto de manera clara.
Deseo
finalizar esta reflexión volviendo al principio. Allí se dijo que ser santo es
ser alegre, lo cual no implica la negación de la visita del sufrimiento y el
dolor, que son parte de la vida del hombre. Sólo que nunca será lo mismo sufrir
con Cristo que sufrir sólo, ya que con Cristo el sufrimiento adquiere un rico
significado (me permite ser solidario con la salvación del mundo) mientras que
el sufrimiento sin Cristo es abatimiento, desolación, fracaso y capitulación.
Ser
santo, en una palabra es el deseo de vivir plenamente la vida humana que Dios
nos dio para poder alcanzarlo a Él de manera total.
P. Alberto Gutiérrez
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