¿Tiene la cultura occidental cristiana alguna respuesta?
Por: Ángel Gutiérrez Sanz | Fuente:
Catholic.net
Con la muerte de Dios, Occidente creía haber
iniciado la etapa de sus sueños. Todo parecía tan idílico… Por fin el hombre
había alcanzado su plenitud, podía hacer lo que quisiera sin tener que rendir
cuentas a nadie y ser feliz en una sociedad del bienestar creada a su medida.
En pocas generaciones se produjo un vuelco tal, que lo que venía siendo
fundamental en la vida de los hombres y mujeres y en el gobierno y
ordenación de los pueblos, fue olvidado y lo que es más triste comenzó a ser
motivo de vergüenza. Así mientras los católicos de Europa y sobre todo en
España, se escondían en el armario, otras expresiones dizque de "libertad"
salían de él.
El proyecto europeísta nació bajo el signo del
optimismo, pensado que resultaría tan atractivo al resto del mundo que
acabaría por acogerlo con los brazos abiertos; pero no fue así y
hete aquí que la respuesta religiosa por parte del Islamismo fue bastante
distinta a la dada aquí en casa por cristianos y católicos, que en todo
momento se mostraron contemporizadores, sumisos y silenciosos. El mundo islámico
desde el primer momento dejó muy claro que no renunciaba a la sociedad del
bienestar alcanzada en Occidente y que estaba dispuesto a compartir esta parte
de su proyecto aportando los petrodólares que fueran necesarios; pero que eso
de una sociedad secularizada y de un régimen político al margen de Dios y
de sus mandatos, ni hablar. Y es así como comenzó el lío.
El tercer milenio se abría con malos
augurios. La red yihadista Al Qaeda perpetraba el horrendo atentado
de las torres gemelas, que fue el detonante de una escalada de violencia, dando
lugar a una posterior intervención militar por parte de Estados Unidos, con el
apoyo de otras potencias europeas, primero en Afganistán, luego en Irak y
más tarde en Libia. El hecho es que lejos de solucionar la crisis ésta se fue
agudizando y los atentados terroristas se han ido sucediendo sin tregua. Esta
vez le ha tocado el turno a los pacíficos transeúntes de las Ramblas de
Barcelona y mañana nadie sabe dónde estará ubicado el escenario del
terror.
Después de haber alborotado el avispero ahora no
se sabe cómo apaciguarlo. El terrorismo
preocupa a un Occidente que por todos los medios trata de liberarse de
él, aplicando medidas preventivas, intensificando la vigilancia
policial, endureciendo las leyes y poniendo en práctica respuestas
contundentes; pero mucho me temo que esto no va a disuadir a quienes están
decididos a morir matando. Tendremos que preguntarnos por qué está sucediendo
lo que sucede, dónde está el origen, cuales son las causas y cuando lo sepamos,
sólo entonces, sabremos qué remedios pueden ser lo más eficaces para
erradicar este cáncer.
En cualquier caso, resultaría miserable e
injusto que los promotores de la Europa atea y descreída, desvirtuando el
significado de lo que está pasando, tomaran pie para decir que en nombre de
Dios se está matando, que se le invoca para sembrar el terror y que ello sería
un argumento más para hacer desaparecer la religión de la faz de la tierra. No
es la primera vez que situaciones como ésta se han aprovechado para
lanzar el mensaje de que la verdadera paz y tolerancia entre las gentes y
los pueblos sólo se puede alcanzar en un contexto puramente laicista, o
que el ateísmo es sinónimo de liberación y progreso.
Vamos a ser serios. El que un grupo de desalmados utilicen el nombre de Dios en el momento de
perpetrar un atentado no quiere decir que Dios esté con ellos, ni tampoco que
estén apoyados por la religión a la que dicen pertenecer. En
realidad estamos hablando de un grupo marginal fanático radicalizado, que
sólo se representan a sí mismos, sin que se pueda confundir el yihadismo con
islamismo como tampoco, en estos momentos, se pueda meter en el mismo saco
Occidente y el cristianismo.
Para entendernos, podíamos decir que Al Qaeda no
pasa de ser un avispero incomodo, capaz de perturbar los plácidos sueños de
los europeos y de los americanos, pero con pocas posibilidades de
poderle disputar a Occidente la hegemonía cultural en el mundo. El peligro de
que esto pueda suceder viene de otras culturas emergentes, sobre todo de
la constelación musulmán de los suníes y chiíes, que se está extendiendo a
ritmo vertiginoso, así, mientras que en Occidente por culpa del aborto , la
desintegración familiar, las prácticas homosexuales y la ideología
de género, ha descendido ostensiblemente la población hasta llegar a un índice
de crecimiento demográfico negativo (1, 4 aproximadamente) en el mundo
musulmán tal índice es altísimo, situándose en un 8,1. Si a esto unimos el
fenómeno de la inmigración y el hecho constatado de que la edad media es mucho
más baja en la población musulmana que en la europea, podemos llegar a la conclusión
de que los 50 millones de musulmanes existentes en suelo europeo en el año 2006
se pudieran convertir en 100 millones allá por el año 2050. Lo cual
quiere decir que si estas previsiones se cumplen, Europa llegaría a quedar
invadida pacíficamente por musulmanes, sin necesidad de utilizar las
armas y sin necesidad de violencia alguna.
