Todos los pueblos
forman una comunidad, tienen un mismo origen.
Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Cruzando el Umbral de la esperanza
Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Cruzando el Umbral de la esperanza
PREGUNTA
Pero si el Dios que está en los cielos, que ha salvado el mundo, es Uno solo y es el que se ha revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones?
¿Por qué hacernos tan ardua la búsqueda de la verdad en medio de una selva de cultos, creencias, revelaciones, diferentes maneras de fe, que siempre, y aún hoy, crecen en todos los pueblos?
RESPUESTA
Usted habla de «tantas religiones». Yo, en cambio, intentaré mostrar qué es lo que constituye para estas religiones el elemento común fundamental y la raíz común.
El Concilio definió las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las palabras Nostra aetate («En nuestro tiempo»). Es un documento conciso y, sin embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la Iglesia desde los tiempos más antiguos.
La Revelación cristiana, desde su inicio, ha mirado la historia espiritual del hombre de una manera en la que entran en cierto modo todas las religiones, mostrando así la unidad del género humano ante el eterno y último destino del hombre. La declaración conciliar habla de esa unidad al referirse a la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y unir la humanidad, gracias a los medios de que dispone la civilización actual. La Iglesia considera el empeño en pro de esta unidad una de sus tareas: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos.
Pero si el Dios que está en los cielos, que ha salvado el mundo, es Uno solo y es el que se ha revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones?
¿Por qué hacernos tan ardua la búsqueda de la verdad en medio de una selva de cultos, creencias, revelaciones, diferentes maneras de fe, que siempre, y aún hoy, crecen en todos los pueblos?
RESPUESTA
Usted habla de «tantas religiones». Yo, en cambio, intentaré mostrar qué es lo que constituye para estas religiones el elemento común fundamental y la raíz común.
El Concilio definió las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las palabras Nostra aetate («En nuestro tiempo»). Es un documento conciso y, sin embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la Iglesia desde los tiempos más antiguos.
La Revelación cristiana, desde su inicio, ha mirado la historia espiritual del hombre de una manera en la que entran en cierto modo todas las religiones, mostrando así la unidad del género humano ante el eterno y último destino del hombre. La declaración conciliar habla de esa unidad al referirse a la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y unir la humanidad, gracias a los medios de que dispone la civilización actual. La Iglesia considera el empeño en pro de esta unidad una de sus tareas: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos.
Desde la antigüedad
hasta nuestros días, se halla en los diversos pueblos una cierta sensibilidad
de aquella misteriosa fuerza que está presente en el curso de las cosas y en
los acontecimientos de la vida humana, y a veces también se reconoce la Suprema
Divinidad y también al Padre. Sensibilidad y conocimiento
que impregnan la vida de un íntimo sentido religioso. Junto a eso, las
religiones, relacionadas con el progreso de la cultura, se esfuerzan en
responder a las mismas cuestiones con nociones más precisas y con un lenguaje
más elaborado» (Nostra aetate, 1-2).
Y aquí la declaración conciliar nos conduce hacia el Extremo Oriente. En primer lugar al este asiático, un continente en el cual la actividad misionera de la Iglesia, iniciada desde los tiempos apostólicos, ha conseguido unos frutos, hay que reconocerlo, modestísimos. Es sabido que solamente un reducido tanto por ciento de la población, en el que es el continente más grande del mundo, confiesa a Cristo.
Esto no significa que la tarea misionera de la Iglesia haya sido desatendida. Todo lo contrario, el esfuerzo ha sido y es cada vez más intenso. Pero la tradición de culturas muy antiguas, anteriores al cristianismo, sigue siendo en Oriente muy fuerte. Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales (en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un antitestimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial, aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las potencias coloniales?
El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con las otras religiones del Extremo Oriente es tan importante. Leemos: «En el hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda venida de lo alto» (Nostra aetate, 2).
Más adelante el Concilio recuerda que «la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es ..camino, verdad y vida» (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).
Las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados semina Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación eterna.
En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de la Iglesia (cfr. Lumen gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos semina Verbi, que constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones.
He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz.
Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas.
Llegados a este punto sería oportuno recordar todas las religiones primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los antepasados. Parece que quienes las practican se encuentren especialmente cerca del cristianismo. Con ellos, también la actividad misionera de la Iglesia halla más fácilmente un lenguaje común. ¿Hay, quizá, en esta veneración a los antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por la que todos los creyentes -vivos o muertos- forman una única comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente.
