Después
de una dolorosa batalla contra el cáncer, Nolan moría como nació, en los brazos
de Ruth, su madre. Tenía cuatro años y había resistido por amor a ella, hasta
que Ruth le dio «permiso» para irse ya al
cielo: «No tienes que luchar más»
José Luis Martín Descalzo, en uno
de esos latidos últimos que nacen para quedarse eternamente, escribía que «morir solo es morir», porque «morir se acaba». ¿Y es posible creer, cuando
apenas queda la fe, que cruzar esa puerta es, solamente, un paso a la deriva?
Aquella promesa, confesada por este sacerdote y escritor –amante de Dios y de
su Palabra–, desvelaba el secreto de la fe: ese mandamiento que nos recuerda
que sólo salvaremos nuestra existencia si vivimos por y para el amor.
Qué complicado resulta, en
determinadas ocasiones, hermanar –en la misma frase y sin atributos literarios–
los verbos morir y amar. Dos caras de una misma moneda, vocación última y
primera del corazón humano. Y, de ese amor compartido, que se hace fuerza en la
debilidad, saben demasiado Ruth y Nolan. Madre e hijo, hijo y madre, corazones
a la intemperie de un sencillo «estoy contigo» o
de un sutil «te necesito»…
AMANDO
Y MURIENDO, EN LA AGONÍA DE UNA CRUZ
Nolan Scully, después de una
dolorosa batalla contra el cáncer, moría como nació –en los brazos de Ruth, su
madre– el 1 de febrero. Tan solo tenía cuatro años, una madre a la que amaba
con locura y toda una vida entera por descubrir. Sin embargo, los días vividos
y los abrazos regalados de Nolan han dejado un legado que hace verdad el
mandamiento primero de la ley de un Dios que entregó su vida como él, amando y
muriendo, en la agonía de una cruz. Luchó, y por eso amó. Porque puso todos sus
anhelos y cada oscuridad de sus silencios en aquella que sabía que nunca le iba
a fallar. Y así fue.
Su amor sobrepasaba las razones,
las condiciones y los pretextos. La quería día y noche. Y la amaba, incluso,
sin saber para qué. Porque tenía claro que deseaba quedarse a vivir en ella.
Sin más refugio que sus manos y sin más casa que su alma.
«¡LUCHARÉ
POR TI, MAMÁ!»
«Dos meses. Dos meses desde que
te tuve en mis brazos, escuché lo mucho que me amabas, besé esos labios sweetie
pie. Dos meses desde que nos acurrucamos. Dos meses de infierno absoluto». Con
esta mirada sufriente comienza la carta que Ruth escribió a Nolan, el niño de
sus ojos, el pequeño que, cada día, la esperaba tumbado en la alfombra del
baño mientras ella se duchaba porque no quería despegarse un solo instante de
su abrazo. Era su manera de acompañarla, de susurrarle que, pasase lo que
pasase, él no estaba dispuesto a tirar la toalla en cada batalla de su guerra.
Y, por eso, se ceñía a ella, porque su victoria ya resplandecía en otros ojos:
en los de Dios, en los del Cielo, en los de su madre.
Cuando la muerte llega para
quedarse y se instala sin permiso, cuesta descifrar el resultado de esa ecuación
tan imperfecta. Y así le pasó a Ruth. El mismo día que los médicos le dijeron
que su hijo se iba y que la medicina había agotado todas sus provisiones, ella
decidió regalarle lo más sagrado de su corazón para que él, tan frágil como
estaba, descansase para siempre sin el amargo latido del dolor. Así, a solas,
en la habitación de Nolan, hablaron del amor y del amarse eternamente.
Ruth le preguntó si le dolía al
respirar, aunque él, a pesar del dolor y por no causarle la misma agonía a su
madre, no quería contar toda la verdad. De repente, en medio de la
conversación, se hizo verdad el sufrimiento más extremo: «Este asunto del cáncer apesta.
No tienes que luchar más», le
dijo Ruth. Sin embargo, la respuesta del hijo resucitó el lenguaje del
amor e, inesperadamente, nació la vida: «¿No tengo que luchar más? (con felicidad)
¡Pero lo haré por ti, mamá!». El niño, con solo cuatro años,
reconocía estar viviendo, aun en la sequedad del sufrimiento, por aquella que
le había donado su existencia. «¿Y cuál es el trabajo de mamá?», le preguntó la madre. «Mantenerme a salvo», reveló Nolan, con una gran sonrisa.
CUANDO
LA RESPUESTA ES EL AMOR
Ruth, con el corazón hecho añicos
pero lejos de dejarse vencer por el miedo, dejó a un lado los protocolos y le
confesó que ya no podía hacer nada aquí, que «la
única manera en que puedo mantenerte a salvo es en el Cielo». Entonces,
replicó su retoño, «¡Me
iré al cielo y jugaré hasta que tú llegues! ¿Vendrás, no?». Por supuesto, replicó ella, «¡No puedes deshacerte de mamá tan fácilmente!».
Nolan, entusiasmado, solo supo
contestar con la inocencia de lo que era –y que no ha dejado de ser–, un niño: «¡Gracias mamá! ¡Iré a jugar con Hunter, Brylee y
Henry!». Así, hasta que Nolan se apagó para partir al Cielo a esperarla,
jugaron, cantaron y hasta dejó escrito que quería que le recordasen como un
policía. Finalmente, el pequeño se durmió, no sin antes sonreírle a su madre y
dejarle escrito, en el resplandor de sus pupilas, aquello que nunca había
dejado de sentir: «Te amo, mamá».
Desde aquel día y a pesar del
naufragio de la ausencia, Ruth jamás ha vuelto a estar sola. Ahí sigue la
figura de Nolan, en la alfombra del baño, dormitando su sueño mientras ella se
ducha, aunque ahora es ella la que tiene miedo a salir, por no encontrarle, por
saberse lejos de ese abrazo y de ese lecho «donde
antes hubo un hermoso y perfecto niño pequeño esperando a su mamá». Pero
la muerte no es el final porque Nolan ya la espera. Porque morir, como escribió
Martín Descalzo, es «cruzar una puerta a la deriva»,
a veces con miedo, a veces con ilusión, a veces con dolor, «para encontrar lo que tanto se buscaba».
Carlos
González García
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