Acompañar a Cristo en la pasión
Fuente: Opus Dei / Catholic.net
«¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas».
Sí, hijas e hijos míos. Hemos de procurar ser uno más, viviendo
en intimidad de entrega y de sentimientos, los diversos pasos del Maestro
durante la Pasión; acompañar con el corazón y la cabeza a Nuestro Señor y a la
Santísima Virgen en aquellos acontecimientos tremendos, de los que no estuvimos
ausentes cuando sucedieron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto por los
pecados de cada una y de cada uno de nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima
que nos conceda la gracia de entrar más a fondo en el dolor que cada uno ha
causado a Jesucristo, para adquirir el hábito de la contrición, que fue tan profundo
en la vida de nuestro santo Fundador, y le llevó a heroicos grados de Amor.
Meditemos a fondo y despacio las escenas de
estos días. Contemplemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, miremos cómo busca
en la oración la fuerza para enfrentarse a los terribles padecimientos, que Él
sabe tan próximos. En aquellos momentos, su Humanidad Santísima necesitaba la
cercanía física y espiritual de sus amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?. Nos lo dice también a ti y a mí, que tantas veces
hemos asegurado, como Pedro, que estábamos dispuestos a seguirle hasta la
muerte y que, sin embargo, a menudo le dejamos solo, nos dormimos. Hemos de
dolernos por estas deserciones personales, y por las de los otros, y hemos de
considerar que abandonamos al Señor, quizá a diario, cuando descuidamos el
cumplimiento de nuestro deber profesional, apostólico; cuando nuestra piedad es
superficial, ramplona; cuando nos justificamos porque humanamente sentimos el
peso y la fatiga; cuando nos falta la divina ilusión para secundar la Voluntad
de Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo.
En cambio —empapémonos de esta realidad, actual
entonces como ahora—, los enemigos de Dios están en vela: Judas, el traidor, y
la chusma no se han concedido reposo, y llegan en plena noche para entregar con
un beso al Hijo del hombre. Sigue golpeando en mi alma la impresión que me
produjo, en México, la imagen de Cristo crucificado con una llaga tremenda en
la mejilla —el beso de Judas—,
imaginada por la piedad del pueblo cristiano, para simbolizar la herida que
causó en su Corazón la defección de uno de los que Él había elegido
personalmente.
Hijos de mi alma: ¡que no nos separemos nunca
del Señor! Dejadme que insista: vamos a procurar seguirle muy de cerca, para
que no se repita —en lo que dependa de nosotros— la indiferencia, el abandono,
los besos traidores... En estos días, y siempre, «deja que tu corazón se
expansione, que se ponga junto al Señor. Y cuando notes que se escapa —que eres
cobarde, como los otros—, pide perdón por tus cobardías y las mías»[3], agarrado de la mano de tu Madre santa
María, para que Ella infunda en tu alma un afán decidido y sincero,
¡operativo!, de fidelidad a ese Cristo que se entrega por nosotros.
Después del prendimiento en Getsemaní,
acompañamos a Jesús a casa de Caifás y presenciamos el juicio —parodia
blasfema— ante el Sanedrín. Abundan los insultos de los fariseos y levitas, las
calumnias de los falsos testigos, bofetadas como aquélla, cobarde, del siervo
del Pontífice, y suenan de forma sobrecogedora las negaciones de Pedro: ¡qué
dolor el de nuestro Jesús, y qué lecciones para cada uno nosotros! Luego, el
proceso ante Pilatos: aquel hombre es cobarde; no encuentra culpa en Cristo,
pero no se atreve a pechar con las consecuencias de un comportamiento honrado.
Primero busca una estratagema: ¿a quién dejamos libre, a Barrabás o a Jesús?; y
cuando le falla este expediente, ordena que sus soldados torturen al Señor, con
la flagelación y la coronación de espinas. Ante el cuerpo destrozado del
Salvador, nos hará mucho bien seguir aquel consejo de nuestro Padre: «Míralo, míralo... despacio»; y preguntarnos: «Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y
a abofetear, y a escupir?». Por último, la crucifixión. «Una Cruz. Un
cuerpo cosido con clavos al madero. El costado abierto... Con Jesús quedan sólo
su Madre, unas mujeres y un adolescente. Los apóstoles, ¿dónde están? ¿Y los
que fueron curados de sus enfermedades: los cojos, los ciegos, los leprosos?...
¿Y los que le aclamaron?... ¡Nadie responde»!.
