El Santo Padre
recuerda que Jesús es el médico que cura con la medicina del amor.
Por: Rocío Lancho García / Papa Francisco | Fuente: ZENIT (https://es.zenit.org)
Por: Rocío Lancho García / Papa Francisco | Fuente: ZENIT (https://es.zenit.org)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 12 de junio de
2016).- El mundo no será mejor cuando este compuesto solamente por personas
aparentemente perfectas, sino cuando crezca la solidaridad entre los seres
humanos, la aceptación y el respeto mutuo. Así lo ha asegurado esta mañana el
papa Francisco en la homilía de la misa celebrada en la plaza de San Pedro, con
ocasión del Jubileo de los enfermos y personas con discapacidad.
La celebración eucarística ha sido interpretada en lenguaje de signos. La primera lectura ha sido leída por un joven español con discapacidad y la segunda lectura en braille por una joven ciega. Además Evangelio, ha sido representado para la mejor comprensión de las personas con discapacidad intelectual.
Ante una gran multitud, el Pontífice ha explicado que la naturaleza humana, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite. Asimismo, conocemos la objeción que, se plantea “ante una existencia marcada por grandes limitaciones físicas”. De este modo ha observado que “se considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer y de la diversión”. El Santo Padre ha advertido de que en esta época en la que el cuidado del cuerpo se ha convertido en un mito de masas y un negocio, “lo que es imperfecto debe ser ocultado, porque va en contra de la felicidad y de la tranquilidad de los privilegiados y pone en crisis el modelo imperante”. Es mejor –ha añadido– tener a estas personas separadas, en algún recinto o en las reservas del pietismo y del asistencialismo, “para que no obstaculicen el ritmo de un falso bienestar”. Y ha dado un paso más, asegurando que incluso en algunos casos se considera que es mejor deshacerse cuanto antes, “porque son una carga económica insostenible en tiempos de crisis”. Por eso ha condenado con qué falsedad vive el hombre de hoy “al cerrar los ojos ante la enfermedad y la discapacidad”. No comprende –ha asegurado Francisco– el verdadero sentido de la vida, que incluye también la aceptación del sufrimiento y de la limitación.
El papa Francisco ha recordado que todos, tarde o temprano, estamos llamados a enfrentarnos, y a veces a combatir, con la fragilidad y la enfermedad nuestra y la de los demás. Y esta experiencia tan típica y dramáticamente humana –ha indicado– asume una gran variedad de rostros.
De este modo, ha precisado que la enfermedad nos plantea de manera aguda y urgente la pregunta por el sentido de la existencia. Se puede dar una actitud cínica, como si todo se pudiera resolver contando sólo con las propias fuerzas. Otras veces, se pone toda la confianza en los descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad, ha observado el papa Francisco.
Haciendo referencia a la lectura del Evangelio, en el que la mujer pecadora es juzgada y marginada, el Papa ha precisado que esta es la conclusión de Jesús, “atento al sufrimiento y al llanto de aquella persona”. Y su ternura –ha recordado el Santo Padre– es signo del amor que Dios reserva para los que sufren y son excluidos.
Al respecto, ha aseverado que una de las patologías más frecuentes son las que afectan al espíritu. “Es un sufrimiento que afecta al ánimo y hace que esté triste porque está privado de amor”, ha indicado.
Por otro lado, ha reconocido que la felicidad que cada uno desea puede tener muchos rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de amar. “Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino”, ha añadido. Así ha observado cuántas personas discapacitadas y que sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y cuánto amor puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una sonrisa.
A continuación, el Papa ha asegurado que “Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque toma sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime”. Nosotros sabemos que Dios –ha añadido– comprende nuestra enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en primera persona.
Para concluir la homilía, el Santo Padre ha explicado que el modo en que vivimos la enfermedad y la discapacidad “es signo del amor que estamos dispuestos a ofrecer”. El modo en que afrontamos el sufrimiento y la limitación “es el criterio de nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas”. De este modo, ha invitado a no dejarse turbar y a saber que en la debilidad podemos ser fuertes.
La celebración eucarística ha sido interpretada en lenguaje de signos. La primera lectura ha sido leída por un joven español con discapacidad y la segunda lectura en braille por una joven ciega. Además Evangelio, ha sido representado para la mejor comprensión de las personas con discapacidad intelectual.
