miércoles, 29 de marzo de 2017

LOS CIEGOS Y LA LUZ


La ceguera es siempre una enfermedad dura de soportar, pero en tiempos de Jesús lo era aún más que en la actualidad. La mayoría de los ciegos no podían realizar un oficio, y solían vivir mendigando. Eso les ocurría tanto a los ciegos de Jericó como al que pedía limosna en el Templo de Jerusalén.
Jesús curó a muchos ciegos. La venida del Mesíases anunciada con frecuencia con ciegos que ven. Oirá aquel día los sordos las palabras del libro y desde la tiniebla y desde la oscuridad de los ojos oirán [384]. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos se abrirán [385]. Yo te he formado para luz de las gentes, para abrir los ojos a los ciegos [386].
Son muchos los que se encuentran en las páginas del evangelio. La curación de seis de ellos: dos de Cafarnaúm, dos de Jericó, uno de Betsaida y otro de Jerusalén es contada con detenimiento.
Cuatro curaciones son repentinas, otra se realiza poco a poco, y la otra se realiza sin ser pedida. Los primeros piden con insistencia y con fe, el segundo pide con poca fe, el tercero recibe la vista en el Templo después de la fiesta de los Tabernáculos con mucho espectáculo. Tres modos distintos de realizar el mismo milagro tiene una lección para todos. Si los primeros milagros fueron para beneficiar a los que pedían luz desde su oscuridad, el ciego de Jerusalén recibe la vista del cuerpo para que otros reciban la luz de la fe.
Comencemos por el ciego del Templo de Jerusalén, pues era ciego de nacimiento y nunca había conocido la luz. Era muy conocido de todos. Fue curado durante la fiesta de los Tabernáculos, dato que tiene su importancia, pues esta fiesta evoca el tiempo que los hebreos pasaron en el desierto siendo guiados por la luz de Dios, por eso se celebraba con un amplio despliegue de luces [387].
La fiesta duraba ocho días, al comienzo del otoño. En la primera noche, se iluminaba intensamente el atrio de las mujeres con cuatro enormes lámparas que daban cierta claridad a toda Jerusalén. Con ello recordaban la nube luminosa, señal de la presencia de Dios, que guió a los israelitas por el desierto a su salida de Egipto.
Fue probablemente en esta fiesta cuando Jesús habló de sí mismo como la “Luz” diciendo: Yo soy la luz del mundo [388], expresión de su divinidad, más aún dicha en el Templo y en esa fiesta, cuando quizá aún estaban encendidos los lucernarios, símbolos de Dios guiando a Israel. ¿Cómo no deducir que Jesús está diciendo ser el Dios vivo que ilumina al mundo? Las palabras confirman esta afirmación: el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. El salmo 36 dirigiéndose a Dios decía: en ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz [389]. Los judíos que oyen a Jesús se oponen a sus palabras diciendo que no basta su testimonio, Jesús les responde que no creen porque tienen mala voluntad, pero les da el signo de la curación del ciego de nacimiento. Así lo manifiesta a los discípulos cuando les dice que las obras de Dios se manifestarán en aquel ciego, ya que Él es la luz del mundo [390].
El milagro sucedió lentamente, como con el deseo explícito de que todos se fijasen con atención. Fue así: Escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos y le dijo: Anda, lávate en la piscina de Siloé -que significa Enviado-. Fue, pues, se lavó y volvió con vista [391].
Es de suponer que muchos seguirían al ciego. De hecho era manifiesta la voluntad del Señor de realizar un signo notorio. Quizá el ciego se resistía al no saber bien lo que estaban haciendo con él, quizá se dirigió ayudado por otros, confiando que podía realizarse algo prodigioso, pues había escuchado las palabras de aquel rabbí que hablaba con autoridad. La sorpresa al recuperar la vista sería enorme, más aún cuando nunca había conocido de un modo visible el mundo que le rodeaba. Su alegría fue desbordante, aunque pronto experimentó la malicia de algunos que vivían en unas tinieblas peores de las que él acababa de superar.
