martes, 13 de junio de 2017

10. LA REDENCIÓN


La Redención son los actos, con los que Cristo, lleno de amor, se ofrece y muere por nosotros, para satisfacer la deuda debida a la justicia divina, merecernos de nuevo la gracia y el derecho al cielo, y liberarnos de la esclavitud del pecado y del demonio.
10.1 LA REDENCIÓN VINO POR MEDIO DE JESUCRISTO

10.1.1 Noción de Redención

La definición de Redención incluye la naturaleza de la Redención y sus efectos:
lo. La naturaleza está comprendida en las palabras: murió por nosotros y se ofreció en nuestro lugar.
2o. Los efectos en las siguientes: para satisfacer, merecer y liberarnos del pecado y del demonio.
Mediante estos tres efectos: la satisfacción, el mérito y el rescate destruyó Jesucristo los efectos que el pecado había producido en nuestra alma, y consiguió el fin que se proponía con la Redención

10.1.2 Necesidad de la Redención
Tres caminos podía seguir Dios respecto al hombre, después del pecado de Adán:
a) dejarlo abandonado a su desgracia;
b) perdonarlo sin más, es decir, sin satisfacción adecuada;
c) exigirle satisfacción plena, de acuerdo con la ofensa.

Este último camino le pareció más digno de su Justicia, Sabiduría y Misericordia; así determinó que el Verbo se encarnara y muriera para reparar la ofensa y las demás consecuencias del pecado.

La Redención es para el hombre un misterio, porque no podemos comprender cómo es posible que Dios muera por nosotros. Consta, sin embargo, en todo el Evangelio; y por eso debemos creerla con fe firme, y vivir agradecidos a Dios por tan excelente beneficio.

10.1.3 Por medio de Jesucristo
Cristo se ofreció en nuestro lugar al Eterno Padre, en satisfacción de nuestros pecados. En efecto,
lo. La reparación de una ofensa no se cumple con la sola cesación de la ofensa, sino que requiere una satisfacción.
2o. Esta satisfacción debe procurarla el mismo culpable.
3o. Los culpables éramos los hombres; pero no siendo capaces ni dignos de una adecuada satisfacción, fue preciso que Cristo se pusiera en nuestro lugar.

10.2 PASIÓN, MUERTE Y SEPULTURA DE CRISTO
10.2.1 La pasión del Salvador
Está referida en Mt. 6, 26-; Mc. 14, Lc. 22 y Jn. 18
La pasión tuvo lugar en Jerusalén, capital de Judea. En aquel entonces, provincia del Imperio romano, gobernada por Poncio Pilatos.

Empezó por la oración del Huerto. Allí a la vista de los innumerables pecados de los hombres, de los pavorosos tormentos que lo esperaban, y de la inutilidad de sus sufrimientos para muchos, sufrió Cristo congoja y aflicción tan acerba, que le sobrevino un sudor de sangre, y cayó en agonía como un hombre que va a morir.

Luego Judas, traicionándolo, con un beso, lo entregó a sus enemigos. Estos se apoderaron de Él y lo llevaron atado como un criminal a casa del gran Sacerdote Caifás.

Cristo compareció a cuatro tribunales: dos religiosos, presididos por Anás y Caifás, donde estaban reunidos los príncipes de los sacerdotes y los escribas (doctores de Israel); y dos civiles: el de Pilatos, gobernador de Judea, y el de Herodes, gobernador de Galilea, a quien lo remitió Pilatos, al saber que Cristo era galileo.

Cristo sufrió toda suerte de oprobios y sufrimientos; fue abofeteado, escupido, tratado como rey de burlas, y paseado por las calles como loco. Por orden de Pilatos fue azotado y coronado de espinas. Luego Pilatos lo condenó a morir, no por creerlo culpable, sino por miedo al pueblo judío que le gritaba: -“Si perdonas a éste, no eres amigo del César” Un. 19, 12).

a) Suplicio de la Cruz
La Crucifixión del Señor se verificó en el calvario. Cristo llevó sobre sus hombros la pesada cruz y varias veces cayó en el camino por su mucha extenuación. Al llegar al Calvario lo desnudaron de sus vestiduras, y tendiéndole sobre la cruz, clavaron sus manos y sus pies con gruesos clavos y lo elevaron en alto.

