Acompañemos a Jesús y... no lo abandonemos apenas
se hagan sentir los vientos de la contrariedad que se avecina.
Por: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma | Fuente: Catholic.net
Todos hemos sido testigos (al menos por televisión) de alguna entrada triunfal. No sé. Por ejemplo, en el mundo del deporte, cuando cualquier selección nacional o competidor individual, del deporte que sea, vuelve a casa ostentando algún trofeo significativo.
En ocasiones como esas, los triunfadores se ven recibidos muchas veces por grandes masas que les envuelven en aplausos y ovaciones. Cosa laudable, ciertamente. Es un modo de reconocer y premiar su esfuerzo y el buen papel que han hecho en representación del propio país.
Esto ha ocurrido a lo largo de los siglos y sigue ocurriendo en nuestros días. Y no sólo en el deporte, sino también en el ámbito político y social, en el mundo del espectáculo, en el campo religioso. Grandes líderes, poderosos estadistas o militares y otros personajes famosos han ido prolongando hasta nuestros días la cadena de las entradas triunfales que adorna la historia de la humanidad.
Paradójicamente muchas de esas entradas triunfales esconden y conllevan contradicciones significativas. Cuántos individuos que se encontraban armando un barullo enorme con sus gritos eufóricos de bienvenida y felicitación, a los pocos días están poniendo pinto y mandando poco menos que a la tumba a uno o a varios de esos mismos jugadores, al constatar ahora sus errores en el terreno de juego.
Cuántos, contagiados de nuevo por la masa, se vuelven de repente contra sus líderes o ídolos blandiendo con furia actitudes y sentimientos radicalmente opuestos a aquellos con los que acogieron su entrada gloriosa poco antes.
Esto acaece hoy y acaeció hace 21 siglos. La historia se repite. Sí. Hace dos mil años alguien protagonizó una entrada triunfal imponente. A juzgar por las crónicas fidedignas que conservamos, debió ser algo apoteósico. Fue en Jerusalén. Allí por el año 33 de nuestra era. Jesús de Nazaret, gran profeta en palabras y en obras, montado sobre un pollino, entraba triunfalmente en la gran urbe, en la ciudad santa. Nada menos.
Por lo que cuentan los testigos oculares la algarabía fue mayúscula. Uno de ellos, Mateo, comenta que una gran muchedumbre empezó a rodearlo y a gritar profecías mesiánicas y a extender sus propios mantos y ramaje de los árboles, a modo de alfombra, por donde iba pasando. Y esto era sólo el inicio...
El tumulto engordaba visiblemente segundo tras segundo. Fue corriéndose la voz a un ritmo de vértigo. La gente empezó a enterarse de que llegaba aquel a quien se atribuían milagros y curaciones fuera de serie; aquel que había resucitado muertos, limpiado leprosos, devuelto la vista a ciegos y el habla a mudos; aquel que había dado de comer a miles con unos cuantos panes y dos peces.
Y el revuelo siguió avanzando incontenible como pólvora encendida. Hasta tal punto que, como asegura el mismo Mateo -que estuvo allí-, al entrar a Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Toda, hasta los muros de sus casas y las piedras de sus calles parecían inquietarse como queriendo también ponerse a pegar gritos.
Tal debió ser la conmoción general que algunos fariseos (enemigos del gran Profeta) le instaron a que reprendiese y silenciase a sus seguidores. A lo que el mismo Jesús respondió: os aseguro que si estos callan, gritarán las piedras. Total, que hasta sus mismos enemigos (los del equipo contrario), no pudieron menos que recriminarse unos a otros: ¿veis cómo no adelantáis nada?, todo el mundo se ha ido tras él. Esto último lo cuenta Juan que lo vivió y sin perderse detalle...
Vamos, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén parecería haber sido un éxito rotundo y aplastante a más no poder.
Pero la paradójica contradicción que ha acompañado a tantas entradas triunfales, marcó asimismo la Jesús de Nazaret. Sí, a Jesús, verdadero Mesías, le tocó a su vez comprobar que el fervor contagioso que se apoderó de la masa aquel día, no llegó al corazón de muchos; se quedó en la piel y se esfumó como neblina pasajera. Jesús, verdadero Rey, también constató cómo bastantes de los que extendieron sus mantos por aquel camino ante el paso de su cabalgadura, lo hicieron horas después, con igual reverencia, ante el paso de sus efectivos reyes: el dinero o el placer. El, verdadero Hijo de Dios, tuvo que encajar en su ánimo el despiadado golpe de aquellos gritos desaforados ¡crucificale!, ¡crucifícale!, escupidos por las mismas bocas que hace unos días le cubrían de vivas y Hosannas. Amarga paradoja. Sin duda.
Queridos cristianos, estamos por conmemorar, un año más, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén con la celebración del Domingo de Ramos. Nosotros, los que nos decimos cristianos, ¿porqué no hacemos que esa historia no se repita en lo que tiene de contradicción, de incoherencia y de traición por parte de los seguidores de Cristo?
Sí, entremos con El en Jerusalén. Gritemos, con fe y amor sinceros, sonoros "vivas" y "Hosannas" a nuestro Rey y Señor. Renovemos la ilusión y entusiasmo en la vivencia valiente de nuestra pertenencia a su Reino, a su Iglesia.
No lo abandonemos apenas se hagan sentir los vientos de la contrariedad que se avecina. Resistamos fuertes en la confianza y el amor. No lo traicionemos ante la sombra de la condena y de la cruz. Acompañémosle como fieles e incondicionales también el Jueves y el Viernes Santo y lleguemos con Él hasta el Domingo de Resurrección.
En fin, permanezcamos a su lado toda la vida hasta el día glorioso de nuestra propia y definitiva entrada triunfal con Él en el cielo.
