Confesamos en el Credo que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica (Vat. II, LG 8)
Por: P. José María Iraburu | Fuente: InfoCatolica.com
–¿Y no se cansa de combatir errores?
–No, por gracia de Dios. Y que Él me asista
siempre para enseñar la verdad y para reprobar los errores contrarios.
«Confesamos en el Credo que la Iglesia es una, santa,
católica y apostólica» (Vat. II, LG 8)
* * *
–La Iglesia es una
El Sumo Sacerdote «profetizó que Jesús había de morir por el
pueblo, y no sólo por el pueblo, sinopara congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos»
(Jn 11,51-52). En la Cruz, pues, al precio de la sangre de Cristo, se formó la
unidad de la Iglesia. El mismo término Ecclesia
nos hace ver que es la Convocada: la reunión de todos aquellos hombres elegidos y
llamados que, por la gracia de Dios, han escuchado y seguido esa vocación excelsa.
«Sólo hay un cuerpo y un
espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un
Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todo, por
todos y en todos» (Ef 4,4-6). Babel es orgullo, pecado, mentira, división. Pentecostés
es humildad, gracia, verdad, unión. «La Iglesia es una debido a su “alma”: “el
Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la
Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles, y une a todos en Cristo tan
íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia”» (Catecismo
813, citando a Clemente de Alejandría)
«Es Cristo, quien, por el
Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una» (LG
8). La unidad interna de la Iglesia está causada por la voluntad de Cristo
y su oración continua: «Padre, que todos sean
uno, como tú en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).
Siendo las divisiones internas (Babel) lo más frecuente en el mundo,
la unidad interna de la Iglesia (Pentecostés) es un milagro permanente, que no se ha dado ni remotamente en modo
semejante en ningún lugar, institución, ni época de la historia.
El cardenal Ratzinger, en su introducción a la
declaración Dominus Jesus, de la Congregación de la fe
(6-VIII-2000) indica que «la pretensión de
unicidad y universalidad salvífica del Cristianismo proviene esencialmente del
misterio de Jesucristo, que continúa su presencia en la Iglesia, su Cuerpo y su
Esposa». El evangelio de San Mateo termina con estas palabras de Jesús,
en las que se funda la unidad de la Iglesia: «Yo
estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (28,20).
–La Iglesia es única
Cristo es la Cabeza, el Esposo, el Pastor de la
Iglesia: no tiene varios Cuerpos, ni varias Esposas, ni varios rebaños
distintos. Llamar Iglesias a las comunidades cristianas separadas de la
Iglesia, no tiene sentido. La declaración Dominus
Iesus afirma que «las Comunidades
eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra
sustancia del misterio eucarístico (Vat. II, UR 22), no son Iglesia
en sentido propio» (n.17).
–Los Pastores han de guardar en la unidad al pueblo de Dios que han
recibido a su cuidado
Ésa es la imagen fundacional de la Iglesia: los
que habían recibido la fe y el bautismo «perseveraban
en oír la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y
en la oración» (Hch 2,42). «Vivían unidos, teniendo todos sus bienes
en común» (2,44). «La muchedumbre de los que habían
creído tenía un corazón y un alma sola» (4,32).
–La
verdad es una y une. Los errores son innumerables y dividen
La verdad católica une; los errores doctrinales
y morales dividen. Como dice el Vaticano II, «la
Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente
de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los
otros» (DV 10). Forman un triángulo equilátero, en el que cada
uno de los lados sostiene a los otros dos. La unidad interna de la Iglesia se
fundamenta, pues, en la verdad revelada, y ésta fluye de la triple fuente
única: Escritura, Tradición y Magisterio apostólico. Toda doctrina o disciplina
que no tenga su fundamento en esa fuente es causa necesaria de división interna
en la Iglesia.
La
Iglesia de Cristo es una. Y si no es una, no es la Iglesia de Cristo. La
Iglesia nunca contra-dice su propia doctrina. Ésta se va desarrollando por obra
del Espíritu Santo, que la guía hacia «la verdad
completa» (Jn 16,13), pero siempre en el mismo pensamiento y sentido.
Crece la doctrina católica como crece un árbol: siempre fiel a sí mismo. La
Iglesia es una en su doctrina: no enseña una cosa en cierta nación,
acomodándose a su cultura, y en otra nación otra cosa distinta y contraria. No
sería entonces «columna y fundamento de la verdad» (1Tim
3,15). Eso explica la pasión de los primeros apóstoles por la unidad del pueblo
cristiano: la unidad en la caridad, por supuesto; pero también en la doctrina
de la fe: «una sola fe».
