Dios quiere que todos los hombres se
salven, como el profesor quiere que todos los alumnos aprueben. Ahora bien, la
salvación o el aprobado dependerán del creyente o del alumno.
El
sufrimiento se hace presente y asoma en el momento más inoportuno. Nadie es
extraño a esta realidad. La teología es aquella ciencia que en el estudio que
realiza, para aclarar las causas existenciales de la vida, afirma con certeza
que el pecado original dejó unas secuelas como son el dolor, la enfermedad, la
muerte y la fragilidad humana. Ante estas evidencias y realidades que se hacen
presentes solamente un gran amor, y es el de Dios, podría salvar y sanar. Sólo
desde la cruz de Cristo se puede dar respuesta a nuestros límites y pecados porque
Él se ha hecho cargo de nuestras miserias y pecados. Como correspondencia, nos
pide que asociemos nuestra vida a la suya, pues contrariamente no tendrá
remedio y se quedará frustrada para siempre. Sólo desde el amor-misericordioso
de Dios se puede llegar a sanar el pecado en el ser humano.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. ‘Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un homicida; y sabéis que ningún homicida tiene en sí la vida eterna' (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte de que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (nº 1033).
¿Cómo es posible que exista el infierno si Dios es infinitamente misericordioso? Es una pregunta que muchas veces nos hacemos. La respuesta debe hacerse con justicia, verdad, caridad y misericordia. Lo que ocurre es que se suele hacer con puro paternalismo o sentimentalismo. Dios quiere que todos los hombres se salven, como el profesor quiere que todos los alumnos aprueben. Ahora bien, la salvación o el aprobado dependerán del creyente o del alumno. Si a un automóvil no le echamos gasolina, si no le revisamos el motor, es seguro que no funcionará. Lo mismo sucederá al “atardecer de la vida” (al final de nuestra vida): que se nos examinará del amor. Es bueno y de sabios que nos preparemos para pasar el examen final, el más importante, ante la presencia de Dios, que es justo y fiel a la verdad. Basta leer la Palabra de Dios: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y estos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25, 46).
Y así lo definió solemnemente el Magisterio de la Iglesia en el año 1215: “Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras (buenas o malas): aquellos con el maligno, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna” (Concilio de Letrán IV, De fide catholica, cap. I). Esto es lo que corresponde a la misma enseñanza del Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia. No hemos de temer a Dios, sino más bien a nuestra falta de respuesta y de coherencia con su ley de amor. La conversión de vida es lo más importante en nuestra existencia humana y cristiana. El odio nunca podrá ser de la misma condición que el amor. Por eso el amor huele a cielo y el odio huele a infierno. Cada uno deberá dar cuentas a Dios al final de la vida.
¡Aprobaremos o suspenderemos!
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. ‘Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un homicida; y sabéis que ningún homicida tiene en sí la vida eterna' (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte de que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (nº 1033).
¿Cómo es posible que exista el infierno si Dios es infinitamente misericordioso? Es una pregunta que muchas veces nos hacemos. La respuesta debe hacerse con justicia, verdad, caridad y misericordia. Lo que ocurre es que se suele hacer con puro paternalismo o sentimentalismo. Dios quiere que todos los hombres se salven, como el profesor quiere que todos los alumnos aprueben. Ahora bien, la salvación o el aprobado dependerán del creyente o del alumno. Si a un automóvil no le echamos gasolina, si no le revisamos el motor, es seguro que no funcionará. Lo mismo sucederá al “atardecer de la vida” (al final de nuestra vida): que se nos examinará del amor. Es bueno y de sabios que nos preparemos para pasar el examen final, el más importante, ante la presencia de Dios, que es justo y fiel a la verdad. Basta leer la Palabra de Dios: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y estos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25, 46).
Y así lo definió solemnemente el Magisterio de la Iglesia en el año 1215: “Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras (buenas o malas): aquellos con el maligno, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna” (Concilio de Letrán IV, De fide catholica, cap. I). Esto es lo que corresponde a la misma enseñanza del Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia. No hemos de temer a Dios, sino más bien a nuestra falta de respuesta y de coherencia con su ley de amor. La conversión de vida es lo más importante en nuestra existencia humana y cristiana. El odio nunca podrá ser de la misma condición que el amor. Por eso el amor huele a cielo y el odio huele a infierno. Cada uno deberá dar cuentas a Dios al final de la vida.
¡Aprobaremos o suspenderemos!
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