No es esto solo, había que añadir además la
pérdida de valores, la deshumanización y el vaciamiento espiritual sufrido por
Europa después de haber quedado huérfana de Dios. El relativismo gnoseológico nos ha llevado a cuestionar la verdad
y el relativismo ético el bien;
nos hemos quedado sin referencias y criterios objetivos a expensas solamente de
la caprichosa voluntad humana, que nos ha llevado a creer que todo es
igualmente válido. El nihilismo
existencialista ha venido a vaciar nuestras vidas del sentido profundo,
nos ha despojado de las finalidades últimas, arrebatándonos también toda
esperanza trascendente. El concepto y la dignidad de la persona han
quedado reducidos a meros conceptos metafísicos abstractos, difíciles de
traducir en la vida real. Ante este panorama tan desolador uno no puede
por menos que recordar las premoniciones de Oswald Spengler y decir con
infinita tristeza que el fin de la cultura europea puede que esté próximo.
Aún en la cúspide de la prosperidad material,
los signos de envejecimiento y decadencia en Occidente son manifiestos. Los
sistemas económicos de rancio abolengo, llamados a proporcionarnos un alto
nivel de vida y hacernos olvidar el rico legado del humanismo cristiano, puede que hayan alcanzado macroeconomías
saneadas, pero lo que no han logrado es ponernos a salvo de
la voracidad del materialismo consumista y deshumanizador. Esas dos
generaciones que crecieron a la sombra del sueño americano dan muestras de
cansancio y hoy ya ni siquiera este sueño puramente materialista existe
para la inmensa mayoría.
A la Europa descreída y sin valores se le están
acabando los créditos y ve como se extingue la llama del espíritu. La ciencia,
que en su día fue presentada como sustituta de la religión, no va a poder
salvarla. Lenta pero inexorablemente su hegemonía en el mundo va eclipsándose.
El predominio cultural, filosófico, religioso e incluso político y económico,
cada vez más van siendo ya cosas del pasado. En el pulso que previsiblemente
Occidente va a tener que mantener con otras culturas, como puede ser la
islamista ¿Con qué bagaje se va a presentar? ¿Cuál va a ser su
fuerte en el enfrentamiento dialéctico, que tarde o temprano habrá de
librarse?
La
grandeza de espíritu, junto con los elevados ideales, son imprescindibles
para la continuidad en la vida de los pueblos, ¿cuáles son los de
Occidente? y sobre todo quienes nacieron con la mesa
puesta y fueron hijos de la abundancia ¿Estarían dispuestos a luchar y hasta
morir por ellos?
Tal como están las cosas y teniendo en cuenta el
peligro de una invasión pacífica de Europa por parte de los musulmanes, a mí
sólo se me ocurren dos salidas de emergencia a la actual situación. Una sería
tratar de integrar a la población musulmana asentada en nuestro suelo,
con el fin de que la cultura vigente occidental no se viera comprometida; pero
sucede no obstante que las dificultades para que esto se produzca
son enormes, casi imposibles de salvar, porque se arranca de cosmovisiones
distintas, casi contrapuestas, sin que haya una respuesta compartida entre el
mundo islámico y el occidente secularizado, tanto en el campo antropológico
como en el religioso; tampoco en lo político, sobre todo por lo que se refiere
al sistema por el que se han de gobernar los pueblos. En este sentido el
sistema teocrático del islamismo choca frontalmente con el sistema
democrático de Occidente. A un creyente musulmán le resulta casi
imposible de aceptar que el parlamento pueda legislar algo que vaya en contra
de lo prescrito en el Corán. Un creyente no podrá aceptar nunca que la
legitimidad de algo venga marcada por la decisión mayoritaria del Parlamento y
no por la voluntad de Alá. Un creyente nunca podría aceptar que el plano
político esté por encima del plano religioso o que éste no tenga una relevancia
en la vida pública. Un creyente nunca podría aceptar que a la verdad y al
bien se le nieguen valor absoluto y universal y por supuesto nunca podría
aceptar que el laicismo y la inmanencia desplazaran a la religiosidad y a la
trascendencia en la vida ordinaria de las personas. En fin la lista podía ser
interminable; por eso la incorporación incondicional de los musulmanes al
proyecto secularizado de Occidente sería poco menos que impensable. Incluso en
aquellos puntos negros de la cultura musulmana que están pidiendo una urgente
revisión, como puede ser la situación marginal de las mujeres, tampoco la
respuesta de Occidente resulta satisfactoria, porque si es verdad que hay
que acabar con la marginalidad femenina, las mismas mujeres musulmanas serían
las primeras en negarse a pagar un precio tan alto como sería el tener que
aceptar la ideología de género.
La otra solución más eficaz y factible estaría
en la recristianización de Occidente. Se necesita reavivar la llama del
espíritu e imbuir de savia cristiana a los pueblos y naciones de Europa,
a sus instituciones, a la sociedad, a las familias y a sus moradores. Occidente
aún no está muerto, todavía puede recuperarse y volver a la grandeza y el
esplendor de otros tiempos, volver a ser foco de luz en medio de la noche
oscura. Estamos en una situación parecida a la que se encontraron los primeros
cristianos y si ellos pudieron ¿Por qué no ahora?..... En todos los
continentes del mundo el cristianismo está experimentando un auge. Naciones
como China, Rusia, Japón, la India, Burkina–Faso, Singapur, Vietnam,
Bangladesh, Corea del Sur etc., están volviendo su mirada a Cristo;
entonces ¿por qué no pensar que esto mismo pudiera suceder en el lugar mismo
que sirvió de cuna al cristianismo naciente? Europa tiene que
olvidarse de los prejuicios del materialismo ateo y pensar que la fe en Cristo
le hará más feliz, más libre, más humana, más esperanzada, más justa, incluso
más próspera y cuando se sienta poseedora de este don, podrá lanzarse, entonces
sí, a la conquista de todos los mundos con la seguridad de que con la
fuerza invencible del espíritu nadie se le podrá resistir.
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