Jueves después de Pentecostés – 08 DE JUNIO 2017
1. “Os he llamado amigos,
porque os he manifestado todo lo que he oído a mi Padre. No me habéis elegido
vosotros a mí, soy yo quien os he elegido y os he destinado a que os pongáis en
camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn 15,15).
Jesús
entrega su amistad y pide la nuestra. Ha dejado de ser el Maestro para
convertirse en amigo. Escuchad como dice: Vosotros sois mis amigos… No os llamo
siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer…En aras de esa amistad, que es entrañable, que es verdadera y ardorosa,
desea atajar a los que aún pudieran no hacerle caso. “No
sois vosotros -les dice- los que me habéis elegido, soy yo quien os he
elegido”.
Es un
compañero deseoso de salvar, de alegrar y de llenar de paz a sus amigos. “Os he
hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a
plenitud”. El Maestro está con los brazos abiertos de la amistad tendidos hacia
nosotros. Y con la alegría como promesa y como ofrenda. Nunca se ha visto un
Dios igual. Camina ahora mismo y por cualquier calle. Por la acera de tu casa,
seguro. Y está diciendo que es amigo tuyo, que te quiere igual que a su Padre y
que desea llenarte de alegría. Lo va repitiendo al paso, según se acerca a tu
puerta (ARL BREMEN).
2. Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta
maravilla, cuánta belleza!:
“¡Oh montes y espesuras, plantados por la mano del Amado!, ¡oh, prado de
verduras de flores esmaltado!, decid si por vosotros ha pasado” (San Juan de la Cruz)
Creó los
hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron. (Gén 3,9). El pecado es un
desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como un
hueso desplazado de su sitio, buscando el placer, la satisfacción del egoísmo,
de la soberbia. Como un sol que se sale del camino buscando su independencia.
Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la
expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio
y el orden. Dios envía una Persona divina, su Hijo, a “aplastar
la cabeza de la serpiente”, haciéndose hombre para que ame como Dios,
hasta la muerte de cruz, con el Corazón abierto.
3. Ese Hombre Dios, el Siervo de Yavé, que, “desfigurado no parecía hombre, como raíz en tierra
árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres, como un
hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado leproso, herido de
Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros
crímenes, como cordero llevado al matadero” Isaías 52,13, inicia la
redención de los hombres, sus hermanos. Él es la Cabeza, a la cual quiere unir
a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al
Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de
toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha constituido
Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y
determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único
sacerdocio. Para eso, antes de morir, elige a unos hombres para que, en virtud
del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los
pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus
hermanos. “Él no sólo ha conferido el honor del
sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha
elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de
la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo
se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus
sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida por él y por la salvación de
los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de
fidelidad y amor” (Prefacio).
4. Por eso, si los cristianos debemos tomar nuestra
cruz, los sacerdotes, más, por más configurados con Cristo, con sus mismos
poderes. Los sacerdotes de la Antigua Alianza sacrificaban en el altar
animales, pero no se sacrificaban ellos. Los sacerdotes nos hemos de inmolar
porque Cristo se inmoló a sí mismo. Hemos de ser como él, sacerdotes y víctimas,
porque nuestro sacerdocio es el suyo.
5. Una idea infantil del cristiano, que se acomoda al
mundo, una mentalidad inmadura del sacerdote, lo hace un funcionario. De ahí
surgen consecuencias de carrierismo, al estilo del mundo, excelencias, trajes de
colores, que obnubilan el sentido sustancial del sacerdote-víctima, que
conducen a la esterilidad, y contradicen la misión: “para
que os pongáis en camino y deis fruto que dure”. El fruto que dura es el
de la conversión, la santidad, que permanecerá eternamente. Os he puesto en la
corriente de la gracia, os planté para que vayáis voluntariamente y con las
obras deis fruto. Y precisa cuál sea el fruto que deban dar: “Y vuestro fruto dure”. Todo lo que trabajamos por
este mundo apenas dura hasta la muerte, pues la muerte, interponiéndose, corta
el fruto de nuestro trabajo. Pero lo que se hace por la vida eterna perdura aun
después de la muerte, y entonces comienza a aparecer, cuando desaparece el
fruto de las obras de la carne. Principia, pues, la retribución sobrenatural
donde termina la natural. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno
tenga en su alma por viles las ganancias temporales. Así pues, demos tales
frutos que perduren, produzcamos frutos tales que cuando la muerte acabe con
todo, ellos comiencen con la muerte, pues después que pasan por la muerte es
cuando los amigos de Dios encuentran la herencia (San Gregorio Magno).
