Hoy, por supuesto, iba a hablar
de cualquier cosa menos de Amoris Laetitia. Pero todos sabemos que hay
algo de adictivo en esa exhortación; exhortación, ¡no encíclica! Vuestros
comentarios, os lo digo con toda sinceridad, me han resultado muy valiosos. Me
han ayudado en la meditación de un texto que sin comentarios de unos y de otros
hubiera quedado más desnudo. Gracias, Gansito, por tu comentario.
Como cierto comentarista ha
señalado, veo tan clara la sobrenaturalidad de la Iglesia, la acción del
Espíritu Santo en ella, que por eso acepto de todo corazón lo que en sus
ejercicios, san Ignacio de Loyola nos enseñó en sus reglas para sentir con la
Iglesia, la decimotercera dice así.
Debemos siempre
tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si
la Iglesia Jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro
Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y
rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y señor
nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa
madre Iglesia.
Con la transcripción de esta
regla, de ningún modo, pretendo zanjar una discusión que resulta enriquecedora
para todos, cuando se realiza con el respeto que la mayoría habéis mostrado.
En este último post, creo, sobre
el tema (por un tiempo) quisiera decir que fruto de esa sobrenaturalidad del
misterio de la Iglesia, los sacerdotes deberíamos ser mucho mejores de que
somos. Y los obispos deberían ser los más santos, prudentes y sabios de entre
los mejores sacerdotes. Los cardenales tendrían que ser la flor y nata del
clero. Y el Papa… para esa función sobrehumana debería escogerse al mejor de
los mejores: al más santificado por el Espíritu Santo, al obispo más sabio que
se pudiera encontrar, al pastor más prudente que pudiera hallarse.
Y que nadie me diga que eso es
imposible, porque ciertamente entre los más de 400.000 presbíteros de la Santa
Iglesia Católica alguno debe ser el mejor. En mi libro Colegio de Pontífices
intenté dar mis razones acerca de la conveniencia de cambiar el criterio por el
que el Santo Padre escoge a los príncipes de la Iglesia.
Al final,
no nos engañemos, todo se reduce a eso. Todos los problemas del clero se
reducen a una sola cosa: la necesidad de reformar la jerarquía en base a la
santidad.
P. FORTEA
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