jueves, 24 de agosto de 2017

NO TENGO NADA CONTRA PAULO IV, AUNQUE ANTES HUBIERA VOTADO POR TRUMP


Un saludo a mis queridos lectores cubanos, uno de los cuales me saludaba ayer. Tengo la impresión de que el régimen no dio toda la difusión que yo hubiera deseado de mi Carta a Fidel, cuando ese tirano fue a su destino eterno.

También quiero saludar a mis lectores brasileños. Me sorprende encontrar tantas personas de esa nación en este blog ibérico. Siempre me ha parecido fascinantemente misteriosa esa nación que es un océano de selvas recorrido por ríos serenos y colosales.

Un saludo a todos los clérigos hispanos estudiantes de licenciatura y doctorado en Roma. Mi panel de estadísticas me demuestra que en vuestros ratos ociosos sois una visita pequeña pero fiel. Una de cada cien visitas proviene de los sacerdotes y frailes aburridos de la ciudad de los papas.

Quiero decir que no tengo nada personal contra Paulo IV. Os aseguro que a mí no me ha hecho nada malo. El siglo XVI está lo suficientemente lejos como para que no haya hecho nada malo ni siquiera a mis abuelos. Lo Trump era una broma. En un cónclave, Trump no hubiera recibido ni un voto mío.

Ahora bien, la actuación de ese papa de decisiones impetuosas, Paulo IV, encarcelando a dos cardenales completamente inocentes basándose en sus manías personales fue absolutamente reprobable. Pero no fue malo con todos. A un sobrino totalmente indigno y ajeno al estado clerical, lo elevó al cardenalato fulminantemente. Sí, no era malo con todos: favoreció a sus sobrinos todo lo que pudo con múltiples beneficios.

La lista de actos deplorables de este papa es larga. Eso sí, nada de sexo. Pero el buen Dios consideró que con cuatro años de papado ya era más que suficiente.

Éste es un buen ejemplo de algo que he repetido muchas veces: si los obispos deberían ser escogidos de entre los mejores de los mejores sacerdotes, los cardenales deberían ser tomados de entre los más óptimos obispos. 

Hace tiempo escribí una pequeña obra sobre el cardenalato titulada Colegio de pontífices, en la que me atrevo a sugerir una reforma de ese sacro colegio. En ese grupo de eclesiásticos no debe haber lugar para simplemente buenas personas, todos sin excepción deberían ser la cúspide de la santidad y la sabiduría de los pastores de la Iglesia.


P. FORTEA

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