6. Después de la “conversión”
de Constantino, el clero eclesiástico hizo su entrada en este mundo,
corrió serio peligro de perder su propia naturaleza, que no consiste en el
poder, sino en el servicio. Además, entró en competencia con el poder secular
al aparecer en la escena de la historia política. Este encuentro y
confrontación con la jerarquía civil condujo no sólo a una ampliación
político-social de las tareas apostólicas, sino que también oscureció el
aspecto colegial del servicio de la Iglesia. Ha dicho el Cardenal Lustiger,
arzobispo de París: “Ya sé que Napoleón identificó
al obispo con los prefectos y con los generales, pero yo me había sensibilizado
mucho contra la Iglesia como sistema de promoción y de poder, y determiné que
nunca me metería en situaciones que favorecieran la promoción”.
7. En el curso del siglo XI comienza la teología
medieval a distinguir claramente, en la elaboración del tratado de sacramentos,
entre el Orden y la dignidad, y puso de relieve la sacramentalidad del Orden de
la Iglesia. A partir de entonces se designa esencialmente como Orden el
sacramento que confiere el poder de celebrar la eucaristía.
8. Aunque el lenguaje de la Curia romana imprimió su
sello a la tradición cristiana, la ordenación no fue considerada nunca como un
simple acceso a una dignidad y como transmisión de unos poderes jurídicos y
litúrgicos, pues siempre se confirió mediante un rito, Porque la ordenación es
un acto sacramental que transmite una gracia de santificación; los llamados son
tomados del mundo y consagrados al servicio de Dios, son separados para atender
a su misión especial. El obispo, el sacerdote, el diácono no tienen de suyo
nada del sacerdote romano, que era un funcionario del culto público, poseía
cierto rango y tenía que realizar determinados actos. El “sacerdocio” cristiano pertenece a otro orden; no
es primariamente “religioso” ni cultual,
sino carismático; es el ordo de los que han recibido el espíritu y, en virtud
de su orden, están habilitados para continuar la obra de los apóstoles. Las
jerarquías del ministerio aparecen en los escritos de los Padres de la Iglesia,
no tanto como títulos que conceden ciertos derechos, sino más bien como tareas
que ciertos hombres llamados a edificar el cuerpo de Cristo toman sobre sí, a
veces incluso contra su propia voluntad.
9. El Orden sacramental es una dimensión esencial
para la Iglesia, y por eso fue incluido entre los sacramentos. Si se quiere
comprender el sentido y la función de este “sacramento”
particular en lugar de atribuir el sacerdocio cristiano y toda la
jerarquía de la Iglesia a un único acto de institución, como hizo el Concilio
de Trento, parece que está más en consonancia con la Sagrada Escritura y la
realidad de las cosas partir de la Iglesia como “sacramento
original”. De esta forma no nos exponemos al peligro de separar el orden
de la Iglesia histórica para colocarlo en cierto modo por encima de ella, pues
es un sacramento esencial para la existencia de la Iglesia y en el que ésta se
actualiza.
10. El desdoblamiento del ordo en varios grados y la
introducción de diversas ordenaciones están tan relacionados con la historia de
la Iglesia como con la Escritura. Son producto de un desarrollo, y, en
definitiva, la cuestión de si se ha de hablar de un único sacramento del orden
o de si el episcopado y el presbiterado constituyen sacramentos diversos es más
una cuestión terminológica y teológica que dogmática. Las funciones del obispo
y las del sacerdote, las funciones del sacerdote y las del diácono, no están
delimitadas entre sí de forma absoluta; las funciones respectivas son asignadas
por el derecho, pero este derecho no es un todo inmutable. La validez de las
ordenaciones depende de la actuación de la Iglesia tomada en su totalidad, y no
del acto sacramental considerado aisladamente. La validez o no validez de una
ordenación no es algo que se pueda determinar tomando como base el rito, con
independencia del marco general de la misma.
