En el fin del mundo los hombres resucitarán y habrá una vida futura distinta a la presente.
LA RESURRECCIÓN DE LOS
MUERTOS Y LA VIDA ETERNA
16.1 LA RESURRECCIÓN DE LOS
MUERTOS
16.1.1 El hecho de la
Resurrección
El artículo
del Credo: “… espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro”, nos enseña que al fin del mundo los hombres
resucitarán, esto es, que el alma de cada hombre volverá a juntarse con el
cuerpo que tuvo en la tierra, para no separarse ya de él. Enseña también la
existencia de una vida futura distinta a la presente.
Se trata
de una resurrección de la carne, porque son los cuerpos los que vuelven a la
vida, ya que el alma ni ha muerto, ni puede morir.
Es
posible que se junten los átomos dispersos de los cuerpos por la virtud
omnipotente de Dios.
Dios, en efecto, no tendrá más dificultad en reunirlos,
que la que tuvo en sacarlos de la nada.
Que los
muertos resucitarán es una verdad de fe, no alcanzable con el sólo esfuerzo
racional.
Consta:
a) Por el testimonio de la Escritura. Así, dice San
Juan: “Todos los que están en los sepulcros oirán
la voz del Hijo de Dios, y resucitarán, los que obraron el bien para la vida
eterna; y los que obraron el mal para ser condenados” (5, 28, 29).
b) Por la enseñanza de la Iglesia en los Concilios y
en los Símbolos (cfr. Dz. 1 ss, 40, 287, 464, 531,etc.).
Dios ha
dispuesto la resurrección de la carne para que el cuerpo participe del premio o
castigo del alma, como participante que fue de su virtud o de sus pecados.
16.1.2 MODO DE LA
RESURRECCIÓN
No todos
los hombres resucitarán en el mismo estado, pues mientras los cuerpos de los
condenados aparecerán llenos de ignominia, los de los justos, a semejanza de
Cristo resucitado, tendrán las dotes de los cuerpos gloriosos.
” Todos resucitaremos, mas no todos seremos mudados”, esto es, glorificados (1 Cor. 15, 51). “Cristo transformará nuestro cuerpo abatido para hacerlo
conforme al suyo glorioso” (Fil. 3, 21).
Las
dotes de los cuerpos gloriosos son cuatro:
a) La impasibilidad, que consiste en que el cuerpo no
estará sujeto al sufrimiento ni a la muerte.
b) La
agilidad, que consiste en que podrá trasladarse en un momento a lugares muy
remotos.
c) La claridad, que consiste en que estará vestido de
incomparable gloria y hermosura.
d) Y la sutileza, que consiste en que podrá penetrar
otros cuerpos, como Cristo penetró en el cenáculo después de la Resurrección.
La
consideración de este dogma debe movernos a mortificar nuestro cuerpo y
apartarlo de la sensualidad, para que un día ostente las señales de los cuerpos
glorificados.
16.2 FE Y ESPERANZA EN
LA VIDA ETERNA
“La catequesis no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino
que debe volver a ser una certeza sobre la fe cristiana con sus propios
contenidos, que sobrepasan con mucho a la opinión reinante. Por el contrario,
en tantas catequesis modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la
cuestión de la muerte apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver
cómo retardar su llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido
para muchos cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado
arrinconada por el silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla.
Durante siglos la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos
sorprenda de improviso, que nos de tiempo para prepararnos, ahora, por el
contrario, es el morir de improviso lo que es considerado como gracia. Pero el
no aceptar y el no respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar
tampoco la vida. (Card.
Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC. 1985, p. 160), (cfr. Puebla, nn. 166, ss.,
347, 349, 371, 378-384).
El último
artículo del Credo: “Creo en la vida del mundo
futuro”, nos enseña que después de la muerte hay otra vida, eternamente
feliz para los que murieron en gracia de Dios, o eternamente desgraciada para
los que murieron en pecado mortal.
Dios se
llama Remunerador precisamente en cuanto remunera a los buenos con la gloria
eterna, y a los malos con el eterno suplicio.
Las
verdades que miran a nuestra suerte postrera, y que por eso se llaman
postrimerías, son cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria, Llámense también
novísimos, palabra que significa “los últimos
sucesos”.
El
Purgatorio no figura entre las postrimerías porque no es para las almas un
lugar definitivo, como el cielo o el infierno. El Limbo tampoco figura entre
ellas, porque es tan sólo una forma particular del infierno (hay pena de daño
pero no de sentido, cfr. Dz. 493 a).
