VATICANO, 20 Mar. 16 / 06:41 am (ACI).-El Papa Francisco presidió
esta mañana la celebración de las Palmas y la Pasión del Señor desde la Plaza
de San Pedro, donde se reunieron miles de fieles.
En su homilía, el Pontífice aseguró que “la Liturgia de hoy nos enseña
que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros
poderosos”.
“Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene
a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la
donación, del olvido de uno mismo”, señaló.
A continuación, el texto completo de su homilía:
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»
(Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos
hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos
expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a
nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en
nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio,
cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene
«en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros
pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está
contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta
de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos
callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por
la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra
alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos
salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que
el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros
poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el
recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8).
Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por
nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y
se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros
pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre
nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino
de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra,
parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo»
(Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se
abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos
ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por
su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos
amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y
sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación
que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y
traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo.
Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el
patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos;
sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de
espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la
infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es
hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y
este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia,
Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere
asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes
lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo
incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la
muerte en cruz,
dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores
criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su
anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en
la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y
confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio,
afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a
vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e
invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento,
revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos,
abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del
centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor
que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo
todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay
odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo
de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos
parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo
por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y
por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el
viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio,
de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino
deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, la “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la
vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Estamos
atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que «el
hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con
su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la
mirada, pidamos la gracia de entender algo de su anonadación por nosotros;
reconozcámoslo Señor de nuestra vida y respondamos a su amor infinito con un
poco de amor concreto.
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