miércoles, 16 de agosto de 2017

EN LA MISA SIEMPRE ORAMOS POR EL OBISPO


Sigo leyendo el libro sobre el episcopado francés en el siglo XVI y XVII. El origen de toda la lacra de malos obispos estaba en el patronato real, en las tercas presiones y los “intereses” que los cortesanos recibían a favor de uno u otro candidato. Esos intereses no eran, desde luego, los de Cristo.

Había obispos que para obtener ciertas sedes se comprometían a pagar “pensiones” a ciertos nobles. El obispo de Marsella, por ejemplo, se había comprometido a pagar una pensión al conde de Tende-Saboya. Y cuando éste murió, su viuda insistió en que se le pagara la pensión a ella.

Con todos estos tejemanejes, hubo una diócesis que tuvo a tres obispos sucesivos pertenecientes a la misma familia. También me ha llamado la atención el peso monetario tan grande que llegó a tener el caso de los obispos que se retiraban a condición de cobrar una pensión anual vitalicia. Pensión negociada con el candidato sucesor. Se retiraban no pocos obispos, sí: pero con esa condición.

Otros obispos pasaban de una diócesis a otra, pero manteniendo una pensión de su primera y segunda diócesis. Consecuencia de las negociaciones (no se pueden llamar de otra manera), también sorprende el gran número de obispos coadjutores.

Roma poco podía hacer ante esta situación galicana. Ni el rey ni los nobles ni los obispos querían cambiar esta situación de la que eran beneficiarios. Los nombramientos de Roma, sin ser perfectos, siempre eran más sanos, menos ligados a toda esta red de intereses. Pero Roma era vista como una intrusa.

Ese episcopado estaba tan aburguesado que ahora entiendo por qué fue en Francia donde surgió la Revolución Francesa. Era una iglesia enferma. Qué tremenda responsabilidad la de transigir con pequeños cambios a peor en la iglesia de una nación, porque esos pequeños cambios pueden dar lugar a cambios más grandes. Y, al cabo de generaciones, el desastre puede ser impresionante.

¡Qué responsabilidad la de los sucesores de los apóstoles por mantener el tesoro del episcopado radiante! Cuando se transige con un pequeño mal, nunca se sabe adónde puede llevar esa pequeña desviación. Lo he dicho mil veces aquí: “Los obispos tienen que ser los mejores. Los más santos de entre los presbíteros sabios y prudentes”. Eso es todo y nunca hay que aceptar nada más que eso.

Por supuesto que nuestros obispos actuales son cien veces mejores que la mayoría de los obispos medievales y modernos. Pero debemos esforzarnos orando para que la jerarquía logre escoger a lo mejor de lo mejor.


P. FORTEA

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