16.2.1 LA MUERTE NO ES
EL FIN
Sobre la
muerte sabemos con certeza algunas cosas; otras en cambio, las ignoramos por
completo.
lo. Es cierto: a) que
todos moriremos; b) que la muerte es castigo del
pecado; c) que fijará nuestro destino por toda
la eternidad.
“Por un solo hombre (Adán) entró el pecado en este mundo, y por el
pecado la muerte” (Rom. 5,
12). “Donde caiga el árbol, al sur o al nortea allí
quedará” (Ecle. 11, 3).
2o. Es incierto: el lugar, tiempo y modo de nuestra
muerte, y la suerte que nos espera. Dios ha querido ocultarnos estas cosas para
que en todo momento lo respetemos y temamos como dueño de nuestra vida, y
siempre estemos preparados a comparecer ante Él.
El Señor
nos dice en la Escritura que la muerte llegará como un ladrón, esto es,
cogiéndonos desprevenidos. Y la experiencia prueba que con muchísima frecuencia
acontece así (Lc. 12, 39 y 40).
Dios lo
quiere así para que estemos siempre en su gracia y servicio. Si supiéramos el
día de nuestra muerte, dejaríamos tal vez de servir y temer a Dios durante
nuestra vida, en la confianza de tener a última hora tiempo seguro para
arrepentirnos.
16.2.2 NECESIDAD DE
OBRAR CON RECTITUD
La muerte
da importantes lecciones de prudencia, que hemos de saber aprovechar.
La
primera nos la da el Salvador cuando nos dice: “Estad
preparados, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt. 25, 13).
La
segunda es desprendernos de lo terreno, pues sólo lo eterno perdura.
La
tercera nos la da San Pablo cuando dice: “Mientras
tengamos tiempo, obremos el bien” (Gal. 6, 10). En efecto el tiempo de
expiar nuestros pecados y de obtener méritos para el cielo termina con la
muerte.
Nos
enseña también la Sagrada Escritura que “La muerte
del justo es preciosa a los ojos del Señor” (Ps. 115, 15); pero que “la muerte de los pecadores es pésima” (Ps. 33,
22). En consecuencia que conforme es nuestra vida, será nuestra muerte.
Son
terribles las palabras con que Dios amenaza a los impíos en el libro de los
Proverbios: “os estuve llamando y no me
respondisteis; menospreciasteis todos mis consejos y ningún caso hicisteis de
mis reprensiones; yo también miraré con risa vuestra perdición, y me mofaré de
vosotros cuando os sobrevenga lo que temíais, cuando la muerte se os arroje
encima como un torbellino” (1, 24 ss.).
16.2.3 EL JUICIO
PARTICULAR
El juicio
particular, que se realiza inmediatamente después de la muerte de cada hombre,
consiste en que Jesucristo, en cuanto Dios y en cuanto hombre, juzga a aquella alma
sobre el grado de caridad: si murió o no en el Amor de Dios, y en qué grado. En
seguida dictará sentencia de salvación o condenación eterna.
La
justicia del supremo juez será: a) estricta: “Descubrirá
lo más secreto de los corazones” (I Cor. 4, 5); b) inapelable, pues es
tan sólo poner de manifiesto aquello que el hombre libremente determinó cuando
podía hacerlo.
Dios
juzgará nuestros pensamientos, deseos, palabras, obras y omisiones. “Daremos cuenta hasta de una palabra ociosa” (Mt.
12, 36) dice la Escritura.
La norma
según la cual nos juzgará el Señor no son los falsos principios del mundo, ni
el dictamen de nuestras pasiones; sino las máximas de su Evangelio y las
enseñanzas de su Iglesia. En definitiva, del grado de gracia -unión con Dios-
que el alma posee en su último instante.
16.3 LA ETERNA
CONDENACIÓN EN EL INFIERNO
El
infierno es un lugar de tormentos, donde sufrirán eternos suplicios los que
mueren en pecado mortal.
Respecto
al infierno son verdades de fe: lo. que existe; 2o.
que hay en él pena de fuego; 3o. que sus
tormentos son eternos; y 4o. que van a él los
que mueren en pecado mortal.
Esto
consta por muchas y muy claras palabras de la Escritura. Ella llama al infierno
“lugar de tormentos” (Luc. 16, 28), “suplicio eterno”, (Mt. 25, 46), “fuego inextinguible” (Mc. 9, 42). Y Dios dirá a
los réprobos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno que está preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt. 25, 41).