Me ha ayudado a hacer la oración la descripción
de los sufrimientos de Nuestro Señor, que hace santo Tomás de Aquino[8], con estilo literario escueto. Explica el
Doctor Angélico que Jesús padeció por parte de todo tipo de hombres, pues le
ultrajaron gentiles y judíos, varones y mujeres, sacerdotes y populacho,
desconocidos y amigos, como Judas que le entregó y Pedro que le negó. Padeció
también en la fama, por las blasfemias que le dijeron; en la honra, al ser
objeto de ludibrio por los soldados y con los insultos que le dirigieron; en
las cosas exteriores, pues fue despojado de sus vestiduras y azotado y maltratado;
y en el alma, por el miedo y la angustia. Sufrió el martirio en todos los
miembros del cuerpo: en la cabeza, la corona de espinas; en las manos y pies,
las heridas de los clavos; en la cara, bofetadas y salivazos; en el resto del
cuerpo, la flagelación. Y los sufrimientos se extendieron a todos los sentidos:
en el tacto, las heridas; en el gusto, la hiel y el vinagre; en el oído, las
blasfemias e insultos; en el olfato, pues le crucificaron en un lugar hediondo;
en la vista, al ver llorar a su Madre... y —añado yo— nuestra poca
colaboración, nuestra indiferencia.
Hijas e hijos míos, al meditar en la Pasión
surge espontáneo en el alma un afán de reparar, de dar consuelo al Señor, de
aliviarle sus dolores. Jesús sufre por los pecados de todos y, en estos tiempos
nuestros, los hombres se empeñan, con una triste tenacidad, en ofender mucho a
su Creador. ¡Decidámonos a desagraviar! ¿Verdad que todos sentís el deseo de
ofrecer muchas alegrías a nuestro Amor? ¿Verdad que comprendéis que una falta
nuestra —por pequeña que sea— tiene que suponer un gran dolor para Jesús? Por
eso os insisto en que valoréis en mucho lo poco, en que afinéis en los
detalles, en que tengáis auténtico pavor a caer en la rutina: ¡Dios nos ha
concedido tanto, y Amor con amor se paga! Me dirijo a Jesús, contemplándole en
el patíbulo de la Santa Cruz, y le ruego que nos alcance el don de que nuestras
confesiones sacramentales sean más contritas: porque —como nos enseñaba nuestro
Padre— sigue en ese Madero, desde hace veinte siglos, y es hora de que ahí nos
coloquemos nosotros. Le suplico también que nos aumente el imperioso afán de
llevar más almas a la Confesión.
En la Cruz, Jesús exclama: sitio![9]; tengo sed; y nuestro Padre nos recuerda
que «ahora tiene sed... de amor, de almas»[10]. La redención se está haciendo, y
nosotros hemos recibido una vocación divina que nos capacita
y nos obliga a participar en la
misión corredentora de la Iglesia, según el modo específico —querido por Dios
para su Obra— que nos ha transmitido nuestro Padre.
El Señor y la Iglesia esperan que seamos leales
a esta misión, que nos gastemos totalmente en nuestro empeño por ser apóstoles
de Jesucristo. Esperan que carguemos sobre nuestros hombros, con alegría, la
Cruz de Jesús, y que la abracemos «con la fuerza
del Amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra».
Las almas necesitan que realicemos una labor
mucho más extensa e intensa de apostolado y proselitismo: ¡urge mucho! ¿Y las
dificultades del ambiente? Sabéis que el hecho de que exista un ambiente más o
menos hostil al sacrificio, a la entrega, no es motivo para disminuir nuestro
afán apostólico, ¡al contrario!: montes sicut
cera fluxerunt a facie Domini;
los obstáculos se derriten como cera ante el fuego de la gracia divina. Nunca
olvidéis que la obra de Cristo no termina en la Cruz y en el sepulcro, que no
son un fracaso; que culmina en la Resurrección y en la Ascensión al Cielo, y en
el envío del Paráclito: la Pentecostés ubérrima de frutos, que también ha de
repetirse, necesariamente, en la vida de los cristianos, pues si hemos muerto con Cristo, creemos que también
viviremos con Él; y con Él, y por Él, y en Él llevaremos a
innumerables hombres y mujeres, en los más diversos confines del mundo, el
alegre anuncio de la Redención: el gozo y la paz que el Espíritu Santo derrama
en los corazones fieles.
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