Ante una gran multitud, el Pontífice ha explicado que la naturaleza humana, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite. Asimismo, conocemos la objeción que, se plantea “ante una existencia marcada por grandes limitaciones físicas”. De este modo ha observado que “se considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer y de la diversión”. El Santo Padre ha advertido de que en esta época en la que el cuidado del cuerpo se ha convertido en un mito de masas y un negocio, “lo que es imperfecto debe ser ocultado, porque va en contra de la felicidad y de la tranquilidad de los privilegiados y pone en crisis el modelo imperante”. Es mejor –ha añadido– tener a estas personas separadas, en algún recinto o en las reservas del pietismo y del asistencialismo, “para que no obstaculicen el ritmo de un falso bienestar”. Y ha dado un paso más, asegurando que incluso en algunos casos se considera que es mejor deshacerse cuanto antes, “porque son una carga económica insostenible en tiempos de crisis”. Por eso ha condenado con qué falsedad vive el hombre de hoy “al cerrar los ojos ante la enfermedad y la discapacidad”. No comprende –ha asegurado Francisco– el verdadero sentido de la vida, que incluye también la aceptación del sufrimiento y de la limitación.
El papa Francisco ha recordado que todos, tarde o temprano, estamos llamados a enfrentarnos, y a veces a combatir, con la fragilidad y la enfermedad nuestra y la de los demás. Y esta experiencia tan típica y dramáticamente humana –ha indicado– asume una gran variedad de rostros.
De este modo, ha precisado que la enfermedad nos plantea de manera aguda y urgente la pregunta por el sentido de la existencia. Se puede dar una actitud cínica, como si todo se pudiera resolver contando sólo con las propias fuerzas. Otras veces, se pone toda la confianza en los descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad, ha observado el papa Francisco.
Haciendo referencia a la lectura del Evangelio, en el que la mujer pecadora es juzgada y marginada, el Papa ha precisado que esta es la conclusión de Jesús, “atento al sufrimiento y al llanto de aquella persona”. Y su ternura –ha recordado el Santo Padre– es signo del amor que Dios reserva para los que sufren y son excluidos.
Al respecto, ha aseverado que una de las patologías más frecuentes son las que afectan al espíritu. “Es un sufrimiento que afecta al ánimo y hace que esté triste porque está privado de amor”, ha indicado.
Por otro lado, ha reconocido que la felicidad que cada uno desea puede tener muchos rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de amar. “Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino”, ha añadido. Así ha observado cuántas personas discapacitadas y que sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y cuánto amor puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una sonrisa.
A continuación, el Papa ha asegurado que “Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque toma sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime”. Nosotros sabemos que Dios –ha añadido– comprende nuestra enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en primera persona.
Para concluir la homilía, el Santo Padre ha explicado que el modo en que vivimos la enfermedad y la discapacidad “es signo del amor que estamos dispuestos a ofrecer”. El modo en que afrontamos el sufrimiento y la limitación “es el criterio de nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas”. De este modo, ha invitado a no dejarse turbar y a saber que en la debilidad podemos ser fuertes.
A
continuación presentamos el texto completo de la homilía pronunciada por el
Santo Padre en la Plaza de San Pedro
«Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy
yo, es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,19). El apóstol Pablo usa palabras
muy fuertes para expresar el misterio de la vida cristiana: todo se resume en
el dinamismo pascual de muerte y resurrección, que se nos da en el
bautismo. En efecto, con la inmersión en el agua es como si cada uno hubiese
sido muerto y sepultado con Cristo (cf. Rm 6,3-4), mientras que, el
salir de ella manifiesta la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta condición de
volver a nacer implica a toda la existencia y en todos sus aspectos: también la
enfermedad, el sufrimiento y la muerte esta contenidas en Cristo, y
encuentran en él su sentido definitivo. Hoy, en el día jubilar dedicado a todos
los que llevan en sí las señales de la enfermedad y de la discapacidad, esta
Palabra de vida encuentra una particular resonancia en nuestra asamblea.
En realidad, todos, tarde o temprano, estamos
llamados a enfrentarnos, y a veces a combatir, con la fragilidad y la enfermedad
nuestra y la de los demás.
Y esta experiencia tan típica y dramáticamente
humana asume una gran variedad de rostros. En cualquier caso, ella nos plantea
de manera aguda y urgente la pregunta por el sentido de la existencia. En
nuestro ánimo se puede dar incluso una
actitud cínica, como si todo se pudiera resolver soportando o contando sólo con
las propias fuerzas. Otras veces, por el contrario, se pone toda la confianza
en los descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte
del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad. Lamentablemente no
es así, e incluso aunque esta medicina se encontrase no sería accesible a
todos.