Setenta
veces habla la Escritura del infierno; de éstas, veinticinco en los Evangelios.
La
Iglesia siempre ha enseñado la existencia del infierno: “las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual,
inmediatamente después de su muerte bajan al infierno, donde son atormentadas
con penas infernales (Benedicto XII, Const. “Beneditus
Deus” Dz. 53l).
“Los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida
eterna, pero los que hayan rechazado hasta el final, serán destinados al fuego
eterno que nunca cesará”.
El Papa
Paulo VI lo volvió a recordar en el “Credo del Pueblo de Dios (n.12): “los que hayan rechazado hasta el final, serán destinados
al fuego que nunca cesará”.
La
Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe insiste que “la Iglesia, en una línea de fidelidad al Nuevo
Testamento y a la Tradición….cree en el castigo eterno que espera al pecador,
que será privado de la visión de Dios, y en la repercusión de esta pena en todo
su ser” (Sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, carta del
9-V-1979).
16.3.1 PENAS DEL
INFIERNO
Las penas del infierno
son:
la. La privación de todo bien: de todo reposo, alegría,
amor y esperanza; y en especial la privación de Dios. Es la llamada “Pena de daño”.
2a. El sufrimiento de todo mal y dolor. La escritura lo
llama “Lugar de tormentos” y especialmente
insiste en el suplicio del fuego. Se le denomina “Pena
de sentido”.
Las penas
del infierno serán iguales en duración para todos los condenados, pues son
eternas; pero en cuanto a la acerbidad, serán diferentes, de acuerdo con la
gravedad de los pecados y el abuso de las gracias recibidas.
Dios dará
a cada uno según sus obras (Rom 2, 6). “Cuanto a
engreído y regalado dadle otro tanto de tormento y llanto” (Apoc. 28,
7).
16.3.2 PENA DE DAÑO Y
PENA DE SENTIDO
la. La privación de la vista de Dios se llama pena de
daño, y es la más terrible de las penas del infierno. En efecto, nos priva para
siempre de Dios, el bien infinito para el que fuimos creados; y al privarnos de
Dios, nos priva de todo otro bien y felicidad.
En esta
vida no podemos tener siquiera idea aproximada de la pena de daño, porque los
bienes de este mundo nos entretienen v cautivan. Pero en la otra, al ver que
fuera de Dios no puede haber bien alguno, los condenados experimentarán en toda
su terrible realidad la infelicidad de verse privados de El para siempre.
Dios no
deja de ser para el condenado el último fin y felicidad. Y esto es precisamente
lo que hace la infelicidad del condenado, al considerar que ya nunca podrá
alcanzar su último fin, ni ser feliz.
El
condenado tiende a Dios con la misma violencia con que una piedra dejada en el
aire se lanza a su centro de gravedad; pero Dios lo rechazará, y entonces
entrará aquél en eterno llanto y desesperación.
2a. La pena de sentido consiste en el fuego y demás
tormentos que experimentarán los condenados. La Escritura lo llama fuego voraz
e inextinguible; “Juego que nunca se apaga”,
repite tres veces Cristo (Mc. 9, 42).
16.3.3 REMORDIMIENTO Y
DESESPERACIÓN
Todas las
facultades tendrán en el infierno su castigo especial. Y si el castigo de los
sentidos es el fuego, y el de la inteligencia y la voluntad es la pena de daño,
el castigo de la memoria es el remordimiento, y el de la imaginación es la
desesperación.
lo. El remordimiento es la pena de la memoria, que le
recuerda al condenado los muchos medios de salvación que tuvo en la tierra, el
desprecio que hizo de ellos, y cómo vino a condenarse sólo por su culpa.
2o. La desesperación es la pena de la imaginación, que
le vive representando que sus tormentos durarán no por mil años, ni por
millones de anos, sino mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad.
16.3.4 ETERNIDAD DE LAS
PENAS
La
eternidad de las penas del infierno es dogma de fe definido por la Iglesia, que
consta en muchos lugares de la Sagrada Escritura.
Así
leemos en el Apocalipsis: “Serán atormentados día y
noche por los siglos de los siglos” (14, 10). Dios dirá a los réprobos: “Id, malditos, al fuego eterno”. Jesucristo lo
nombra “El suplicio eterno” y “el fuego que nunca se extingue” (Mt. 25, 41, 26).
La
eternidad de las penas no contradice la misericordia divina, porque si ésta es
infinita, también es infinita su justicia.