El desarrollo de los acontecimientos posteriores es narrado por Juan con detenimiento. La resistencia a aceptar el milagro por parte de los fariseos, las preguntas al ciego y a sus padres, las respuestas llenas de cordura y sentido común, más claras aún ante la obcecación de los fariseos en cerrarse a la evidencia, y, por fin, su expulsión de la sinagoga. Una vez fuera del Templo, Jesús salió al encuentro del ciego vidente y sus miradas se cruzaron. El antiguo ciego nunca había visto a Jesús, aunque había escuchado su voz, pero le reconoce al oírle decir ¿Crees tú en el Hijo del hombre? El respondió: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Lo has visto; el que contigo habla, ése es. Y él exclamó: Creo, Señor, y se postró ante Él. Dijo Jesús: Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos [392].
El ciego por la fe adora a Jesús como Dios. Ahora tiene luz en los ojos del cuerpo y en los del alma. El mensaje no podía ser más claro para los que habían visto el milagro. Es como decirles: ¿no querías un signo que atestiguase mi sinceridad? pues aquí lo tenéis. El que no crea es por su culpa, no por falta de signos. Jesús es la Luz. Creer en Él es tener la luz para ver. La ceguera culpable del espíritu es peor que la del cuerpo. La soberbia de los fariseos les ciega para contemplar la verdad.
Otra consecuencia a extraer de este milagro es ver la fe como luz. La fe es luz porque se descubre verdades antes desconocidas u oscuras. La fe divina es una auténtica iluminación. El que carece de estas luces ciertamente camina en las tinieblas: es un ciego.
Vale la pena pedir a Dios esa luz de la fe. Entre los que no conocen a Cristo hay muchos hombres honrados que, por elemental miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados. Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía queda en nuestros ojos, si permitimos que el Señor nos aplique ese lodo que en sus manos, se convierte en el colirio más eficaz, percibiremos las realidades terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe: habremos adquirido mirada limpia [393].
En el ciego de Betsaida llama la atención la lentitud de la curación, pues tras cada imposición de manos de Jesús va viendo mejor las cosas. ¿No es esto un signo de cómo puede mejorar la visión sobrenatural de la cosas?.
Veamos el milagro: llegan a Betsaida y le traen un ciego suplicándole que le toque. Tomando de la mano al ciego le sacó fuera de la aldea, y poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: ¿Ves algo? Y alzando la mirada dijo: veo a los hombres como árboles que andan. Después puso otra vez las manos sobre sus ojos y comenzó a ver y quedó curado de manera que veía con claridad todas las cosas [394].
¿Por qué actuó Jesús de esta manera tan distinta de la que utilizó con los otros ciegos? Veamos los hechos para entender mejor. Primero el ciego es conducido a Jesús por otros, que son los que suplican a Jesús que le toque. No es el ciego el que pide. Es de suponer que tendría poca fe en su curación; quizá sentiría como un escepticismo ante la curación, dejándose llevar por los suyos con más o menos pasividad. Pero al comenzar a ver, aunque fuera confusamente, debió cambiar su estado de ánimo. En el breve espacio de tiempo que estuvo con los ojos tapados por la mano de Jesús se plantearía con nitidez la alternativa: si creo, veo; si no creo, permanezco en la oscuridad. Y al asentarse la fe, se realiza el milagro. Jesús quería un crecimiento de su fe para adquirir la visión corporal.
Esta iluminación progresiva es como un llamamiento a mejorar las disposiciones para recibir los dones de Dios. Jesús suscita con paciencia la buena disposición para que crea, y después realiza el milagro. Esta paciencia divina también la tiene con todo aquel cuya fe es débil. Da la gracia para creer y después se vuelca en el alma creyente, pero si no hubiese fe ¿de qué servirían todos los dones?
La curación de dos ciegos en Cafarnaúm y de otros dos en Jericó fué repentina y muy similar. En los dos caso piden con insistencia y con doctrina ten piedad de nosotros, hijo de David [395], dicen los de Cafarnaúm. Los de Jericó piden diciendo: Señor, compadécete de nosotros, hijo de David [396]. Después de ser interrogados por Jesús son curados de inmediato.