La naturaleza humana, herida por el pecado,
lleva inscrita en sí la realidad del límite. Conocemos la objeción que, sobre todo en estos tiempos, se
plantea ante una existencia marcada por grandes limitaciones físicas. Se
considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es
incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer y de
la diversión. En esta época en la que el cuidado del cuerpo se ha convertido en
un mito de masas y por tanto en un negocio, lo que es imperfecto debe ser
ocultado, porque va en contra de la felicidad y de la tranquilidad de los
privilegiados y pone en crisis el modelo imperante. Es mejor tener a estas
personas separadas, en algún «recinto» -tal vez dorado- o en las «reservas» del
pietismo y del asistencialismo, para que no obstaculicen el ritmo de un falso
bienestar. En algunos casos, incluso, se considera que es mejor deshacerse
cuanto antes, porque son una carga económica insostenible en tiempos de crisis.
Pero, en realidad, con qué falsedad vive el hombre de hoy al cerrar los ojos
ante la enfermedad y la discapacidad. No comprende el verdadero sentido de la
vida, que incluye también la aceptación del sufrimiento y de la limitación. El
mundo no será mejor cuando este compuesto solamente por personas aparentemente
«perfectas», por no decir «maquilladas, sino cuando crezca la solidaridad entre
los seres humanos, la aceptación y el respeto mutuo. Qué ciertas son las
palabras del apóstol: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a
los sabios» (1 Co 1,27).
También el Evangelio de este domingo (Lc
7,36-8,3) nos presenta una situación de debilidad particular. La mujer pecadora
es juzgada y marginada, mientras Jesús la acoge y la defiende: «Porque tiene
mucho amor» (v. 47). Es esta la conclusión de Jesús, atento al sufrimiento y al
llanto de aquella persona. Su ternura es signo del amor que Dios reserva para
los que sufren y son excluidos. No existe sólo el sufrimiento físico; hoy, una
de las patologías más frecuentes son las que afectan al espíritu. Es un
sufrimiento que afecta al ánimo y hace que
esté triste porque está privado de amor. La patología de la tristeza. Cuando se
experimenta la desilusión o la traición en las relaciones importantes, entonces
descubrimos nuestra vulnerabilidad, debilidad y desprotección. La tentación de
replegarse sobre sí mismo llega a ser muy fuerte, y se puede hasta perder la
oportunidad de la vida: amar a pesar de todo, amar a pesar de todo.
La felicidad que cada uno desea, por otra parte,
puede tener muchos rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de
amar. Este es el camino. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino.
El verdadero desafío es el de amar más. Cuantas personas discapacitadas y que
sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y cuanto amor
puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una sonrisa. La terapia
de la sonrisa. En tal caso la fragilidad misma puede convertirse en alivio y
apoyo en nuestra soledad. Jesús, en su pasión, nos ha amado hasta el final (cf.
Jn 13,1); en la cruz ha revelado el Amor que se da sin límites. ¿Qué podemos reprochar a Dios por nuestras enfermedades y
sufrimiento que no esté ya impreso en el
rostro de su Hijo crucificado? A su dolor físico se agrega la afrenta, la
marginación y la compasión, mientras él responde con la misericordia que a
todos acoge y perdona: «Por sus heridas fuimos sanados» (Is 53,5; 1 P
2,24). Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque toma sobre
sí nuestro sufrimiento y lo redime. Nosotros sabemos que Dios comprende nuestra
enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en primera persona (cf. Hb
4,5).
El modo en que vivimos la enfermedad y la
discapacidad es signo del amor que estamos dispuestos a ofrecer. El modo en que
afrontamos el sufrimiento y la limitación es el criterio de nuestra libertad de
dar sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e
inmerecidas. No nos dejemos turbar, por tanto, de estás tribulaciones (cf. 1
Tm 3,3). Sepamos que en la debilidad podemos ser fuertes (cf. 2 Co 12,10),
y recibiremos la gracia de completar lo que falta en nosotros al sufrimiento de
Cristo, en favor de la Iglesia, su cuerpo (cf. Col 1,24); un cuerpo que,
a imagen de aquel del Señor resucitado, conserva las heridas, signo del duro
combate, pero son heridas transfiguradas para siempre por el amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario