La vulnerabilidad de una madre es el terreno
perfecto para que aumente la confianza, y quizás el único en el que puede
aumentar de verdad.
Aquí estoy, sentada en mi escritorio, mientras dentro de mi cuerpo mi
niño trabaja duro, produciendo 250.000 neuronas al minuto.
Nuestros cuerpos, cooperando juntos, están inmersos en
este proceso increíblemente complicado para hacerle crecer y desarrollarse,
aunque nadie lo diría desde fuera.
Es un proceso del que formo parte, pero parece que de forma
extrañamente pasiva. No sólo no entiendo el 95% de lo que está pasando dentro
de mí, sino que no podría iniciarlo o pararlo (quiero decir, con la simple
fuerza de voluntad) si lo intentara. Puedo contener la respiración, pero no
puedo poner en pausa al niño. Una vez iniciadas, la vida y el crecimiento
del niño están inmediatamente fuera de mi control.
Toda mujer embarazada tiene este sentimiento de falta de control, aún
más doloroso al constatar lo importante que es para nosotras que el niño esté
bien. Me he preocupado desde el primer momento en que vi el signo positivo en
el test de embarazo. ¿Todo va a salir bien? ¿Nacerá sano?
Hay una personita a la
que amo profundamente, que depende de mí literalmente para todo en este
mundo, pero a la que no puedo proteger de la enfermedad, del sufrimiento y
quizás de la muerte. Con la excepción de los pocos momentos del embarazo en que lo miro en
las ecografías, no sé siquiera si aún crece allí adentro. Tengo tanto amor y
tan poco poder…
Empecé a pensar en control y poder, y comprendí que estos conceptos son
casi siempre completas fantasías. ¡Controlamos
tan pocas cosas en nuestra vida! No puedo elegir mi carga genética, ni a
mis padres, ni mi lugar de nacimiento ni los acontecimientos que han dado forma
a la persona que hoy soy.
No puedo elegir la estructura de mi cerebro. No puedo cambiar a las
personas que amo o cambiar las decisiones de alguien. Sólo controlo una cosa: mis acciones. Solo éstas. Y no es mucho.
Así que empecé a ver este intenso sentido de vulnerabilidad que tengo
como una especie de bendición. Y esta vulnerabilidad no es exclusiva de las
mujeres embarazadas. Todos, en alguna medida, somos conscientes de la propia
impotencia. La bendición es que el
hecho de conocer nuestra impotencia es el terreno perfecto para hacer aumentar
la confianza, y quizás el único terreno en el que puede aumentar de verdad.
Cristo le dijo a santa Faustina: “Las
gracias de mi misericordia se obtienen con un solo recipiente, y este es la
confianza. Más confianza tiene un alma, más se obtiene” (Diario,
n. 1578).
No debemos aferrarnos a la seguridad que deriva de controlar totalmente
todo lo que cuenta para nosotros en la vida. Y no es porque nadie tenga este
control, sino sólo porque no debemos tenerlo. Corresponde sólo a Dios. Lo opuesto del control no es el caos, sino la
confianza.
Confiar en el poder de Dios por encima del nuestro es fuente de gran
liberación. “Si aún las cosas más pequeñas
superan sus fuerzas, ¿por qué se inquietan por las otras? (…) No temas,
pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino” (Lc
12, 26. 32).
LA ÚNICA MANERA DE
SALIR DEL GRAN MIEDO QUE EXPERIMENTA TODO SER HUMANO ES UNA CONFIANZA
IGUALMENTE GRANDE.
Este miedo es sin embargo un don, porque nos susurra
en el corazón la consciencia de que no hay cantidad de dinero, poder o
influencia que pueda de verdad hacernos sentir a salvo, y que ningún hombre
escapa a la muerte. ¡Qué buena noticia, entonces, saber que a
nuestro Padre le ha parecido bien darnos su reino! No se nos pide el
control, que está más allá de nuestro alcance, sino sólo la confianza.
“Cuando soy débil, entonces soy fuerte”,
escribe San
Pablo (2 Cor 12, 10). La única fuerza que posee la humanidad
pobre ha caído en una fuerza tomada prestada, la fuerza de Dios.
Aunque todos tengamos que reconocer nuestra impotencia, hay un motivo
especial por el que el embarazo nos hace aún más dolorosamente conscientes
de lo que no podemos controlar. Es porque la confianza, más que cualquier
otra cosa, es lo que una madre debe enseñar a su propio hijo,
y si ella escucha bien aprenderá cómo confiar aun
antes de que nazca el niño.
La incertidumbre en
la vida, pero sobre todo durante el embarazo, entrena a la madre
a ser capaz de ofrecer a su hijo el don más grande de todos en este mundo
incierto, confuso y caótico: la confianza en la fuerza de Dios, que todos
deberíamos tener.
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