VATICANO, 06 Ene. 17 / 05:44 am (ACI).- El Papa Francisco presidió
este viernes en la Basílica de San Pedro la Misa por la Solemnidad de
la Epifanía del Señor, en la afirmó que los magos venidos de Oriente para
adorar al Niño Jesús “expresan el retrato del
hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa,
la patria celeste”, y “reflejan la imagen de
todos los hombres que en su vida
no han dejado que se les anestesie el corazón”.
A continuación el texto completo:
«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de
nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2).
Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a
conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver y
adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una
estrella y queremos adorar.
Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El
descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar
un sinfín de acontecimientos. No era una estrella que brilló de manera
exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla.
Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto
la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino»
(cf. San Juan Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron
ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los
empujaba: estaban abiertos a una novedad.
Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del
hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste.
Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les
anestesie el corazón.
La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el
Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente. La santa
nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los
intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es
la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa
nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la
cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven,
Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir
todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin
poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a
salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre. Fue esta
nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y
nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que
experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al
sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado.
La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos
que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de Dios es la
actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometernos por ese
cambio que anhelamos y necesitamos. La nostalgia de Dios tiene su raíz en el
pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos,
el creyente «nostalgioso» busca a Dios,
empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque
sabe en su corazón que allí lo espera su Señor. Va a la periferia, a la frontera,
a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de
hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede
ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a
explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes -que distaba muy
pocos kilómetros de Belén-, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo.
Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes
quien lejos de estar en búsqueda también dormía. Dormía bajo la anestesia de
una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado. Tuvo miedo. Es el
desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra
en sí mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de
quien está sentado sobre su riqueza sin lograr ver más allá. Un desconcierto
que brota del corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el
desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste;
en esa cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que
sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y
pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos
al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar
seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore,
quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el
símbolo: PL, 40, 655).
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a
hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Allí llegaron ellos con su
búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un palacio,
y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es
de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no
necesariamente amado. Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los
que le rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad.
Ídolos que solo prometen tristeza y esclavitud.
Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron
que andar esos hombres venidos de lejos. Ahí comenzó la osadía más difícil y
complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino
que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial. Allí no
veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y
eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir
que la mirada de este Rey desconocido ?pero deseado? no humilla, no esclaviza,
no encierra. Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir
que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo
queremos. O donde tantas veces lo negamos. Descubrir que en la mirada de Dios
hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados y abandonados: que
su fuerza y su poder se llama misericordia. Qué lejos se encuentra, para
algunos, Jerusalén de Belén.
Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No
quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y
terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen.
Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las
profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban
acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en
Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad. Allí estaba
sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se animaron a caminar y
postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el
indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén descubrieron
la Gloria de Dios.
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