Estas últimas -también según la presentación que hace de ellas el Concilio- poseen carácter de sistema. Son sistemas cultuales y, al mismo tiempo, sistemas éticos, con un notable énfasis en lo que es el bien y en lo que es el mal. A ellas pertenecen ciertamente tanto el confucionismo chino como el taoísmo; Tao quiere decir verdad eterna -algo semejante al Verbo cristiano-, que se refleja en los actos del hombre mediante la verdad y el bien morales. Las religiones del Extremo Oriente han supuesto una gran contribución en la historia de la moralidad y de la cultura, han formado la conciencia de identidad nacional en los habitantes de China, India, Japón, Tíbet, y también en los pueblos del sudeste de Asia o de los archipiélagos del océano Pacífico.
Algunos de estos pueblos tienen culturas que se remontan a épocas muy lejanas. Los indígenas australianos se enorgullecen de tener una historia de varias decenas de miles de años, y su tradición étnica y religiosa es más antigua que la de Abraham y Moisés.
Cristo vino al mundo para todos estos pueblos, los ha redimido a todos y tiene ciertamente Sus caminos para llegar a cada uno de ellos, en la actual etapa escatológica de la historia de la salvación. De hecho, en aquellas regiones muchos Lo aceptan y muchos más tienen en Él una fe implícita (cfr. Hebreos 11,6).
Y aquí la declaración conciliar nos conduce hacia el Extremo Oriente. En primer lugar al este asiático, un continente en el cual la actividad misionera de la Iglesia, iniciada desde los tiempos apostólicos, ha conseguido unos frutos, hay que reconocerlo, modestísimos. Es sabido que solamente un reducido tanto por ciento de la población, en el que es el continente más grande del mundo, confiesa a Cristo.
Esto no significa que la tarea misionera de la Iglesia haya sido desatendida. Todo lo contrario, el esfuerzo ha sido y es cada vez más intenso. Pero la tradición de culturas muy antiguas, anteriores al cristianismo, sigue siendo en Oriente muy fuerte. Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales (en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un antitestimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial, aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las potencias coloniales?
El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con las otras religiones del Extremo Oriente es tan importante. Leemos: «En el hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda venida de lo alto» (Nostra aetate, 2).
Más adelante el Concilio recuerda que «la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es ..camino, verdad y vida» (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).
Las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados semina Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación eterna.
En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de la Iglesia (cfr. Lumen gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos semina Verbi, que constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones.
He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz.
Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas.
Llegados a este punto sería oportuno recordar todas las religiones primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los antepasados. Parece que quienes las practican se encuentren especialmente cerca del cristianismo. Con ellos, también la actividad misionera de la Iglesia halla más fácilmente un lenguaje común. ¿Hay, quizá, en esta veneración a los antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por la que todos los creyentes -vivos o muertos- forman una única comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente.
Estas últimas -también según la presentación que hace de ellas el Concilio- poseen carácter de sistema. Son sistemas cultuales y, al mismo tiempo, sistemas éticos, con un notable énfasis en lo que es el bien y en lo que es el mal. A ellas pertenecen ciertamente tanto el confucionismo chino como el taoísmo; Tao quiere decir verdad eterna -algo semejante al Verbo cristiano-, que se refleja en los actos del hombre mediante la verdad y el bien morales. Las religiones del Extremo Oriente han supuesto una gran contribución en la historia de la moralidad y de la cultura, han formado la conciencia de identidad nacional en los habitantes de China, India, Japón, Tíbet, y también en los pueblos del sudeste de Asia o de los archipiélagos del océano Pacífico.
Algunos de estos pueblos tienen culturas que se remontan a épocas muy lejanas. Los indígenas australianos se enorgullecen de tener una historia de varias decenas de miles de años, y su tradición étnica y religiosa es más antigua que la de Abraham y Moisés.
Cristo vino al mundo para todos estos pueblos, los ha redimido a todos y tiene ciertamente Sus caminos para llegar a cada uno de ellos, en la actual etapa escatológica de la historia de la salvación. De hecho, en aquellas regiones muchos Lo aceptan y muchos más tienen en Él una fe implícita (cfr. Hebreos 11,6).
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