11. La estructura del ministerio eclesial se puede
considerar, igual que el canon de la Escritura y el número septenario de los
sacramentos, como el resultado de un desarrollo. Desarrollo que se produjo
todavía en tiempo de los apóstoles; por eso ha conservado en la tradición de la
Iglesia el carácter de algo que existe por necesidad jurídica. En la Iglesia
tendrá que haber siempre un “ministerio para
velar”, un “presbiterado” y una “diaconía”. Sin embargo, las expresiones concretas
de esta estructura esencial pueden cambiar con el tiempo y de hecho han
cambiado; más aún, tienen que cambiar por razón del carácter forzosamente
limitado de las diversas expresiones históricas del ministerio y de la
obligación que éste tiene de asemejarse constantemente a su modelo, Cristo.
12. Lo mismo que Dios concedió el espíritu de profecía
a los setenta ancianos que había llamado Moisés a participar con él en el
gobierno del pueblo, así también comunica a los sacerdotes el Espíritu Santo
para que se asocien al ministerio de los obispos. El presbítero colabora con el
obispo en la totalidad de sus funciones de gobierno de la Iglesia. Las
funciones del presbítero tienen una íntima conexión con el ofrecimiento de la
eucaristía. Por eso la función del presbítero en la Iglesia ha de entenderse
partiendo de la Cena y de las palabras de Cristo, que mandó a los apóstoles
hacer “en memoria de él lo mismo que él había
hecho” (1 Cor 11). Por eso defendió el Concilio de Trento este aspecto
básico del ministerio sacerdotal. Y el Concilio Vaticano II añade: “Los presbíteros ejercitan su oficio sagrado sobre todo
en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de
Cristo, el sacerdote es al mismo tiempo presidente de la celebración eucarística,
él ofrece el sacrificio in nómine Ecclesiae o, en persona Ecclesiae y
consagrante, sacrificador, y como tal ya no actúa meramente in persona
Ecclesiae, sino in persona Christi y proclamando su misterio, unen las
oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza, Cristo, representando y
aplicando en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor (1 Cor 11,26),
el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece
a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (Heb 9,11-28)”.
13. El sacerdote nos introduce en la memoria del
Señor, no sólo en su pascua, sino en el misterio de toda su obra, desde su
bautismo hasta su pascua en la cruz. El exhorta a la asamblea de los creyentes
a vivir en sintonía con el sacrificio de la cruz, que ésta vuelve a vivir en el
presente en espera de su consumación definitiva. Por eso el ministerio del
sacerdote no se puede limitar a la celebración de un rito; compromete toda la
vida y se desarrolla de acuerdo con todo el orden sacramental.
14.
Pero no sería fiel a la tradición
quien pretendiera defender que las funciones del sacerdote son de naturaleza
estrictamente sacramental y cultual. También es función del sacerdote proclamar
la palabra de Dios. La misma Cena, en la que el Señor llama a su sangre “sangre de la alianza”, lo pone de manifiesto,
pues no hay ningún rito de alianza sin una proclamación de la palabra de Dios a
los hombres. El acontecimiento de la alianza es al mismo tiempo acción y
palabra. Esta relación aparece todavía más clara cuando se parte de la base de
que eucaristía (1 Cor 11,24) no significa tanto una “acción
de gracias” en el sentido actual de esta expresión, cuanto una clara y
gozosa proclamación de las “maravillas de Dios”, de
sus hechos salvíficos. Cuando Jesús declara: “Cada
vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor,
hasta que él vuelva” (1 Cor 11,26), su acto de bendición ritual tiene
también el sentido de una proclamación de la palabra de Dios. El ministerio de
ofrecer la eucaristía ratifica y complementa simplemente una proclamación de la
palabra, que va desde el kerigma inicial hasta la catequesis y la misma
celebración litúrgica. Predicar, bautizar y celebrar la eucaristía son las
funciones esenciales del sacerdote. Sin embargo, dentro del presbiterio dichas
funciones pueden estar distribuidas distintamente, según que unos se dediquen
más a tareas misioneras y otros a la acción pastoral dentro de la comunidad
reunida (Mysterium Salutis). Predicar y enseñar, de otra manera, ¿cómo podrán
hacer y administrar los sacramentos con provecho y eficacia salvadores?