Por otra
parte esta verdad está tan claramente establecida en la Escritura y en las
definiciones de la Iglesia que el negarla equivale a dejar de ser católico.
Para
evitar el infierno debemos pensar con frecuencia en la eternidad de sus penas
para fomentar en nuestra alma el temor de Dios y el cumplimiento de sus
mandamientos.
“No olvides hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás
de temer, y evitar con la gracia divina: el Pecado” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n.
386).
16.4 EL PURGATORIO
16.4.1 Su existencia
El
Purgatorio es un lugar de purificación, en donde las almas justas que no han
expiado completamente sus pecados, los expían con graves sufrimientos antes de
entrar al cielo.
Respecto
al purgatorio son verdades de fe: a) que existe
como lugar de expiación; b) que podemos ayudar a
las almas allí detenidas.
La
existencia del Purgatorio está claramente enseñada en el Magisterio,
implícitamente contenida en la Escritura, y confirmada por la misma razón..}
lo. Claramente
enseñada por el Magisterio eclesiástico.
Baste
citar estas palabras del Concilio de Trento: “La
Iglesia Católica enseña que hay un purgatorio y que las almas allí detenidas
reciben alivio por los sufragios de los fieles, principalmente por el santo
Sacrificio de la Misa” (Dz. 983).
2o. Implícitamente contenida en la Sagrada Escritura.
En
efecto, después de narrar el libro de los Macabeos, cómo Judas envió doce mil
dracmas de plata a Jerusalén, “para que se
ofreciese un sacrificio por los muertos en el combate”, agrega: “Es cosa santa y saludable el rogar por los difuntos a
fin de que sean libres de sus pecados” (II Mac. 12, 46). Pues bien, si
no hubiera purgatorio, esta práctica no sería santa y saludable, sino inútil;
pues ni las almas del cielo necesitan oraciones, ni las del infierno pueden
aprovecharlas.
3o. Confirmada por la razón. En efecto, hay almas que
mueren en gracia de Dios pero sin haber expiado convenientemente sus pecados.
Pues bien, Dios seria injusto al condenarlas, porque están en gracia y sería
injusto el introducirlas así al cielo, porque no han satisfecho debidamente a
su justicia. Debe, pues existir para estas almas un lugar intermedio, donde se
purifiquen antes de entrar al cielo.
“La Reforma protestante, en teoría, no admite el purgatorio, por
consiguiente, las oraciones por los difuntos. Pero en la práctica, al menos los
luteranos alemanes han vuelto a ellas justificándolas con algunas consideraciones
teológicas. Las oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado
espontáneo para que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de
solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De
mi recuerdo o de mi olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad
de aquel que me fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no
deja de tener necesidad de mi amor” (Card.
Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC, 1985, p. 162).
16.4.2 PENAS DEL
PURGATORIO
Dos
clases de pena se sufren en el purgatorio: la pena de daño o privación de la
vista de Dios; y la de sentido, que consiste en el fuego y otros padecimientos.
a) Respecto a su intensidad, sabemos que son
proporcionados al número y gravedad de los pecados; y que son mucho más
intensas que los sufrimientos de esta vida; pero que las benditas almas las
sufren con resignación, y aun con alegría, por la certidumbre de su salvación.
b) Respecto a su duración, no tenemos dato cierto. Sin
embargo, es claro que socorrer a las benditas ánimas es: a) grato a Dios, quien las ama tiernamente, y quiere
verlas pronto en su gloria; b) provecho para
ellas, que nada pueden por sí mismas ya que ha pasado el tiempo de satisfacer; c) útil a nosotros, pues se convertirán en poderosas
intercesoras nuestras.
En
especial hemos de pedir por aquéllas con quienes nos unan vínculos de
parentesco, amistad y gratitud; y por aquéllas que puedan estar sufriendo por
causa nuestra.
Podemos
socorrer a las benditas almas: con oraciones, comuniones, limosnas y buenas
obras, por indulgencias ganadas en su favor, y sobre todo por el Santo
Sacrificio de la Misa.
16.5 LA ETERNA
FELICIDAD DEL CIELO
El cielo
es el lugar de la eterna felicidad donde Dios recompensa a los justos: “venid benditos de mi padre, a poseer el reino que os
tengo preparado desde el principio del mundo” (Mt. 25, 34). Es tan
diferente a todo lo que conocemos, que nos es difícil imaginar ese premio. Por
la fe, sin embargo, sabemos que existe.
