VATICANO, 27 Sep. 17 / 05:08 am (ACI).- El Papa Francisco continúa
dedicando las catequesis
de la Audiencia General de los miércoles a la esperanza. En esta ocasión habló
de aquello que a veces puede quitarla y animó a no quedarse hundido en la
tristeza, sino acudir a Dios y pedirle ayuda.
“Dios nos ha creado para la alegría y para la
felicidad, y no para complacernos en pensamientos melancólicos. Es por esto que
es importante cuidar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones de
infelicidad, que seguramente no provienen de Dios”, señaló.
A CONTINUACIÓN, EL TEXTO COMPLETO DE LA CATEQUESIS:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante este tiempo nosotros estamos hablando de la esperanza; pero hoy
quisiera reflexionar con ustedes sobre los enemigos de la esperanza. Porque la
esperanza tiene sus enemigos: como todo bien en este mundo, tiene sus enemigos.
Y me ha venido a la mente el antiguo mito del vaso de Pandora: la
apertura del vaso desencadena tantas desgracias para la historia del mundo.
Pocos, pero, recordando la última parte de la historia, que abre una rendija de
luz: después de que todos los males han salido de la boca del vaso, un
minúsculo don parece tomar la revancha ante todo ese mal que se difunde.
Pandora, la mujer que tenía en custodia el vaso, lo entrevé al final: los
griegos lo llaman elpìs, que quiere decir esperanza.
Este mito nos narra porque es tan importante para la humanidad la
esperanza. No es verdad que “hasta que hay vida, hay esperanza”, como se suele
decir. En todo caso es al contrario: es la esperanza que tiene en pie la vida,
la protege, la custodia y la hace crecer. Si los hombres no hubieran cultivado
la esperanza, si no se hubieran sostenido en esta virtud, no habrían salido
jamás de las cavernas, y no habrían dejado rastros en la historia del mundo. Es
lo que más divino pueda existir en el corazón del hombre.
Un profeta francés – Charles Péguy – nos ha dejado páginas estupendas
sobre la esperanza (Cfr. El pórtico del misterio de la segunda virtud). Él dice
poéticamente que Dios no se maravilla tanto por la fe de los seres humanos, y
mucho menos por su caridad; sino lo que verdaderamente lo llena de maravilla y
emoción es la esperanza de la gente. «Que esos
pobres hijos – escribe – vean como van las cosas y que crean que irá mejor
mañana». La imagen del poeta evoca los rostros de tanta gente que ha
transitado por este mundo – campesinos, pobres obreros, emigrantes en busca de
un futuro mejor – que han luchado tenazmente no obstante la amargura de un hoy
difícil, lleno de tantas pruebas, animado pero por la confianza que los hijos
habrían tenido una vida más justa y más serena. Luchaban por sus hijos,
luchaban en la esperanza.
La esperanza es el impulso en el corazón de quien parte dejando la casa,
la tierra, a veces familiares y parientes – pienso en los migrantes –, para
buscar una vida mejor, más digna para sí y para sus seres queridos. Y es
también el impulso en el corazón de quien los acoge: el deseo de encontrarse, de
conocerse, de dialogar… La esperanza es el impulso a “compartir
el viaje”, porque el viaje se hace de a dos: los que vienen a nuestra
tierra, y nosotros que vamos hacia sus corazones, para entenderlos, para
entender su cultura, su lengua. Es un viaje de a dos, pero sin esperanza ese
viaje no se puede hacer. La esperanza es el impulso a compartir el viaje de la
vida, como nos recuerda la Campaña de Caritas que hoy inauguramos. ¡Hermanos,
no tengamos miedo de compartir el viaje! ¡No tengamos miedo! ¡No tengamos miedo
de compartir la esperanza!
La esperanza no es una virtud para gente con el estómago lleno. Es por
esto que, desde siempre, los pobres son los primeros portadores de la
esperanza. Y en este sentido podemos decir que los pobres, también los mendigos,
son los protagonistas de la Historia. Para entrar en el mundo, Dios ha
necesitado de ellos: de José y de María, de los pastores de Belén. En la noche
de la primera Navidad
había un mundo que dormía, recostado en tantas certezas adquiridas. Pero los
humildes preparaban en lo escondido la revolución de la bondad. Eran pobres de
todo, alguno emergía un poco sobre el umbral de la supervivencia, pero eran
ricos del bien más precioso que existe en el mundo, es decir, el deseo de
cambio.
A veces, haber tenido todo de la vida es una adversidad. Piensen en un
joven al cual no le han enseñado la virtud de la espera y de la paciencia, que
no ha tenido que sudar para nada, que ha quemado las etapas y a veinte años “sabe ya cómo va el mundo”; la ha sido destinada
la peor condena: aquella de no desear más nada. Es esta, la peor condena.
Cerrar la puerta a los deseos, a los sueños. Parece un joven, en cambio está ya
cayendo el otoño sobre su corazón. Son los jóvenes del otoño.
Tener un alma vacía es el peor obstáculo a la esperanza. Es un riesgo al
cual nadie puede estar excluido; porque ser tentados contra la esperanza puede
suceder también cuando se recorre el camino de la vida cristiana. Los monjes de
la antigüedad habían denunciado uno de los peores enemigos del fervor. Decían
así: ese “demonio del mediodía” que va
romper una vida de empeño, justamente cuando arde en lo alto el sol. Esta
tentación nos sorprende cuando menos lo esperamos: las jornadas se hacen
monótonas y aburridas, ningún valor más parece merecer la fatiga. Esta actitud
se llama desidia, que corroe la vida desde dentro hasta dejarla como un
contenedor vacío.
Cuando esto sucede, el cristiano sabe que esa condición debe ser
combatida, jamás aceptada pasivamente. Dios nos ha creado para la alegría y
para la felicidad, y no para complacernos en pensamientos melancólicos. Es por
esto que es importante cuidar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones
de infelicidad, que seguramente no provienen de Dios. Y allí donde nuestras
fuerzas parecieran débiles y la batalla contra la angustia particularmente
dura, podemos siempre recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir esa oración
sencilla, del cual encontramos rastros también en los Evangelios y que se ha
convertido en el fundamento de tantas tradiciones espirituales cristianas: “¡Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi
pecador!”. Bella oración. “¡Señor
Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi pecador!”. Esta es una
oración de esperanza, porque me dirijo a Aquel que puede abrir las puertas y
resolver los problemas y hacerme ver el horizonte, el horizonte de la
esperanza.
Hermanos y hermanas, no estamos solos a combatir contra la desesperación.
Si Jesús ha vencido al mundo, es capaz de vencer en nosotros todo lo que se
opone al bien. Si Dios está con nosotros, nadie nos robará esa virtud de la
cual tenemos absolutamente necesidad para vivir. Nadie nos robará la esperanza.
¡Vayamos adelante!
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