Tanto entre los romanos como entre los judíos, la cruz era el suplicio más cruel e ignominioso reservado a los criminales vulgares. Cristo quiso padecerlo, para someterse a la mayor afrenta y humillación.

Pero desde que murió Cristo en ella, la Cruz se tornó en objeto de amor, de gloria y de bendición. De amor, porque es el motivo que llevó al Señor a la muerte; de gloria, porque gracias a ella alcanzamos la gloria del cielo; de bendición, porque es fuente de innumerables gracias para el cristiano.

“La cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo ( … ), deja este mundo, es al mismo tiempo una gran manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en él, a la humanidad, a todo hombre, dándole al tres veces santo Espíritu de Verdad” (Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, núm. 9)

b) Sufrimientos de Cristo
Jesucristo padeció múltiples e intensos sufrimientos:
b.1 Todo su cuerpo fue cruelmente herido
La cabeza, con la corona de espinas, las manos y los pies traspasados con clavos; la cara, por las bofetadas y escupitajos; todo el cuerpo por la flagelación. Sufrió en el sentido del gusto por la hiel y el vinagre que le dieron; el olfato, pues el Gólgota era un lugar de calaveras; el oído, por las blasfemias y las burlas, la vista, al ver a su madre y al discípulo amado, llorando.

Los sufrimientos físicos de su pasión, fueron sumamente intensos y crueles:
– La flagelación; que ordinariamente se realizaba con varas espinosas y garfios de hierro, era dolorosísima; la piel se entumecía al principio, después se desgarraba y por último los azotes caían sobre la carne viva y despedazada;
– La coronación de espinas; eran fuertes y agudas, que penetraron hondamente en su santa cabeza;
– El nuevo desgarramiento de su carne que suponía quitar los vestidos para la crucifixión; como estaban adheridos a la carne, al separarlos se abrían cruelmente todas las llagas; así permaneció a la intemperie de los elementos durante las tres horas de crucifixión;
– El enclavamiento en la cruz; fue suplicio de inconcebible dolor: los clavos al penetrar sus manos y sus pies desgarraron sus nervios y tendones y separaron sus huesos;
– La crucifixión: permaneció varias horas en cruz, posición de suyo muy dolorosa; soportó todo el peso de su cuerpo en sus manos y pies taladrados, sin poderse mover, ni valer en ninguna forma, pues tenía impedidas de movimiento hasta sus manos;
– La sed: causada por todo el desgaste físico y por sus muchas heridas y pérdida de sangre. Para el que tiene heridas el mayor de los tormentos es el de la sed; también lo fue para Cristo.

b.2 Padeció de todo aquello en lo que el hombre puede sufrir:
Además de los acervos dolores físicos, sufrió traición de un discípulo, el abandono de los amigos, la negación de Pedro; padeció por las blasfemias pronunciadas en su contra; en su honor y gloria por las burlas y vilipendios en el proceso y en la misma muerte; en las cosas que poseía, fue de ellos despojado y, por último, en los dolores de su espíritu: la tristeza, el tedio y el temor.

b.3 Padeció de todo tipo de hombres
De gentiles y judíos, de hombres y mujeres, de poderosos y plebeyos, de conocidos y desconocidos.

