VATICANO, 12 Abr. 17 / 04:40 am (ACI).- Durante la Audiencia General
celebrada en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, el Santo Padre contrapuso
la esperanza terrena a la esperanza de la cruz. El Santo Padre
reflexionó sobre los acontecimientos que llevaron a Jesús a la cruz y el sentido
que tiene su humillación y muerte: “Jesús vivió el
amor hasta el final, dejándose despedazar por la muerte, como una semilla que
cae en tierra”, señaló.
A continuación, el texto completo de la catequesis del Papa:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado hemos hecho memoria del ingreso de Jesús en Jerusalén,
entre las aclamaciones festivas de los discípulos y de mucha gente. Esa gente
ponía en Jesús muchas esperanzas: muchos esperaban de Él milagros y grandes
signos, manifestaciones de poder e incluso la liberación de los enemigos
dominantes. ¿Quién de ellos habría imaginado que dentro de poco Jesús habría
sido en cambio humillado, condenado y asesinado en la cruz? Las esperanzas
terrenas de esa gente se derrumbaron delante de la cruz. Pero nosotros creemos
que justamente en el Crucificado nuestra esperanza ha renacido. Las esperanzas
terrenas caen ante la cruz, pero renacen esperanzas nuevas, aquellas esperanzas
que duran por siempre. Es una esperanza diversa esta que nace de la cruz. Es
una esperanza diversa de aquellas que se derrumban, de aquellas del mundo. Pero
¿De qué esperanza se trata, esta esperanza que nace de la cruz?
Nos puede ayudar a entenderlo lo que dice Jesús justamente después de
haber entrado a Jerusalén: «Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la
tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
Tratemos de pensar en un grano o en una pequeña semilla, que cae en el terreno.
Si permanece cerrado en sí mismo, no sucede nada; si en cambio se fracciona, se
abre, entonces da vida
a una espiga, a un retoño, y después a una planta y una planta que dará fruto.
Jesús ha traído al mundo una esperanza nueva y lo ha hecho a la manera
de la semilla: se ha hecho pequeño, pequeño, pequeño como un grano de trigo; ha
dejado su gloria celestial para venir entre nosotros: ha “caído en la tierra”. Pero todavía no era
suficiente. Para dar fruto, Jesús ha vivido el amor hasta el extremo, dejándose
fragmentar por la muerte como una semilla se deja fragmentar bajo la tierra.
Justamente ahí, en el punto extremo de su anonadamiento – que es también el
punto más alto del amor – ha germinado la esperanza. Si alguno de ustedes me
pregunta: ¿Cómo nace la esperanza? Yo respondo: “De
la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y de ahí te llegara la
esperanza que no desaparece jamás, aquella que dura hasta la vida eterna. Y
esta esperanza ha germinado justamente por la fuerza del amor: porque el amor
que «todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7), el amor que es la
vida de Dios ha renovado todo lo que ha alcanzado. Así, en la Pascua,
Jesús ha transformado, tomándolo en sí, nuestro pecado en perdón. Pero escuchen
bien como es la transformación que hace la Pascua: Jesús ha transformado
nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en
confianza. Es por esto, que en la cruz, ha nacido y renace siempre nuestra
esperanza; es por esto que con Jesús toda nuestra oscuridad puede ser
transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza.
Toda: sí, toda. La esperanza supera todo, porque nace del amor de Jesús que se
ha hecho como el grano de trigo caído en la tierra y ha muerto para dar vida y
de esa vida llena de amor viene la esperanza.
Cuando elegimos la esperanza de Jesús, poco a poco descubrimos que el
modo de vivir vencedor es aquel de la semilla, aquel del amor humilde. No hay
otra vía para vencer el mal y dar esperanza al mundo. Pero ustedes pueden
decirme: “No, es una lógica equivocada”. Parecería
así, que es una lógica frustrada, porque quien ama pierde poder. ¿Han pensado
en esto? Quien ama pierde poder, quien dona, se despoja de algo y amar es un
don. En realidad la lógica de la semilla que muere, del amor humilde, es la vía
de Dios, y sólo esta da fruto. Lo vemos también en nosotros: poseer impulsa
siempre a querer algo más: he obtenido una cosa para mí y enseguida quiero otra
más grande, y así, no estoy jamás satisfecho. Es una sed terrible, ¿eh? Cuanto
más tengo, más quiero. Es feo. Quien es ávido no se sacia jamás. Y Jesús lo
dice de modo claro: «El que ama su vida, la perderá» (Jn 12,25). Tú eres
codicioso, amas tener tantas cosas, pero perderás todo, también la vida, es
decir: quien ama lo propio y vive por sus intereses se hincha sólo de sí y
pierde. En cambio, quien acepta, es disponible y sirve, vive según el modo de
Dios: entonces es vencedor, salva a sí mismo y a los demás; se convierte en
semilla de esperanza para el mundo. Pero es bello ayudar a los demás, servir a
los demás. Tal vez, nos cansaremos, ¿eh? La vida es así, pero el corazón se
llena de alegría y de esperanza. Y esto es el amor y la esperanza juntos:
servir, dar.
Claro, este amor verdadero pasa a través de la cruz, el sacrificio, como
para Jesús. La cruz es el paso obligatorio, pero no es la meta, es un paso: la
meta es la gloria, como nos muestra la Pascua. Y aquí nos ayuda otra imagen
bellísima, que Jesús ha dejado a los discípulos durante la Última Cena. Dice: «La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque
le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la
alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo» (Jn 16,21).
Es esto: donar la vida, no poseerla. Y esto es aquello que hacen las mamás: dan
otra vida, sufren, pero luego son felices, gozosas porque han dado otra vida.
Da alegría; el amor da a la luz la vida y da incluso sentido al dolor. El amor
es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Lo repito: el amor es el
motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Y cada uno de nosotros puede
preguntarse: ¿Amo? ¿He aprendido a amar? ¿Aprendo todos los días a amar más?,
porque el amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días, días de amor, dejémonos
envolver por el misterio de Jesús que, como un grano de trigo, muriendo nos
dona la vida. Es Él la semilla de nuestra esperanza. Contemplemos al
Crucificado, fuente de esperanza. Poco a poco entenderemos que esperar con
Jesús es aprender a ver ya desde ahora la planta en la semilla, la Pascua en la
cruz, la vida en la muerte. Pero yo quisiera darles una tarea para la casa. A
todos nos hará bien detenernos ante el Crucificado – todos ustedes tienen uno
en casa – mirarlo y decirle: “Contigo nada está
perdido. Contigo puedo siempre esperar. Tú eres mi esperanza”.
Imaginando ahora al Crucificado y todos juntos decimos a Jesús Crucificado,
tres veces: “Tú eres mi esperanza”. Todos: “Tú eres mi esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”. Gracias.
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