VATICANO, 13 Nov. 16 / 05:01 am (ACI).- La Basílica de San Pedro
albergó a primera hora del domingo la Misa de clausura del
Jubilo de las personas socialmente excluidas que se celebró en Roma de los días
11 al 13 de noviembre.
El Papa Francisco ofreció un mensaje de esperanza en la homilía que
pronunció. “La persona humana, colocada por Dios en
la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas
que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los
ojos de Dios”, afirmó.
A continuación, la homilía completa del Pontífice:
Pero para vosotros «os iluminará un sol de
justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3,20). Las palabras del
profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, iluminan la
celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última página del
último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos que confían
en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en
él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo
para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero
ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el
espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y Dios,
por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad
personal» (Ml 3,17). El profeta los contrapone a los arrogantes, a los
que han puesto la seguridad de su vida
en su autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última
página del Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el
significado último de la vida: ¿En dónde busco mi seguridad? ¿En el Señor o en
otras seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida,
hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las
cosas que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy.
Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su
vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de
bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21,5). La gente estaba hablando de la
belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto
que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra»
(v. 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere
asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente.
Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más
estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas
al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso? Y ¿cuál será la
señal de que todo eso está para suceder? (v. 7). Siempre nos mueve la
curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a
Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los
predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de
desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicciones que generan
temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces
que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene
del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que
Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para
asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las
agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas
que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda
su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza
perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus
fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando
una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida:
nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero
hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un
tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué
riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo.
Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ¿el cielo, la
tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica? pasa; pero no debemos
excluir de la vida a Dios y a los demás. Sin embargo, precisamente hoy, cuando
hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas
inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre
de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que
pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los
ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para
preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al
hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se
convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los
telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra
presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se
queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos
pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de
Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16,19-21). Es darle la espalda a
Dios. Un síntoma de esclerosis espiritual es cuando el interés se centra en las
cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar. Así nace
la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las
posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden
acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más
que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar
tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la
casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las
Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios
que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios,
purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles,
del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor
humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la certeza de que
«el amor no pasa nunca» (1 Co 13,8).
Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que
no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una
alegría que durará para siempre, sin fin.
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