Por: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma | Fuente: Catholic.net
Todos hemos sido testigos (al menos por televisión) de alguna entrada triunfal. No sé. Por ejemplo, en el mundo del deporte, cuando cualquier selección nacional o competidor individual, del deporte que sea, vuelve a casa ostentando algún trofeo significativo.
En ocasiones como esas, los triunfadores se ven recibidos muchas veces por grandes masas que les envuelven en aplausos y ovaciones. Cosa laudable, ciertamente. Es un modo de reconocer y premiar su esfuerzo y el buen papel que han hecho en representación del propio país.
Esto ha ocurrido a lo largo de los siglos y sigue ocurriendo en nuestros días. Y no sólo en el deporte, sino también en el ámbito político y social, en el mundo del espectáculo, en el campo religioso. Grandes líderes, poderosos estadistas o militares y otros personajes famosos han ido prolongando hasta nuestros días la cadena de las entradas triunfales que adorna la historia de la humanidad.
Paradójicamente muchas de esas entradas triunfales esconden y conllevan contradicciones significativas. Cuántos individuos que se encontraban armando un barullo enorme con sus gritos eufóricos de bienvenida y felicitación, a los pocos días están poniendo pinto y mandando poco menos que a la tumba a uno o a varios de esos mismos jugadores, al constatar ahora sus errores en el terreno de juego.
Cuántos, contagiados de nuevo por la masa, se vuelven de repente contra sus líderes o ídolos blandiendo con furia actitudes y sentimientos radicalmente opuestos a aquellos con los que acogieron su entrada gloriosa poco antes.
Esto acaece hoy y acaeció hace 21 siglos. La historia se repite. Sí. Hace dos mil años alguien protagonizó una entrada triunfal imponente. A juzgar por las crónicas fidedignas que conservamos, debió ser algo apoteósico. Fue en Jerusalén. Allí por el año 33 de nuestra era. Jesús de Nazaret, gran profeta en palabras y en obras, montado sobre un pollino, entraba triunfalmente en la gran urbe, en la ciudad santa. Nada menos.
Por lo que cuentan los testigos oculares la algarabía fue mayúscula. Uno de ellos, Mateo, comenta que una gran muchedumbre empezó a rodearlo y a gritar profecías mesiánicas y a extender sus propios mantos y ramaje de los árboles, a modo de alfombra, por donde iba pasando. Y esto era sólo el inicio...
El tumulto engordaba visiblemente segundo tras segundo. Fue corriéndose la voz a un ritmo de vértigo. La gente empezó a enterarse de que llegaba aquel a quien se atribuían milagros y curaciones fuera de serie; aquel que había resucitado muertos, limpiado leprosos, devuelto la vista a ciegos y el habla a mudos; aquel que había dado de comer a miles con unos cuantos panes y dos peces.
Y el revuelo siguió avanzando incontenible como pólvora encendida. Hasta tal punto que, como asegura el mismo Mateo -que estuvo allí-, al entrar a Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Toda, hasta los muros de sus casas y las piedras de sus calles parecían inquietarse como queriendo también ponerse a pegar gritos.
Tal debió ser la conmoción general que algunos fariseos (enemigos del gran Profeta) le instaron a que reprendiese y silenciase a sus seguidores. A lo que el mismo Jesús respondió: os aseguro que si estos callan, gritarán las piedras. Total, que hasta sus mismos enemigos (los del equipo contrario), no pudieron menos que recriminarse unos a otros: ¿veis cómo no adelantáis nada?, todo el mundo se ha ido tras él. Esto último lo cuenta Juan que lo vivió y sin perderse detalle...
Vamos, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén parecería haber sido un éxito rotundo y aplastante a más no poder.
Pero la paradójica contradicción que ha acompañado a tantas entradas triunfales, marcó asimismo la Jesús de Nazaret. Sí, a Jesús, verdadero Mesías, le tocó a su vez comprobar que el fervor contagioso que se apoderó de la masa aquel día, no llegó al corazón de muchos; se quedó en la piel y se esfumó como neblina pasajera. Jesús, verdadero Rey, también constató cómo bastantes de los que extendieron sus mantos por aquel camino ante el paso de su cabalgadura, lo hicieron horas después, con igual reverencia, ante el paso de sus efectivos reyes: el dinero o el placer. El, verdadero Hijo de Dios, tuvo que encajar en su ánimo el despiadado golpe de aquellos gritos desaforados ¡crucificale!, ¡crucifícale!, escupidos por las mismas bocas que hace unos días le cubrían de vivas y Hosannas. Amarga paradoja. Sin duda.
Queridos cristianos, estamos por conmemorar, un año más, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén con la celebración del Domingo de Ramos. Nosotros, los que nos decimos cristianos, ¿porqué no hacemos que esa historia no se repita en lo que tiene de contradicción, de incoherencia y de traición por parte de los seguidores de Cristo?
Sí, entremos con El en Jerusalén. Gritemos, con fe y amor sinceros, sonoros "vivas" y "Hosannas" a nuestro Rey y Señor. Renovemos la ilusión y entusiasmo en la vivencia valiente de nuestra pertenencia a su Reino, a su Iglesia.
No lo abandonemos apenas se hagan sentir los vientos de la contrariedad que se avecina. Resistamos fuertes en la confianza y el amor. No lo traicionemos ante la sombra de la condena y de la cruz. Acompañémosle como fieles e incondicionales también el Jueves y el Viernes Santo y lleguemos con Él hasta el Domingo de Resurrección.
En fin, permanezcamos a su lado toda la vida hasta el día glorioso de nuestra propia y definitiva entrada triunfal con Él en el cielo.
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