jueves, 6 de julio de 2017

SINCERIDAD Y CONFIANZA


La sinceridad implica veracidad y honestidad, verdad en la palabra, honestidad en el actuar.

Por: Escuela de la Fe | Fuente: Escuela de la Fe

Sinceridad. Quizá podemos ver algo de lo que es esta virtud interpretando la palabra española: “Sin cera” i.e. no hay “cera”, nada cubriendo, escondiendo la realidad. Se trata de algo auténtico, tal como parece. Tratándose de una persona – no hay máscara (“más” cara), algo ficticio recubriendo su verdadera cara. Por eso una persona sincera es una persona “de una sola cara”.

La sinceridad implica veracidad y honestidad, verdad en la palabra, honestidad en el actuar. Uno puede confiar en que lo que dice tal persona es cierto y además que se hará.

El alma consagrada, llamada a ser reflejo de quien dijo “yo soy... la verdad” (Jn 14,6) y afirmó que para eso había venido, para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37). Por lo tanto es llamado a imitar a Cristo también en esta total sinceridad y autenticidad personal. Es importantísimo cultivar esta virtud desde los primeros años de formación, para evitar cualquier tipo de deformación de conciencia, con las consecuencias nefastas para su fidelidad y felicidad personales en la vida posterior.

El auténtico ambiente de caridad y comunión en la vida de comunidad, del cual hemos hablado como medio que propicia la madurez y la fidelidad en la vivencia de la virginidad consagrada, es imposible dónde no hay sinceridad y autenticidad.
¿Cómo puede existir armonía, seguridad, apoyo, benedicencia, donde uno no puede fiarse de la sinceridad de las palabras o acciones de una persona? ¿Dónde uno puede temer que en algún momento alguien saldrá en su contra con una mala jugada? La persona insincera deshace el ambiente de confianza en la comunidad, destruyendo la paz. Al mismo tiempo ella misma es incapaz de vivir en paz, por temor a que se le descubra y porque no sabe tampoco fiar de la sinceridad de las demás. Sólo cuando hay sinceridad puede crecer el ambiente de familia que debe caracterizar toda comunidad religiosa.

¿Quién acudirá a pedir consejo a una religiosa o persona consagrada que se muestra insincera? ¿Quién confiará a ella la educación de sus hijos? ¿Cómo pueden las superioras confiarle alguna verdadera responsabilidad? Es esencial que cada formando se forje en el sentido de la veracidad, la honestidad, la rectitud. Podrá saber mucho de pedagogía, de catequesis, de pastoral, y hasta ser piadosa: si hay en ella doblez y mentira será sólo una caricatura de apóstol, una cristiana a medias, un ser humano dividido y disminuido.

¿Cuáles son los medios para formarla? Los que me ofrece la vida ordinaria. Valorar esta virtud a las que están en formación y educarles a ella en la práctica diaria. Mientras no logremos que se comporten del mismo modo cuando son vistas y cuando están solas, no podemos estar tranquilos, en la guarda del silencio en los tiempos y lugares prescritos, en la dedicación completa al trabajo o al estudio encomendado. Que lleguen a ser capaces, por ejemplo, de hacer los exámenes escritos sin vigilancia y sin copiar.

La sinceridad es, en primer lugar, sinceridad con uno mismo. La confianza no se exige, se ofrece y se merece. La confianza y la sinceridad requieren diálogo. Ese diálogo en el que profundizarán en un conocimiento mutuo facilitará los tratamientos de las cuestiones personales. La sinceridad requiere amistad porque sólo en un clima de intercambio de cuestiones que afectan a la intimidad uno entiende que la intimidad es inviolable. Se percibe que es un presente delicado y no merecido. La sinceridad es una condición para la mejora de las personas. El ambiente de sospecha complica las relaciones y es ocasión de divisiones.

La gratitud es una virtud rara, virtud elemental, y sin embargo muchas veces es descuidada. Los hombres vivimos acostumbrados a que, en sociedad, cada uno tiene una función y nos debemos unos a otros. Consideramos que no es necesario agradecer el servicio que al otro le corresponde, como yo no espero que se me agradezca lo que a mí me corresponde. Sin embargo, esta actitud puede llevarnos a desarrollar mucho orgullo y un sentimiento de autosuficiencia, de “exigencia” como si se me debiera algo. Quien se reconoce pobre, se siente indigno de todo y, por tanto, hasta el mínimo servicio, lo considerará como no debido, lo agradecerá. Jesucristo es el ejemplo también en esta virtud: “Te doy gracias, Padre, por haberme escuchado" (Jn 11,41; cf Mt 15,25). La gratitud es fruto y signo de grandeza de alma, de humildad, de respeto y caridad. La ingratitud indica raquitismo, egocentrismo, tosquedad del espíritu. Formas de agradecer: De palabra: por escrito o verbal. A veces una frase escrita tiene más peso. De obras: atenderlo en alguna necesidad; atender a alguno de sus familiares si se encontrara necesitado; proveer por sus necesidades espirituales; asegurar que están cerca de Dios. De oración: ésta es la mejor forma de agradecer. ¡Cuánto agrada a Dios la oración de intercesión!

Como la gratitud brota de esas virtudes, grandeza de alma, humildad, respeto, caridad, cultivarla favorece esas virtudes que son tan importantes para la persona consagrada. Quien se dedica al apostolado suele ser objeto de innumerables favores y gestos de benevolencia por parte de los fieles. Hay que ser agradecidos, no actuar como si todo se nos debiera. Una palabra, una tarjeta, un pequeño detalle de agradecimiento por su donativo, por su colaboración en la catequesis parroquial, en el colegio, por el día del festejo... pueden ser verdaderas semillas del Reino de Dios. ¡Cuánto mal puede hacer una persona consagrada que da la impresión de sentirse con derecho a ser servida sin necesidad de agradecer! El agradecimiento sincero abre la puerta de muchos corazones.

Hay que educarse en la práctica sincera y fina de la gratitud en la vida ordinaria. Implica un elemento interior y uno exterior. No debemos contentarnos con lo interior: Ser agradecido implica que yo debo reconocer mi deuda y expresarla. En esto muchas veces fallamos en la vida ordinaria. Dejamos pasar las oportunidades, y así, paulatinamente, perdemos de vista nuestra realidad de deudores. No expresamos nuestra gratitud, y terminamos siendo “malagradecidos”, por todo lo fuerte que pueda sonar.

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