Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de
origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo
hacia El, el único que lo puede satisfacer.
Nos enseñan el fin último al que Dios nos llama: el
Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida
eterna, la filiación, el descanso en Dios. También nos colocan ante opciones decisivas
con respecto a los bienes terrenos; purifican nuestro corazón para enseñarnos a
amar a Dios sobre todas las cosas.
• Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
• Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra.
• Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados.
• Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
• Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
• Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios.
• Bienaventurados los que buscan la
paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
• Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
• Bienaventurados seréis cuando os
injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por
mi causa.
• Alegraos y regocijaos porque
vuestra recompensa será grande en los cielos.
[1] Cf. CEC, 1716; 1718; 1726; cf. Mateo
5,3-12.
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