San Pablo: «Os ruego, hermanos, por el nombre de
nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis
igualmente, y no haya entre vosotros cisma, sino que seáis concordes en el
mismo pensar y en el mismo sentir» (1Cor
1,10). «Haced pleno mi gozo, teniendo todos el
mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir» (Flp
2,2). San Pablo no pretende hacer «paulinos», sino discípulos de Cristo, «cristianos» católicos.
–En el
post-Concilio ya se fue disgregando en no pocos lugares la unidad de la Iglesia,
sobre todo en el Occidente más rico e ilustrado. Es decir, fue acrecentándose
la apostasía. Los Papas declararon abiertamente la profunda desunión interna
generalizada en amplias zonas de la Iglesia.
-Pablo
VI, poco después del Concilio que presidió, afirmó en varias
ocasiones que la unidad de la Iglesia en doctrina y disciplina se iba
quebrantando más y más. «La Iglesia se encuentra
ahora en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de autodemolición…
Está prácticamente golpeándose a sí misma (7-XII-1968)… «se ha introducido el humo de Satanás en el templo de
Dios» (29-VI-1972). Es lamentable «la división, la disgregación, que por
desgracia se encuentra en no pocos sectores de la Iglesia» (30-VIII-1973) -San Juan Pablo II: «se han esparcido
a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde
siempre. Se han propalado verdaderas y propias
herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones,
rebeliones. Se ha manipulado incluso la liturgia» (6-2-1981). -El cardenal Ratzinger, un mes antes de
ser constituido papa Benedicto XVI, en el Via Crucis del Coliseo: «¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras
vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio,
deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta
autosuficiencia!… Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a
punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu
campo vemos más cizaña que trigo» (25-III-2005).
–Actualmente
esa falta interna de unidad en la Iglesia ha llegado con demasiada frecuencia a
extremos clamorosos. Y la divisiones que contraponen a los mismos
Pastores de la Iglesia la ponen en peligro de ruina, porque la Iglesia o es una o no es Iglesia. Ya traté de este tema, con ocasión de los
Sínodos, en el artículo (342) Agua
y aceite. Concretamente, en torno al capítulo 8º de la Amoris lætitia las
enseñanzas contrarias entre sí abundan escandalosamente en no pocos Obispos y
Cardenales, teólogos y fieles, tratándose a veces de temas graves, como es la
posibilidad de comulgar en los divorciados
vueltos a casar, antes llamados adúlteros...
–Cuando fracasa definitivamente un matrimonio,
puede Dios permitir un segundo matrimonio, que exige la misma fidelidad que
exigía el primero, y que ha de considerarse muchas veces como «un regalo de
Dios», un «camino de perfección» evangélica.
–La misericordia de Pedro no ha de ser menor que la de Moisés, que toleró el
divorcio y el matrimonio nuevo posterior. –El matrimonio es ciertamente
indisoluble; pero en algunos casos es disoluble. –Privar de la comunión a ese
segundo matrimonio aleja de la Iglesia a sus hijos. –El bien de los hijos,
incluso el espiritual, exige no pocas veces que se prolongue la unión adúltera
indefinidamente. –Privar de la Eucaristía a parejas «irregulares»
es una crueldad inexcusable: Dios Padre no excluye de su mesa a ninguno
de sus hijos. –Simplemente, deben ir confiadamente a comulgar todos los que en
conciencia se sienten en paz con Dios misericordioso. –Cristo no dudó en comer
con los publicanos y pecadores públicos. –Es evidente que hay actos
intrínsecamente malos, gravemente prohibidos por la ley divina, que ninguna circunstancia
puede justificar (Veritatis splendor 67); pero en ciertas situaciones
(como la creada en un segundo matrimonio fiel y estable), pueden ser realizados
sin culpa, sin perder la gracia de Dios, más aún, haciendo así la concreta
voluntad de Dios providente. –Pueden darse situaciones en que la obediencia
estricta a un mandamiento de Dios no pueda darse sin pecar. –Los que rechazan
algunos puntos de la Amoris laetitia suelen ser eclesiásticos o laicos frustrados, que
«buscan dividir», lo que es propio del diablo. Et sic de caeteris.
Esos argumentos vergonzosos son lanzados hoy por
algunos Cardenales, Obispos y teólogos contra otros Cardenales, Obispos y
teólogos… Ignominioso… ¿La Iglesia ES una?
Solamente en la verdad
católica puede darse la unidad de la Iglesia.
