viernes, 4 de marzo de 2016

EL CENTRO DE NUESTRA FE: EL AMOR


Toda la vida cristiana tiene un centro: el amor. Su Santidad Juan Pablo II lo explica incomparablemente: “Ser cristianos no es, primariamente, asumir una infinidad de compromisos y obligaciones, sino dejarse amar por Dios.” Y agrega “Quien quiera que seas tú, cualquiera que sea tu condición existencial, Dios te ama. Te ama totalmente. Dios ama a todos sin distinción y sin límites. Nos ama a todos con un amor incondicional y eterno.”

Dios nos ama como solo Él puede hacerlo: infinitamente. Dios nos colma, por amor, con Su Gracia, a pesar de nuestras negligencias e imperfecciones. Por indignos que seamos nos inspira, ilumina nuestros caminos y se difunde en nuestros corazones. Nuevamente, el Santo Padre nos recuerda que “El amor de Dios hacia los hombres no conoce límites, no se detiene ante ninguna barrera de raza o de cultura: es universal, es para todos. Sólo pide disponibilidad y acogida; sólo exige un terreno humano para fecundar, hecho de conciencia honrada y de buena voluntad.”

El amor de Dios es tan grande, que se hizo hombre. Esto para algunas culturas es impensable. ¿Un Dios que se hace hombre? ¿Un Dios que del estado de omnipotencia absoluta queda reducido a la pequeñez de un ser humano? Dios hizo por nosotros más de lo que podemos comprender. ¿Hay acaso en el mundo un amor así, que a pesar de nuestros defectos, de nuestras faltas y ofensas?

Dios ha llegado por nosotros a extremos insospechados, al grado de hacerse hombre para salvarnos. Dice San Agustín que era tan grande la soberbia humana que necesitó de la humildad divina para curarse.

Y el amor con amor se paga. El amor que nos tiene Dios es la salud del alma. Un alma sin amor está muerta. No podemos ver al Creador con tibieza cuando Él nos ama con tanto ardor. Si Dios nos ama, nos recuerda San Bernardo, nosotros debemos amarle a él, sabiendo que el amor hace felices a los que se aman entre sí.

El primer Mandamiento es amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas. Debemos consagrarle todo el pensamiento, la inteligencia y el trabajo de cada día. La medida del amor a Dios es amarlo sin medida. Debemos desear amarlo más. Quien no quisiera amara a Dios más de lo que le ama, de ninguna manera cumplirá el precepto del amor. Decía el Beato Josemaría “Señor: que tenga peso y medida en todo… menos en el Amor” (Camino, n. 427).

El hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado, porque Dios es infinitamente amable. Debemos pedirle a Dios que nos deje conocerlo para amarle profundamente, que nos deje verle en todas las cosas.

Dios sólo basta para colmar nuestros deseos: Más grande es Dios que nuestro corazón (I Jn 3, 20). Por eso dice Agustín en el libro primero de las Confesiones: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está intranquilo hasta que descanse en ti”.

Nuestro Señor Jesucristo nos enseña los dos mandamientos fundamentales: Amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo. Y todos sabemos lo difícil que es amar a los que nos ofenden. Juan Pablo Primero nos lo expone maravillosamente: “A algunas personas es fácil amarlas; a otras, es difícil: no son simpáticas, nos han ofendido o hecho mal; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas en cuanto hijas de Dios y porque Él me lo manda. Jesús ha fijado también cómo amar al prójimo, esto es, no sólo con el sentimiento, sino con los hechos: […] tenía hambre en la persona de mis hermanos más pequeños, ¿me habéis dado de comer? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo?”

Al prójimo lo amamos por Dios, porque el que ama a Dios inevitablemente llega a amar al prójimo.

Santa Teresa de Lisieux explica: “ Entendí que sólo el amor es el que impulsa… si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. El amor encierra en sí todas las vocaciones, el amor lo es todo, abarca todos los tiempos y lugares: el amor es eterno. Entonces, llena de alegría desbordante «Oh, Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor.”

Además, el amor defiende de las adversidades. El sufrimiento, el abandono, la contradicción, cuando se llevan por amor cobran un sentido totalmente distinto. Hasta los reveses y dificultades son llevaderos para el que ama.

Todo lo duro que puede haber en los mandamientos lo hace llevadero el amor… ¿Qué no hace el amor? Ved cómo trabajan los que aman; no sienten lo que padecen, redoblando sus esfuerzos a tenor de las dificultades, nos recuerda San Agustín.

“En vuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tened presente que Dios conoce vuestros afanes! ¡Dios os ama uno por uno, está cercano a vosotros, os comprende! Confiad en Él, y en esta certeza encontrad el coraje y la alegría para cumplir con amor y con gozo vuestro deber. (Juan Pablo II)

El amor conduce a la felicidad. Sólo a los que lo tienen se les promete la bienaventuranza eterna. Y sin él, todo lo demás resulta insuficiente El amor produce en el hombre la perfecta alegría.

Volvamos a encontrar el camino que lleva a Dios. No a un Dios cualquiera, sino al Dios que se ha manifestado Padre en el rostro amabilísimo de Jesús de Nazaret. Recordemos el abrazo tierno y afectuoso del Padre cuando vuelve a encontrar al hijo «pródigo». Si nos dejamos encontrar por Él, nuestro corazón hallará la paz. Será fácil responder a su amor con amor. Para entender, basta pensar en Jesús sobre la cruz y en el ladrón crucificado con Él, a su lado. Jesús le aseguró: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»

Probablemente no haya quien ame más en el mundo que una madre. Acerquémonos a la Santísima Virgen y pidámosle que nos enseñe a amar más a Su Hijo. Ella le tuvo entre brazos, cuando nació en un pesebre y cuando lo bajaron de la cruz. María, modelo perfecto del amor a Dios, nos mostrará el camino para entregar por entero nuestro corazón a Dios.

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