Todo buen cristiano sabe ser agradecido con Dios por los incontables dones que recibimos cada día, pero de igual manera, es necesario expresar gratitud a todos aquellos que nos favorecen de mil maneras.
I. La Primera lectura de la Misa [1] nos recuerda la
curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta Eliseo. El Señor
se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho mayor que la
salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el
de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se encontraba sano de su terrible
enfermedad. En el Evangelio [2], San Lucas nos relata un hecho similar: un
samaritano -que, como Naamán, tampoco pertenecía al pueblo de Israel- encuentra
la fe después de su curación, como premio a su agradecimiento.
Jesús, en
su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Y al entrar en una
aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a
cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le
acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos [3] acercarse a las gentes.
En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y
samaritanos [4], por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia
les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz,
pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega
directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Han acudido
a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los
sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley [5], para que certificaran su
curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya
estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su
fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.
Estos
leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente
de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que
sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes en
nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. La voz del Señor resuena
con especial fuerza y claridad en los consejos que -nos dan en la dirección
espiritual.
II. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Nos podemos imaginar fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se
olvidaron de Jesús. En la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la
ventura, se olvidan. Sólo uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba
el Señor con los suyos. Probablemente regresó corriendo, como loco de contento,
glorificando a Dios a gritos, señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los
pies del Maestro, dándole gracias. Es ésta una acción profundamente humana y
llena de belleza. «¿Qué cosa mejor podemos traer en
el corazón, pronunciar. con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras,
“gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con
mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad» [6].
Ser agradecido es una gran virtud.
El Señor
debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y a la
vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús esperaba
a todos: ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde
están?, preguntó. Y manifestó su sorpresa: ¿No ha habido quien volviera a dar
gloria a Dios sino sólo este extranjero? ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha
preguntado por nosotros, después de tantas gracias! Hoy en nuestra oración
queremos compensar muchas ausencias y faltas de gratitud, pues los años que
contamos no son sino la sucesión de una serie de gracias divinas, de
curaciones, de llamadas, de misteriosos encuentros. Los beneficios recibidos
-bien lo sabemos nosotros- superan, con mucho, las arenas del mar [7], como
afirma San Juan Crisóstomo.
Con
frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias que para
nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que nos falta y nos fijamos poco en
lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos menos y nos quedamos cortos en la
gratitud. 0 pensamos que nos es debido a nosotros mismos y nos olvidamos de lo
que San Agustín señala al comentar este pasaje del Evangelio: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos.
Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7)» [8].
Toda
nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia
los dones naturales y las gracias que el Señor nos da, y no perdamos la alegría
cuando pensemos que nos falta algo, porque incluso eso mismo de lo que
carecemos es, posiblemente, una preparación para recibir un bien más alto.
Recordad las maravillas que Él ha obrado [9], nos exhorta el Salmista. El
samaritano, a través del gran mal de su lepra, conoció a Jesucristo, y por ser
agradecido se ganó su amistad y el incomparable don de la fe: Levántate y vete:
tu fe te ha salvado. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor
parte que les había reservado el Señor. Porque -como enseña San Bernardo- «a quien
humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios, con razón se
le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo
derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace
indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes» [10].
Agradezcamos
todo al Señor. Vivamos con la alegría de estar llenos de regalos de Dios; no
dejemos de apreciarlos. «¿Has presenciado el
agradecimiento de los niños? -Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo
favorable y ante lo adverso: “¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno! … 1”» [11].
¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el
Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de
tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en
la Sagrada Eucaristía?
III.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas [12], invita el Salmo responsorial Cuando vivimos de
fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. «Ninguno
hay que, a poco que reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le
obligan a ser agradecido con Dios (…). Al conocer lo que Él nos ha dado,
encontraremos muchísimos dones por los que dar gracias continuamente» [13].
Muchos
favores del Señor los recibimos a través de las personas que tratamos
diariamente, y por eso, en esos casos, el agradecimiento a Dios debe pasar por
esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea menos dura, la tierra más
grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a ellas, se las damos a Dios,
que se hace presente en nuestros hermanos los hombres. No nos quedemos cortos a
la hora de corresponder. «No creamos cumplir con
los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación
pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material.
Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también
el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la
muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su
ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco,
porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa
el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos
han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso
no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el
cumplimiento de su deber social: tienen derecho a que nuestro corazón lo
reconozca» [14]. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de
dirigir a quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios.
El Señor
se siente dichoso cuando también nos ve agradecidos con todos aquellos que cada
día nos favorecen de mil maneras. Para eso es necesario pararnos, decir
sencillamente «gracias» con un gesto amable
que compensa la brevedad de la palabra… Es muy posible que aquellos nueve
leprosos ya sanados bendijeran a Jesús en su corazón…. pero no volvieron atrás,
como hizo el samaritano, para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá
tuvieron la intención de hacerlo… y el Maestro se quedó aguardando. También es
significativo que fuera un extranjero quien volviera a dar las gracias. Nos
recuerda a nosotros que a veces estamos más atentos a agradecer un servicio
ocasional de un extraño y quizá damos menos importancia a las continuas
delicadezas y consideraciones que recibimos de los más allegados.
No existe
un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y
extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin
decirle al Señor: «Gracias, Señor, por todo». No
dejemos pasar un solo día sin pedir abundantes bendiciones del Señor para
aquellos, conocidos o no, que nos han procurado algún bien. La oración es,
también, un eficaz medio para agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por los
buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado…
[1] 2 Rey 5, 14-17.
[2] Lc 17, 11-19.
[3] Cfr. Lev 13, 45.
[4] Cfr. 2 Rey 17, 24 ss.; Jn 4, 9.
[5] Cfr. Lev 14, 2.
[6] SAN AGUSTÍN, Epístola 72. –
[7] Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 25, 4.
[8] SAN AGUSTIN, Sermón 176, 6.
[9] Sal 104, 5.
[10] SAN BERNARDO, Comentario al Salmo 50, 4, 1.
[11] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 894.
[12] Salmo responsorial. Sal 97, 1-4.
[13] SAN BERNARDO, Homilía para el Domingo VI después de Pentecostés,
25, 4.
[14] G. CREVROT, «Pero Yo os digo … ». Rialp, Madrid 1981, pp. 117-118.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo V, Vigésimo
Octavo Domingo del Tiempo Ordinario por Francisco Fernández Carvajal.
Puedes adquirir la colección en www.edicionespalabra.es o en
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Francisco Fernández Carvajal
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