–Esta situación no durará indefinidamente
Tres cosas. 1ª) Si se acepta que actos intrínsecamente malos pueden ser
lícitos en ciertos casos, y se aplica ese principio, por ejemplo, a la
anticoncepción, al aborto, al fraude, al homicidio exigido por el honor
familiar, a la homosexualidad operativa, a la pederastia, a la comunión de los
adúlteros, etc., cae arruinada toda la moral católica, como bien lo muestra y
demuestra el profesor Josef Seifert.
2ª) La Iglesia
Católica ya no sería «una», pues quedaría dividida en partes irreconciliables,
ya que están separadas por doctrinas abiertamente contrarias entre sí. 3) En
medio de las infinitas divisiones que caracterizan al mundo, la Iglesia no será
ya «columna y fundamento de la verdad (1Tim 3,15)… Las tres cosas nos hacen
prever que esta situación no puede durar mucho, pues nuestro Señor y Salvador
Jesucristo profetizó la indefectibilidad de la Iglesia.
–El
Papa, como sucesor de Pedro, es el primer ministro de la unidad eclesial
La autoridad doctrinal y pastoral del Obispo de
Roma se extiende a toda la Iglesia. Él está especialmente asistido por Cristo
para guardar a la Iglesia, es decir, a todos los Obispos y fieles católicos,
«en la paz y la unidad», que en la Eucaristía, antes de la comunión, pedimos al
Señor todos los días. No olvidemos que, precisamente, la Eucaristía es el sacramento que causa y expresa la
unidad de la Iglesia.
Veinte siglos llevamos pidiendo a Dios en la
Misa «por tu Iglesia santa y católica, para que le
concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes
en el mundo entero, con tu servidor el Papa N., con nuestro obispo N., y todos
los demás obispos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y
apostólica» (Canon romano). Y lo mismo pedimos antes de la
comunión en todas las Plegarias eucarísticas postconciliares.
El
Papa tiene como ministerio propio, establecido y asistido por Cristo,
–guardar la unidad
doctrinal de la Iglesia, «confortando en la fe» (Lc
22,31-32) a sus hermanos Obispos y a todos sus hijos católicos. Ello exige
confesar aquella fe que nace de Escritura–Tradición–y Magisterio apostólicos (DV
10). Precisamente por eso los Papas deben ser muy moderados a la hora de
irradiar a toda la Iglesia sus opiniones personales, sus ocurrencias, sus
preferencias teológicas en temas discutidos, porque no pocos cristianos más o
menos afectados de papolatría: los
más sencillos,
por ignorancia, y algunos eclesiásticos carrieristas, por oportunismo –denunciados éstos por Francisco
en su discurso sobre «las 15 enfermedades»–. Unos y otros tomarían en todo su
palabra pontificia como doctrina de la Iglesia, que exige la adhesión de todos
los fieles. En tal supuesto, el Papa sería una de las causas principales de la
des-unión interna de la Iglesia.
–guardar la unidad de
todos en la caridad. Precisamente por eso los Papas deben moderar muy
atentamente la manifestación exterior de sus preferencias personales en temas
doctrinales o pastorales discutidos. Si alabaran y promovieran a aquellos que
más participan de sus opiniones y tendencias personales, y si vituperaran y
degradaran a otros que no participan de ellos, no serían para la Iglesia causa
de unión, sino de profundas des-uniones y agravios comparativos.
–El
Papa, en cuanto a sus modos propios de ser y de obrar, no está en la Sede de
Pedro como ejemplo a imitar por todos los Obispos y fieles
No es ése su carisma y su ministerio propio, ni
tampoco lo es en el Obispo respecto de su diócesis. El Papa y los Obispos van cambiando, y suelen ser bastante diferentes
unos de otros (Pío X, Pío XII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI,
Francisco…) Si la adhesión fiel de los católicos al Papa y a su Obispo propio
exigiera esta asimilación profunda de sus modos personales de ser, de sus
tendencias y preferencias, de sus estilos pastorales, al cabo de unos años,
habiéndose sucedido un buen número de Papas y Obispos diocesanos, los fieles
católicos, y especialmente los sacerdotes, acabaríamos todos esquizofrénicos.
En este sentido, si el Papa,
concretamente, procurara que todos los Obispos y fieles piensen, sean y operen
como él, aceptando su estilo pastoral en seminarios y universidades, parroquias
y movimientos; es decir, si el Obispo de Roma quisiera infundir en la totalidad
de la Iglesia católica su modo de pensar, su estilo pastoral, sus maneras de
enfrentar los conflictos morales, necesariamente favorecería a quienes
aceptasen serle clónicos, y se mostraría hostil a los diferentes. De
nuevo venimos a concluir que, en tal supuesto, el Papa no sería de hecho causa
de unidad en la Iglesia, sino el principal promotor de divisiones y tensiones
sin fin.