Marcos es más explícito centrando la conversación de Jericó en uno de los ciegos llamado Bartimeo. No fue fácil para los ciegos de Jericó conseguir la curación. Seguía a Jesús una gran cantidad de gente con el consiguiente movimiento de personas, ruido y empujones. De hecho muchos conminaron a Bartimeo para que callase cuando gritaba intentando llamar la atención de Jesús, pero él gritaba mucho más, hasta que por fin Jesús se detiene. Es lógico pensar que los gritos de Bartimeo, o de los dos ciegos que nos dicen Mateo y Lucas, se oirían por todas partes; pero Jesús quiere esperar un poco para que perseveren en su petición. ¿No es un síntoma de poca fe desanimarse con facilidad?
Cuando Bartimeo es llamado por Jesús él arrojó su manto y saltando llegó hasta Jesús. Este detalle revela la fe fuerte de Bartimeo, pues no parece que en medio de una muchedumbre pueda un ciego recuperar su manto, pero le molestaba para moverse hacia la voz de Cristo que le llamaba. Arroja de sí todo lo que le sobra para dirigirse hacia el Señor y se mueve sólo por el oído. Esto es la fe: moverse por lo oído y despegarse de todo lo que sobra. En una palabra la fe se manifiesta en la entrega. Este es el buen inicio del encuentro de Bartimeo con Jesús.
Ya está Bartimeo ante Jesús. Su respiración estaría alterada y entrecortada, un poco por el trayecto hacia el Señor, con los empujones y los tropiezos lógicos en un ciego. Su corazón tendría la palpitación del que sabe puede ser curado pues se encuentra por fin está ante el Mesías tan esperado. Su proximidad haría que sintiesen mutuamente la respiración. Le siente, pero todavía no le ve. ¿Tendría Jesús una mirada dura o dulce?
Entonces viene la gran pregunta de Jesús a Bartimeo ¿Qué quieres que te haga? La respuesta revelaría la fe de Bartimeo. Podía pedir una limosna, o justicia, o ser ayudado por sus familiares. Todo eso son cosas buenas, pero pide lo que sólo se puede pedir desde la fe: Maestro mío, que vea. Si no hubiera tenido fe, hubiera pensado que no era posible, y no lo hubiera pedido, o hubiera pedido algo más natural, pero desde la fe pide un milagro. Entonces Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino [397].
Es fácil imaginar la alegría del ciego Bartimeo. Jesús concede muchos de sus milagros y de sus dones según lo que se le pide. Casi no tiene tiempo para escuchar cómo le prohibía que contase lo sucedido a nadie. Ni por un segundo piensa en hacerle caso, y no es pensable se disgustase Jesús ante tanto gozo. ¡Qué triste cosa sería recibir un don pequeño cuando se puede recibir uno extraordinario! ¡Qué gozoso es pedir cosas grandes y conseguirlas!.
Buena oración es la del buen Bartimeo: que vea . Así la recoge Surco Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza. “Domine, ut videam!”-¡Señor, que vea!…Y se hará el día en tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá” [398]. Es lógico, mirando a los ciegos curados por Jesús, pedir luces a Dios como lo hacía San Agustín: eres tú, luz eterna, luz de sabiduría, quien hablando a través de las nubes de la carne dices a los hombres: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no nada en tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida. (…) ¡Oh Señor! ardo abrasado por el deseo de la luz en tu presencia están todos mis deseos, y mis gemidos no se te ocultan. ¿Quién ve este deseo, ¡oh Dios mío! sino tú? ¿A quién pediré Dios sino a Dios? Haz que mi alma ensanche sus deseos y que, dilatado y hecho capacísimo el interior de mi corazón trate de llegar a la inteligencia de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón del hombre” [399].
La luz se hará en nuestras almas según nuestra fe. Dios ilumina, pero debemos abrir los ojos y pedir tanto si vemos algo como si todavía estamos ciegos. Pidamos al Señor como Bartimeo: ¡Señor que vea!


[384] Is 29,18
[385] Is 35,5
[386] Is 42,7
[387] Cfr Lev 23,34-36
[388] Jn 8,12
[389] Salmo 36.10
[390] Cfr Jn 9,2-5
[391] Jn 9,6-7
[392] Jn 9,35-39
[393] Beato Josemaría. Es Cristo que pasa. n. 71
[394] Mc 8,22-25
[395] Mt 9,27
[396] Mt 20,30; Lc 18,38
[397] Mc 10,46-52
[398] Surco, n.862
[399] San Agustín. Tratado sobre el evangelio de san Juan 34,5-7


Pbro. Dr. Enrique Cases

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