Santo Tomás de Aquino, apoyándose en el texto de Isaías que dice “Mirad y ved si hay dolor como mi dolor” (Isaías 1, 12) explica por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el Mayor de todos los dolores:
1) Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos (según dijimos arriba), como por la muerte en la cruz.
El dolor interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el abandono de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por último, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana natural.
2) Por causa de la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo era perfecto, óptimamente sensible, como conviene al cuerpo formado por obra del Espíritu Santo. De ahí que, al tener finísimo sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su alma: al ser perfecta aprendía efícacísimamente todas las causas de la tristeza.
3) Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior, con alguna consideración de la mente, Cristo en cambio no quiso hacerlo.
4) Porque el dolor asumido era voluntario.
Y así, por desear liberar de todos los pecados, quiso tomar tanta cantidad de dolor cuanto era proporcionado al fruto que de ahí se había de seguir.
Y de estas cuatro razones, concluye el Santo, se sigue que el dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos dolores ha habido (cfr. S. Th. III; q. 4 6, a. 6).
La meditación de los padecimientos de Cristo, es en extremo útil para el cristiano. En ella se formaron los santos, y tiene la ventaja de ser un libro en que todos, aun los más ignorantes, pueden leer. Allí viendo cuánto nos amó Cristo, nos es fácil encendernos en su amor: “¿Quién no amará al que nos amó de tal manera? (cfr. Adeste laderas).
Los santos -me dices- estallaban en lágrimas de dolor al pensar en la pasión de Nuestro Señor. Yo, en cambio… Quizá es que tú y yo presenciamos las escenas, pero no las “vivimos” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Vía Crucis, VIII, I).
c) La muerte de Cristo
Cristo en la Cruz permaneció aproximadamente tres horas, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, al cabo de las cuales entregó su espíritu al Padre.

Estando en la cruz, pronunció siete palabras.
La 1a. fue en favor de sus verdugos y de los pecadores: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 24).
La 2a., una palabra de salvación para el buen ladrón. Este, arrepentido, le dijo: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc. 23, 43) y el Señor le contestó: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
La 3a., para dejarnos a María como nuestra Madre. “Mujer, dijo Jesús a María, señalándole a Juan, y en la persona de Juan a todos nosotros: “Ahí tienes a tu hijo- y luego a San Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 27).
La 4a. fue un hondo clamor hacia su Padre: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27, 46).
La 5a., una manifestación de la sed que lo devoraba: “Tengo sed” (Jn. 19, 28).
La 6a., el anuncio de que la redención estaba consumada: “Todo está consumado” (Jn. 19, 30).
La 7a., para encomendar su espíritu al Padre: “Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).

Estas últimas palabras las dijo con un gran esfuerzo de su voz, y luego inclinando la cabeza, expiró.
Varios prodigios se verificaron a la muerte de Jesús: el velo del templo se rasgó; el sol se eclipsó; tembló la tierra; hendiéronse las rocas; se abrieron varias tumbas y muchos muertos resucitaron y fueron vistos en Jerusalén. Todas estas manifestaciones de la naturaleza eran otras tantas pruebas de la divinidad de Cristo. Así lo comprendió el Centurión, quien bajó dándose golpes de pecho, y diciendo: “¡Verdaderamente Este era el Hijo de Dios!” (Mc. 15, 29).
La palabra INRI, que se coloca sobre el crucifijo está formada por las iniciales de las cuatro voces Jesús Nazareno, Rey de los judíos (en latín, Iesus Nazarenus Rex Iudeorum).
d) Su sepultura
Dos de sus discípulos, José de Arimatea y Nicodemo, con autorización de Pilatos, bajaron el sagrado cuerpo, lo ungieron con perfumes y lo ligaron con lienzos, a usanza de los judíos; y lo depositaron en un sepulcro nuevo, tallado en la roca.

Cristo quiso ser sepultado para que estuviéramos más ciertos de su muerte; y el hecho de su Resurrección fuera más patente y manifiesto.

En el sepulcro el cuerpo de Cristo no experimentó la más mínima corrupción, cumpliéndose la profecía de David: “No permitiréis que tu Santo experimente corrupción (Ps. 15, 10).

10.3 EFECTOS DE LA REDENCIÓN
La Redención tuvo como fin reparar el pecado y los desastrosos efectos que el pecado habla traído al hombre.
La Redención es pues, a un mismo tiempo, una satisfacción o reparación para Dios, y una restauración y rescate para el hombre.
Vamos, pues, a estudiar:
a) La satisfacción de Cristo, que reparó la ofensa borró la culpa y remitió la pena.
b) El mérito de Cristo, que restauró al hombre, devolviéndole la gracia y el derecho al cielo.
c) El rescate de Cristo, que nos libertó del demonio

10.3.1 La satisfacción de Cristo
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió por el sacrificio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: “Donde abundó el delito sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). (Pablo VI, El Credo del Pueblo de Dios, núm. 17).

