Los primeros
depositarios o receptores de ese amor servicial deben ser los integrantes de
nuestra propia familia
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC Agencia de Contenido Católico
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC Agencia de Contenido Católico
En una de las ocasiones que los discípulos
vinieron a Jesús, le preguntaron quién podría ser el primero de entre todos
ellos, y Él les respondió: “el de ustedes que
quiera ser grande, que se haga el servidor de ustedes, y si alguno de ustedes
quiere ser el primero entre ustedes, que se haga el esclavo de todos; hagan
como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su
vida como rescate por una muchedumbre”. (Mateo 20:26-28)
El servicio fue una de las mayores
manifestaciones del amor de Cristo hacia nosotros. Desde que inició su
ministerio en la tierra, tras ser bautizado por Juan el Bautista, nuestro Señor
dedicó su tiempo a enseñar sobre el reino de los cielos, sanar a los enfermos,
ayudar a los necesitados, preparar a sus discípulos, ¡resucitar a los muertos!,
etcétera.
Debió ser abrumador, día tras día, permanecer en
esa actitud de servicio, ver a las multitudes venir en pos de Él en busca de
ayuda, y ofrecer siempre compasión y misericordia a aquellos que lo
necesitaban. Sin embargo, es obvio que su servicio era una respuesta natural de
su amor. Era éste lo que lo impulsaba a continuar haciendo bien a los demás, y
a seguir obedeciendo la voluntad de su Padre.
El servicio de Jesús era parte de su naturaleza
humilde. Y dicho servicio fue tan legítimo, tan constante y tan extremo, que
pronto se convirtió en sacrificio. El Padre lo envió, pero Jesús decidió
entregar su vida voluntariamente por todos nosotros, a pesar de que sabía que
al final el precio sería la muerte. Su tiempo, su dedicación, su vida entera
fueron dedicados a un propósito específico, a una misión única: la salvación de
la humanidad, y no se detuvo sino hasta llegar al final, la cruz.
Lo que debe inspirarnos a servir es el amor. El
amor a Dios y el amor a los demás. Dice el apóstol Pablo: “Cualquier trabajo que hagan, háganlo de buena gana,
pensando que trabajan para el Señor y no para los hombres”. (Colosenses
3:23). Sin embargo, sabemos que también el amor a los demás nos inspira a
servirlos cuando tienen alguna necesidad. No para obtener alabanza y mérito,
sino por un amor puro, no sólo incondicional sino sacrificial.
Los primeros depositarios o receptores de ese
amor servicial deben ser los integrantes de nuestra propia familia, pues ¿cómo
podemos ir y amar a otros si no amamos antes a nuestra familia y hacemos
nuestro hogar el lugar óptimo para el servicio?
En la respuesta de Jesús a sus discípulos Él
utiliza la palabra siervo, pero también la palabra “esclavo”.
Si lo pensamos de manera coloquial, ser esclavo de algo o de alguien no
hace sentido, especialmente en este siglo, cuando se habla tanto del amor
propio, la autoestima, los derechos civiles, la equidad, etcétera. Pero lo que
Cristo quería decir es que, cuando una persona decide servir a los demás, sin
límites, aprovechando cada oportunidad, o incluso buscando la oportunidad, su
dedicación y entrega pueden ser comparables a las de un esclavo, con la
diferencia de que el esclavo lo es en contra de su voluntad, pero quien elige
ser “esclavo” de otros sirviéndolos lo hace
por deseo propio, y lo hace gozoso, no con amargura.
Dios ama a los que se humillan y los exalta;
Dios ama a los que sirven y les da un lugar especial; Dios ama a los que aman y
los recompensa abundantemente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario