Se cristianizó una fiesta que había sido
hasta el momento la ocasión anual del trabajador para manifestar sus
reivindicaciones, su descontento y hasta sus anhelos. Fácilmente se observaba
en las grandes ciudades un paro general y con no menos frecuencia se podían
observar las consecuencias sociales que llevan consigo la envidia, el odio y
las bajas pasiones repetidamente soliviantadas por los agitadores de turno. En
nuestro Occidente se aprovechaba también ese momento para lanzar reiteradas
calumnias contra la Iglesia, que era frecuentemente presentada como fuerza
aliada con el capitalismo y, en consecuencia, como enemiga de los trabajadores.
Fue después de la época de la
industrialización cuando tomó cuerpo la fiesta del trabajo. Las grandes masas
obreras han salido perjudicadas con el cambio y aparecen extensas masas de
proletarios. También hay otros elementos que ayudan a echar leña al fuego del
odio: la propaganda socialista-comunista de la lucha de clases.
Era entonces una fiesta basada en el odio
de clases con el ingrediente del odio a la religión. Calumnia dicha por los
que, en su injusticia, quizá tengan vergüenza de que en otro tiempo fuera la
Iglesia la que se ocupó de prestar asistencia a sus antepasados en la cama del
hospital en que murieron; o quizá lanzaron esas afirmaciones aquellos que, un
tanto frágiles de memoria, olvidaron que los cuidados de la enseñanza primera
los recibieron de unas monjas que no les cobraban a sus padres ni la comida que
recibían por caridad; o posiblemente repetían lo que oían a otros sin enterarse
de que son la Iglesia aquellas y aquellos que, sin esperar ningún tipo de
aplauso humano, queman sus vidas ayudando en todos los campos que pueden a los
que aún son más desafortunados en el ancho mundo, como Calcuta, territorios
africanos pandemiados de sida, o tierras americanas plenas de abandono y de
miseria; allí estuvieron y están, dando del amor que disfrutan, ayudando con lo
que tienen y con lo que otros les dan, consolando lo que pueden y siendo
testigos del que enseñó que el amor al hombre era la única regla a observar. Y
son bien conscientes de que han sido siempre y son hoy los débiles los que
están en el punto próximo de mira de la Iglesia. Quizá sean inconscientes, pero
el resultado obvio es que su mala propaganda daña a quien hace el bien, aunque
con defectos, y, desde luego, deseando mejorar.
El día 1 de mayo del año 1955, el Papa Pío
XII, instituyó la fiesta de San José Obrero. Una fiesta bien distinta que ha de
celebrarse desde el punto de partida del amor a Dios y de ahí pasar a la
vigilancia por la responsabilidad de todos y de cada uno al amplísimo y
complejo mundo de la relación con el prójimo basada en el amor: desde el
trabajador al empresario y del trabajo al capital, pasando por poner de relieve
y bien manifiesta la dignidad del trabajo –don de Dios– y del trabajador
–imagen de Dios–, los derechos a una vivienda digna, a formar familia, al
salario justo para alimentarla y a la asistencia social para atenderla, al ocio
y a practicar la religión que su conciencia le dicte; además, se recuerda la
responsabilidad de los sindicatos para el logro de mejoras sociales de los
distintos grupos, habida cuenta de las exigencias del bien de toda la
colectividad y se aviva también la responsabilidad política del gobernante.
Todo esto incluye ¡y mucho más! la doctrina social de la Iglesia porque se toca
al hombre al que ella debe anunciar el Evangelio y llevarle la Salvación; así
mantuvo siempre su voz la Iglesia, y quien tenga voluntad y ojos limpios lo
puede leer sin tapujos ni retoques en Rerum novarum, Mater et magistra,
Populorum progressio, Laborem exercens, Solicitudo rei socialis, entre
otros documentos. Dar doctrina, enseñar dónde está la justicia y señalar los
límites de la moral; recordar la prioridad del hombre sobre el trabajo, el
derecho a un puesto en el tajo común, animar a la revisión de comportamientos
abusivos y atentatorios contra la dignidad humana… es su cometido para bien de
toda la humanidad; y son principios aplicables al campo y a la industria, al comercio
y a la universidad, a la labor manual y a la alta investigación científica, es
decir, a todo el variadísimo campo donde se desarrolle la actividad humana.
Nada más natural que fuera el titular de la
nueva fiesta cristiana José, esposo de María y padre en funciones de Jesús, el
trabajador que no lo tuvo nada fácil a pesar de la nobilísima misión recibida
de Dios para la salvación definitiva y completa de todo hombre; es uno más del
pueblo, el trabajador nato que entendió de carencias, supo de estrecheces en su
familia y las llevó con dignidad, sufrió emigración forzada, conoció el
cansancio del cuerpo por su esfuerzo, sacó adelante su responsabilidad
familiar; es decir, vivió como vive cualquier trabajador y, probablemente, tuvo
dificultades laborales mayores que muchos de ellos; se le conoce en su tiempo
como José «el artesano» y a Jesús se le da el nombre descriptivo de «el hijo
del artesano». Y, por si fuera poco, los designios de Dios cubrían todo su
compromiso.
Fiesta sugiere honra a Dios, descanso y
regocijo. Pues, ¡ánimo! Honremos a Dios santificando el trabajo diario con el
que nos ganamos el pan, descansemos hoy de la labor y disfrutemos la alegría
que conlleva compartir lo nuestro con los demás.
Archimadrid.org
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