La satisfacción de Cristo abarca tres cosas: Cristo mediante su muerte reparó la ofensa causada a Dios con el pecado, nos borró la culpa y nos remitió la pena.

Ofensa, culpa y pena son tres cosas diferentes:
a) La ofensa es el agravio que se causa a Dios con el pecado.
b) La culpa es la mancha que el pecado deja en el alma, al despojarla de la gracia.
c) La pena es el castigo que el pecado merece.
Pues bien, la satisfacción de Cristo destruyó este triple efecto:
a) Reparó la ofensa hecha a Dios: “Siendo enemigos de Dios, fuimos reconciliados con El por la muerte de Cristo” (Rom. 5, 10).
b) Borró la culpa: “Nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1, 5).
c) Pagó la pena debida por ellos. “Llevó la pena de todos nuestros pecados sobre su cuerpo en el madero de la Cruz” (I Pe. 2, 24).

Aunque Cristo satisfizo por nuestros pecados en todos los actos de su vida, quiso sin embargo, que tanto sus satisfacciones como sus méritos no produjesen sus efectos sino después de su pasión, refiriéndolo todo a su muerte. Así nos explicamos cómo la Sagrada Escritura aplica al sacrificio de la Cruz todas las satisfacciones y méritos de Cristo.
a) Sus cualidades: voluntaria y completa
La satisfacción de Cristo fue voluntaria, completa, condigna y superabundante.
Fue voluntaria, porque Cristo dio su vida gustosamente, por el amor que nos tenía.
“Fue ofrecido porque él mismo lo quiso”, dice Isaías (53, 7). Y el mismo Jesucristo exclama: “Nadie me arranca la vida, sino que la doy por propia voluntad” (Jn. 10, 18).
Fue completa, porque ella tiene la virtud suficiente para reconciliarnos con Dios y borrar nuestros pecados. “La sangre de Cristo nos purifica de todo pecado” (I Jn. 1, 7).
b) Condigna y superabundante
Una satisfacción es condigna cuando hay proporción entre lo que se debe y lo que se restituye. Es deficiente en el caso contrario.

Por ejemplo, el acreedor que remite una parte de la deuda al deudor, no recibe satisfacción o pago condigno, sino deficiente.

La satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó proporción con la ofensa. Si la ofensa causada a Dios con el pecado es en cierta manera infinita, la satisfacción de Cristo fue de infinito valor.

Hay que tener en cuenta que:
a) La magnitud de una ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Así, es mucho más grave la ofensa causada a un superior que la causada a un compañero; y tanto más grave cuanto más alto es el superior. Siendo Dios de majestad infinita, la ofensa hecha a Él con el pecado, era en este sentido infinita.
b) La magnitud de una satisfacción a causa del honor ofendido, se mide por la dignidad de la persona que la ofrece. Así cuando se trata de injurias a una nación, no basta la satisfacción que pueda dar uno a título particular sino que se requiere que ella venga del que preside la nación.
La satisfacción de Cristo no sólo fue condigna, sino también superabundante; esto es, pagó más de lo que debíamos.

San Pablo dice que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). En efecto, el pecado no es un acto infinito en sí puesto que procede de una criatura, y la criatura es incapaz de un acto infinito. Sólo puede llamarse ofensa infinita, en cuanto ofende a Dios, Ser infinito.

Por el contrario cualquier acto del Hijo de Dios era infinito en sí, porque procedía de la persona del Verbo.

Jesucristo quiso que su satisfacción fuera superabundante y “copiosa su redención” (Ps. 20, 7) para hacernos comprender la excelencia de tan divina obra, y darnos plena confianza en sus méritos y en nuestro perdón.

10.3.2 Los méritos de Cristo
Cristo no solamente nos perdonó el pecado y la pena por él debida, sino que nos mereció la gracia y el derecho al cielo.

Si la satisfacción de Cristo borra en el hombre la culpa y la pena del pecado, los méritos de Cristo, son una verdadera restauración del hombre, pues le devuelven los dones de orden sobrenatural que el pecado le habla arrebatado.

Veamos, pues, qué méritos alcanzó Cristo, por qué pudo Cristo merecer para nosotros, y cómo mereció.
a) ¿Qué bienes mereció Cristo?
El mérito implica la consecución de un don que no tenemos, pero que nos es debido en alguna manera.
lo. Cristo no pudo merecer para sí mismo ni la gracia ni la gloria, porque ya las tenía, y no las podía perder. Para sí mismo no mereció sino la glorificación de su Cuerpo, después de haberlo sometido al sufrimiento y al oprobio.
2o. Pero para nosotros sí pudo merecer. El, mediante su pasión y muerte, nos mereció la gracia, la gloria y toda suerte de bienes espirituales.
a) La gracia: “Si por el pecado de uno sólo murieron todos los hombres, mucho más copiosamente la gracia de Dios se derramó sobre todos” (Rom. 5, 10).
b) La gloria: “Tenemos la firme esperanza de entrar en el santuario del cielo por la sangre de Cristo” (Heb. 10, 19).
c) Toda clase de bienes espirituales: “Nos bendijo con toda suerte de bienes espirituales en Jesucristo” (Ef. 1, 3). “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó, ¿cómo será posible que no nos dé con El todos los bienes?” (Rom. 8, 32).

b) ¿Por qué pudo Cristo merecer por nosotros?
Siendo el mérito un fruto personal, ¿cómo se explica que Cristo mereciera por nosotros? San Pablo lo explica de dos maneras:
1o. Todos los cristianos formamos con Cristo un cuerpo místico, en el cual El es la Cabeza y nosotros los miembros; y es natural que los miembros participen de los bienes de la cabeza. (cfr. Rom. 12, 4; 1 Cor. 12, 12; Ef. 4, 15 y 5, 23).
Santo Tomás se expresa así: “La cabeza y los miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus méritos no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la unidad del cuerpo místico” (Sent. 3, c. 18, a. 3).
2o. Porque así como toda la naturaleza humana, por estar encerrada en Adán, mereció la privación de la gracia, así toda la naturaleza humana encerrada en Cristo, mereció que la gracia se le devolviera.
Dice San Pablo: “Como todos mueren en Adán, todos en Cristo han de recobrar la vida” (I Cor. 15, 22).
c) ¿Cómo nos mereció Jesucristo estos bienes?
Los méritos de la pasión de Cristo se basan en su amor y en su obediencia.
Por amor y por obediencia a su Padre quiso Cristo someterse al sufrimiento y la muerte; y de ambas virtudes recibió la pasión de Cristo toda la grandeza y eficacia.

Además, convenía sobremanera que la Redención fuera una obra de amor y obediencia. Ya que el pecado del primer hombre fue un pecado de desobediencia fundado en el orgullo. Por amarse el hombre excesivamente a sí mismo, no vaciló en desobedecer a Dios.

La Redención vuelve al hombre a Dios: y debía consistir en un acto de obediencia, por amor.
De esta suerte los infinitos merecimientos de la pasión y muerte de Cristo, se deben principalmente a su amor y a su obediencia.

10.3.3 La Redención nos liberó del poder del demonio
El pecado nos constituyó deudores a la justicia divina; y Dios permitió que, en castigo, el demonio tuviera poder sobre el hombre. Este poder Regó a ser tan grande, que los Padres de la Iglesia, lo comparan a un cautiverio o esclavitud.

Pues bien, Cristo con la Redención pagó la deuda debida a la justicia divina; y en consecuencia cesamos de vernos sometidos al demonio.

Es de advertir que la deuda de justicia que el hombre tenla contraída no era con el demonio, sino con Dios. El demonio por tanto, no tenía ningún derecho de justicia sobre nosotros.

En consecuencia el poder de liberarnos, o de mantenernos cautivos no correspondía al demonio, sino a Dios; así como el poder de dar libertad a un prisionero no corresponde al simple carcelero, sino a aquél por cuya orden estaba preso.

10.4 NECESIDAD Y UNIVERSALIDAD DE LA REDENCIÓN
10.4.1 Su necesidad
La Redención, como la Encarnación, no era absolutamente necesaria, pues Dios podía dejar abandonado al hombre, o perdonarlo generosamente.

Pero si era necesaria en el supuesto de que Dios exigiera una reparación condigna. En este caso era preciso que una de las divinas Personas se hiciera hombre y reparara la ofensa causada a Dios, porque sólo un hombre-Dios puede reparar de una manera digna la ofensa cometida contra Dios.

10.4.2 Su universalidad y nuestra cooperación
Es de fe que Cristo murió por todos los hombres, esto es, que se entregó en rescate para que todos se salven.

Aunque de hecho muchos no lo consigan, por no emplear los medios de salvación necesarios.

Calvino enseñó que Cristo no murió por todos los hombres, sino sólo por los elegidos. Lo mismo enseñan los jansenistas, quienes para denotar esta idea no representan a Cristo crucificado con los brazos abiertos, sino casi cerrados.

Esta enseñanza está en contradicción con la Sagrada Escritura. San Juan nos dice: “Cristo es propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero (I Jn. 2, 2). Y San Pablo: “Cristo se dio a sí mismo en rescate por todos” (I Tim. 2, 6).

Cuando la Escritura dice que “Cristo murió por muchos”, de acuerdo con el género de la lengua hebrea y los textos ya citados, muchos debe entenderse en el sentido de multitud: Cristo murió por la multitud, esto es, por todos.

Aunque Cristo murió por todos los hombres, no podemos salvarnos sin la cooperación de nuestra parte. Es el mismo Cristo quien nos enseña: “Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos” (Mt. 19, 17). Y San Agustín dice: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Esto es, sin tu cooperación.

“Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello. Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre -a todo hombre y a todos los hombres- su luz Y su fuerza para que puedan responder a su máxima vocación” (Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, num. 14), cfr. Puebla, núm. 1310.

Los protestantes, en especial Lutero y Calvino niegan la necesidad de cooperar a la gracia, enseñando que sólo la fe justifica; esto es, que ella nos aplica los méritos de Cristo, sin necesidad de cooperación de nuestra parte.

Este es un gravísimo error, que está en evidente contradicción con la enseñanza de la Sagrada Escritura. “La fe sin obras es muerta”, declara Santiago (2, 20). Y San Pablo: “No son justos los que oyen la ley, sino aquéllos que la cumplen” (Rom. 2, 13). Y el mismo Cristo declara que en el juicio final recibirán la recompensa del cielo los que hayan practicado las obras de misericordia para con su prójimo (cfr. Mt. 25, 34).

10.4.3 Aplicación de los méritos
Es necesario, pues, que nos apliquemos los méritos de Cristo mediante los medios instituidos por El con este fin: la fe, los mandamientos, los sacramentos, la oración. Quienes desprecian estos medios no pueden salvarse.

Sería falso afirmar que los méritos de Cristo, por ser de infinito valor, se extienden sin más a todos. Porque aunque sean de infinito valor, son como una medicina, que no aprovecha sino al que se la aplica.

Advirtamos aquí dos circunstancias:
a) Cristo no se contentó con merecernos la salvación, sino que nos dio también la oportunidad de merecerla con nuestros propios méritos. Lo cual es mucho más honroso para nosotros, pues no la recibimos como limosna, sino con cierto derecho a ella.
b) Nuestros méritos no menoscaban los de Cristo, pues de ellos reciben toda su eficacia. Además es indispensable que unamos nuestra satisfacción a la de Cristo, esto es, que expiemos nuestros pecados para poder salvarnos. Y así nos dice: “Si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc. 13, 5).

En este sentido debe entenderse la frase de San Pablo: “Completo en mi carne lo que falta por padecer a Cristo” (Col. 1, 24). Esto es, mortifico mi carne para que puedan aplicárseme los méritos y satisfacción que Cristo me alcanzó con sus padecimientos y su muerte.


Pbro. Dr. Pablo Arce Gargollo

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