15. El sacerdocio hoy está bastante desvalorizado. Las
cosas poco prácticas no se cotizan. Esta generación consumista sólo tiene ojos
para sus intereses. Ha perdido el sentido de la gratuidad. Un beso y una
sonrisa no sirven para nada, pero los necesitamos mucho. Un jardín no es un
negocio, pero necesitamos su belleza. Cultivar patatas y cebollas es más
productivo, pero los rosales y las azucenas son necesarios.
16. El sacerdote sirve. Siempre está sirviendo. Es
necesario como la escoba para que esté limpia la casa. Pero a nadie se le
ocurre poner la escoba en la vitrina. El sacerdote perdona los pecados, es
instrumento de la misericordia de Dios. En un mundo lleno de rencores y
envidias, el sacerdote es portador del perdón. Está siempre dispuesto a recibir
confidencias, descargar conciencias, aliviar desequilibrios, a sembrar
confianza y paz. El sacerdote ilumina. Cuando nos movemos a ras de tierra, nos
señala el cielo. Cuando nos quedamos en la superficie de las cosas, nos
descubre a Dios en el fondo. El sacerdote intercede. Amansa a Dios, le hace
propicio, le da gracias, da a Dios el culto debido. Impetra sus dones. El
sacerdote ama. Ha reservado su corazón para ser para todos. El sacerdote es
antorcha que sólo tiene sentido cuando arde e ilumina. El sacerdote hace
presente a Cristo. En los sacramentos y en su vida. Es el alma del mundo. Donde
falta Dios y su Espíritu él es la sal y la vida. No hace cosas sino santos.
Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes difícilmente lo seremos. Es
grano de trigo que si muere da mucho fruto. Nada hay en la Iglesia mejor que un
sacerdote. Sí lo hay: dos sacerdotes. Por eso hemos de pedir al Señor de la
mies que envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38).
17. “No me habéis elegido
vosotros a mí, os he elegido yo a vosotros”. La elección indica siempre
predilección. Si voy a un jardín, miro y remiro: tallo, capullo, color,
aguante…Elijo, corto y me la llevo. Pero sé que yo no podré ni cambiar el
color, ni darles más resistencia, ni aumentarles la belleza.
Cuando
Dios elige, elige a través de su Verbo: “Por El
fueron creadas todas las cosas”. Cuando un joven elige a su novia, es él
quien elige. Si eligiesen sus padres u otros, probablemente saldría mal. Cuando
Dios elige esposa, respeta a su Hijo, que se ha desposar con ella. Cuando Dios
elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección. Porque han de continuar sus
mismos misterios.
Parece
que el Señor tendrá sus preferencias. Contando con que siempre puede rectificar
y enderezar, romper el cántaro y rehacerlo, y purificar, es verosímil que
cuente con lo que ya hay en las naturalezas, creadas por El: “Omnia per ipso facta sunt”.
Una de
las primeras cualidades que parece buscará será la docilidad. Docilidad que
casi siempre es crucificante. Otra, será la sencillez: “Si
no os hacéis como niños”… Manifestarse sin hipocresía, con naturalidad.
“Vosotros sois mis amigos.” ¡Cuánta
es la misericordia de nuestro Creador! ¡No somos dignos de ser siervos y nos
llama amigos! ¡Qué honor para los hombres: ser amigos de Dios! Pero ya que
habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a costa de qué se gana: “Si hacéis lo que yo os mando.” Alegraos de la
dignidad, pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad. En
efecto, los amigos elegidos de Dios doman su carne, fortalecen su espíritu,
vencen a los demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican
con obras y con palabras la patria eterna; además, la aman más que a la vida;
pueden ser llevados a la muerte, pero no doblegados. Considere, pues, cada uno
si ha llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, y si así es no
atribuya a sus méritos los dones que encuentre en él, no sea que venga a caer
en la enemistad. Por eso añadió el Señor: “No me
habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado
para que vayáis y deis fruto”.
Jesús Marti Ballester
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