La gloria
del cielo es esa felicidad que el hombre desea vehementemente en esta tierra.
El corazón humano está hecho para amar a Dios, y algunas veces lo consigue y
otras, en cambio, se queda en las criaturas, que nos ocultan a Dios.
Pero en
la tierra el gozo es siempre incompleto, mientras que en el cielo la dicha es
perfecta y no tendrá ya fin: es la felicidad poseída eternamente, sin descanso
y sin cansancio.
No
podemos expresar con palabras humanas la gloria del cielo. San Pablo nos
advierte que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (I
Cor. 2, 9)
• el
Apocalipsis canta que “Dios mismo será con ellos su
Dios y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá
duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado” (Apoc. 21.
3-4).
• San
Agustín comenta: “Descansaremos y contemplaremos y
amaremos, y alabaremos (De civitate Dei, 22, 30: PL 41, 804).
Es lo que
enseña la Iglesia “veremos con claridad al mismo
Dios, Trino Uno, tal cual es” (Conc. de Florencia, Dz. 693).Este
contemplar a Dios cara a cara es lo que llamamos visión beatífica, y ocupará
nuestra vida en el cielo, llenándonos de felicidad.
16.5.1 LA VISIÓN
BEATIFICA
La visión
beatífica es la visión directa e intuitiva de Dios. En este mundo no conocemos
a Dios sino por raciocinio, en cuanto las criaturas nos revelan su existencia.
En la otra vida “lo veremos tal como es”, en
su misma esencia y belleza infinita (I Jn. 3, 2).
Para
poder ver a Dios éste nos eleva a un modo de conocer mucho más perfecto, que se
llama la luz de la gloria (lumen gloriae), luz sobrenatural que perfecciona
nuestro entendimiento. Ya que la visión de la esencia de Dios, está sobre la
naturaleza del hombre.
El objeto
principal de la visión beatífica es Dios mismo. Pero en la esencia divina verán
las almas cuanto les cause placer, como los misterios que creyeron en la
tierra, y muchas verdades y sucesos de este mundo.
La visión
de Dios produce el amor beatífico. Conociendo su infinita bondad y belleza no
podemos menos de amarlo con todo nuestro corazón.
Nos
advierte el Apóstol que la fe y la esperanza desaparecen en la otra vida. Ahí
ya no creemos, sino que vemos; ya no esperamos, sino que poseemos; mientras que
el amor en el cielo se aumenta y perfecciona.
El amor
de Dios nos hará felices, porque comprendemos que Dios, infinito Bien e
infinita Belleza, es nuestro bien propio, esto es, se nos dará para saciar la
sed de felicidad de nuestro corazón.
16.5.2 POSESIÓN DE TODO
BIEN. AUSENCIA DE TODO MAL
lo. En el cielo tendremos en Dios todo Bien, toda
felicidad, y la realización de todo deseo, porque Dios es el bien infinito. “Quedarán embriagados con la abundancia de tu casa, y les
harás beber en el torrente de tus delicias”, dice el Rey David (Ps. 35,
9).
2o. Ningún mal puede haber en el cielo, ni pecado, ni
posibilidad de él, pues seremos confirmados en gracia; ni dolor, ni
inquietudes, ni siquiera necesidades o deseos, porque todos se verán de antemano
satisfechos.
No
podemos comprender la felicidad del cielo, porque para ello necesitaríamos
comprender la infinita Bondad y Belleza de Dios. Sabemos, sí, que es una
felicidad que no tendrá fin, y será sin interrupción ni menoscabo.
16.5.3 LA GLORIA
ACCIDENTAL
Además de
la felicidad esencial de la visión beatifica, en el cielo los justos gozarán de
una bienaventuranza accidental: la compañía de Jesucristo, de María Santísima y
de San José, de los ángeles y de los santos; el bien realizado en este mundo;
y, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo resucitado y
glorioso.
Por otra
parte, los gozos del cielo no serán iguales para todos, sino en proporción a
los méritos de cada uno. El amor de Dios hace con los justos algo parecido a lo
que hace el fuego con el hierro candente, que resplandece y arde gracias al
calor, que recibe. Todos los bienaventurados serán eternamente felices, pero
serán premiados de modo diverso.
Habrá
premios diferentes según haya merecido cada uno, y, sin embargo, todos serán
absolutamente felices porque estarán plenamente llenos de Dios, de acuerdo con
su capacidad adquirida por la correspondencia a la gracia durante la vida
terrena.
Pbro. Dr. Pablo Arce Gargollo
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