La configuración estricta a los modos personales
del Papa causaría graves daños sobre todo en aquellas Iglesias locales de muy
antigua tradición, que en su larga historia han ido desarrollando ciertos modos
propios de servir a Cristo y de difundir su Reino. No pueden, no deben ir
cambiando su propia historia para acomodarla cada pocos años a las preferencias
personales del Papa reinante, que puede durar 10 o 30 años, para dar paso
después a otro Papa que, probablemente, será bastante diferente.
–«La
enfermedad de divinizar a los jefes»
A fines de diciembre de 2014, el papa Francisco
tuvo su encuentro anual con la Curia Vaticana en la Sala Clementina para
intercambiar las felicitaciones de Navidad. Y en su discurso a los miembros de
los dicasterios, tribunales, consejos, oficinas y comisiones advirtió del
peligro de 15 enfermedades que podrían afectarles. La 10ª de éstas
es: «La enfermedad de
divinizar a los jefes: Es la enfermedad de los que cortejan a los
superiores, con la esperanza de conseguir su benevolencia. Son víctimas del
arribismo y del oportunismo, honran a las personas y no a Dios. Son personas
que viven el servicio pensando sólo en lo que tienen que conseguir y no en lo
que tienen que dar. Personas mezquinas, infelices e inspiradas sólo por su
egoísmo fatal». Sin duda, el peligro es real, no es meramente imaginario.
–Hace unos pocos años
declaraba un Arzobispo, todavía no Cardenal, que él quería ser un Obispo clónico
del papa Francisco.
Ya es Cardenal. –Por ese mismo tiempo, un
Monseñor de la Congregación de Educación y Seminarios decía en una entrevista
que su Congregación tenía ahora la gran tarea de acomodar todos los Seminarios
de la Iglesia a la mentalidad y criterios personales del papa Francisco… En el
supuesto de que el próximo Papa sea un León XIV, ¿tendrá que volver la
Congregación a hacer una tarea análoga?
–Los
Papas, Obispos y sacerdotes que la Iglesia declara «santos» son los modelos de
los Pastores de hoy
Para
eso los ha canonizado la Iglesia. Pedro y Pablo, Atanasio, el Crisóstomo,
Agustín, Borromeo, Mogrovejo, Vianney, Pío X, Juan Pablo II, etc., ésos y otros
también canonizados como santos, son los Pastores que, configurando su vida y
ministerio al Buen Pastor por obra del Espíritu Santo, son puestos por la
Iglesia como intercesores y como ejemplares
a los que deben seguir, según sus condiciones y gracias propias, los
Pastores actuales.
Los
excelentes documentos de la Iglesia sobre el sacerdocio, por
otra parte, trazan también con Autoridad
apostólica los grandes criterios de fe que deben guiar establemente, aunque con
importantes desarrollos homogéneos, la vida y ministerio de Obispos y
Presbíteros. Recordemos algunos documentos: Haerent animo (San Pío X), Ad catholici sacerdotii (Pío XI),
Menti Nostra (Pío XII), Sacerdotii nostri primordia (San Juan XXIII),
Sumi Dei Verbum (Pablo VI), Sacerdotalis caelibatus (Pablo VI),
Pastores dabo vobis (San Juan Pablo II), así como los grandes
documentos del Concilio Vaticano II (Christus Dominus, Presbyterorum
Ordinis, Optatam totius), etc. Es previsible que esta serie formidable de
textos pontificios sea también continuada por el papa Francisco.
–«Nihil violentum durabile»
La
Iglesia es una. En todo lo fundamental en doctrina, moral
y disciplina, la unidad pertenece a la Iglesia
como nota propia de su naturaleza. Puede sobrevivir la Iglesia a
pesar de los pecados personales de sus Pastores y fieles, como veinte siglos de
historia lo demuestran. Pero va en contra de la
naturaleza de la Iglesia, es decir, le es violenta, toda des-unión en doctrinas y normas
fundamentales. Es, pues, inadmisible que en ciertos sitios se combata siempre el mal intrínsecamente prohibido («por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y
el adulterio»; Catecismo 1756), y que en otros se permita ese mal
en ciertos casos–.
Pues bien, nada que violente la unión propia de
la Iglesia es tolerable, pues atenta contra su propia naturaleza. Más aún: como
afirma el adagio antiguo, nihil violentum
durabile. Nada que sea violento puede ser duradero.
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