Ante tantos problemas, ¿por qué no interviene Dios? ¿De
dónde vienen todos estos males? Una aproximación filosófico-teológica.
I. El mal y el problema
de Dios
En la
cultura moderna, la reflexión sobre el mal, como sucede en casi todos los otros
problemas del espíritu, se ha transformado en algo muy ambiguo: al descartar la
perspectiva absoluta de la metafísica que sostenía la existencia del Absoluto y
de sus derechos, el hombre se balancea entre perspectivas opuestas de olvido o
indiferencia, de angustia y desesperación. O sea que se mece insensiblemente al
compás de los hechos, cualquiera que éstos sean, o se lanza contra todo y
contra todos. La primera conducta es más frecuente en los países de regímenes
totalitarios donde no queda ni tiempo para opinar ni posibilidad de protestar;
la segunda es propia de los estados de democracia todavía frágil o reciente,
donde la charlatanería -podríamos decir que también ésta forma parte de los
derechos de la libertad conquistada- inunda todos los niveles sociales y
especialmente el político y el religioso. El enorme desarrollo de los medios de
comunicación social, junto a los grandes complejos editoriales que dominan el
mercado de las ideas va creando ante las conciencias como una nube de humo que
enceguece y contamina, al punto que la conciencia de la mayoría se vuelve
muchas veces incapaz de juzgar aún los sucesos de todos los días. Esto
desemboca inevitablemente en el escepticismo ético que es el último escalón
antes de pasar al ateísmo práctico.
Ante
tantos problemas, ¿por qué no interviene Dios? ¿De dónde vienen todos estos
males? Es la pregunta que se hacía Plotino 1. Los lamentos que se alzan ante
esta multitud de males -físicos y morales, individuales y sociales…- son
inenarrables: desde el llanto de Eva ante el cuerpo ensangrentado de Abel
asesinado por su hermano -descrito con dolorosa conmoción por Masaccio en la
Capilla Brancacci del Carmen en Florencia- hasta el último drama de la historia
que está reservado al Anticristo (como afirma el Apocalipsis de Juan), será un
balance completo de todos los horrores y las perversiones posibles. Después,
pero sólo después de tal cataclismo, vendrá la victoria definitiva de Dios: así
lo prometen los profetas, Cristo y también los antiguos poetas y filósofos 2.
Mientras tanto continua la protesta del hombre por el mal y el dolor, por sí
mismo y por los otros, por los justos y por los delincuentes: por la frecuente
buena suerte de estos últimos y por la desgracia, los dolores y los
sufrimientos de aquellos, los cuales han sido descritos con gran amplitud y
amargura en el libro de Job y en el Eclesiastés, si quisiésemos dar una referencia
bíblica. Tal es la realidad existencial que probablemente alguno de nosotros ya
ha experimentado o está sufriendo. Respecto a lo que el hombre espera de la
vida, la existencia le ofrece un balance netamente negativo -o se sufre por los
propios problemas o se sufre por los problemas de los otros o se sufre
doblemente, por los unos y por los otros. Se trata de males de todo género y a
todo nivel de existencia: males que afectan a los pequeños y a los jóvenes, a
los adultos y a los viejos, a los inteligentes o a los vivos, a los obtusos y a
los simples, a los santos y a los malvados… La avalancha de males no conoce
barreras o distinciones, aun cuando afecte de diverso modo a unos y otros.
Resulta
superfluo observar que para los ateos la realidad del mal es el plato fuerte,
el argumento decisivo contra la existencia de Dios. Pero se trata de una
hilación demasiado rápida y simplista en cuanto a la consecuencia: se trata de
una conexión mecanicista de la realidad y por ende apriorística. La existencia
del mal es un gran problema, el más grave y complicado, pero no sólo para el
teísmo sino también para el ateísmo. Y comenzando por el teísmo, el mismo Santo
Tomás vio en el «mal» la primera dificultad para admitir la existencia de Dios.
«Entendemos por este nombre Dios, un cierto bien infinito. Luego si Dios
existiese no se encontraría ningún mal. Pero el mal existe en el mundo. Luego
Dios no existe»3 . Es una reflexión a nivel moral y existencial que el Angélico
intenta contrarrestar con una célebre respuesta de San Agustín: «Dios es de tal
modo el Sumo Bien que ningún mal permitiría en sus obras si no fuese tan
omnipotente y bueno como para sacar bien del mismo mal». Y por eso, comenta
Santo Tomás, lejos de ser una objeción, la existencia del mal puede contribuir a
exaltar la bondad de Dios en cuanto permite el mal para sacar un bien mayor4 .
Esta
podría ser llamada una respuesta teológico-formal que hace apelo a la
trascendencia de la divina Providencia, pero que deja abierta una grieta en el
edificio divino de la creación que se suponía estructurada con orden y
sabiduría.
El
problema fue retomado más adelante y casi con los mismos términos, tanto en la
objeción como en la respuesta5. He aquí el núcleo de la objeción: «Dios hace
siempre lo mejor, más de cuanto lo hace la naturaleza. Luego en las cosas
creadas por Dios no se encuentra nada malo». El cuerpo del artículo 2 retoma el
principio desarrollado en la cuestión precedente (q. 47, aa. 1-2), a saber: la
perfección del universo exige que los seres sean desiguales, algunos perfectos
y otros imperfectos, algunos corruptibles y otros incorruptibles, y al ser el
mal la herencia de estos últimos no nos debe sorprender su existencia. Y sin
embargo, al menos en el plano existencial, como enseguida diremos, la cosa
sorprende y sorprende mucho. De todos modos, Santo Tomás da a la objeción
citada una respuesta de más largo aliento que nos trae a la memoria el axioma
hegeliano das Wahre ist das Ganze (lo Verdadero -y por tanto también el Bien-
es el Todo)6 : lo que importa es el bien del Todo por el cual puede ser
sacrificado el bien de la parte (¡o sea del «singular» en la sociedad humana!),
-lo que es un principio aristotélico o sea de filosofía pura. Pero entonces
¿cómo se puede sostener al mismo tiempo que «la persona es aquello perfectísimo
en una naturaleza»?7 Santo Tomás responde: «El todo, que es el conjunto de las
creaturas, es mejor y más perfecto, si en él hay cosas que pueden defeccionar
de algún bien, las cuales a veces defeccionan cuando Dios no lo impide». La respuesta
se extiende trayendo a colación un texto del Pseudo Dionisio (gran autoridad
para Santo Tomás): «Es propio de la Providencia no destruir la naturaleza, sino
salvarla»8 , pero que Santo Tomás parece invertir observando que «la misma
naturaleza de las cosas es tal que puede defeccionar y a veces defecciona».
La
observación no es persuasiva porque se podría preguntar: ¿por qué esta
distinción tan extraña? ¿Por qué tratar a las creaturas de este modo? ¿Vale
para todo el mundo, que es lo que nos preocupa, este corte gordiano? Santo
Tomás parece advertir la dificultad e intenta defenderse en base al texto de
San Agustín que hemos trascrito para la primera objeción a la existencia de
Dios. Pero ahora nos sorprende con su comentario: «De donde faltarían muchos
bienes, si Dios no permitiese ningún mal»
Y
tranquilamente continúa: «Pues no se genera el fuego, si no se corrompe el
aire, ni conserva la vida el león, si no mata al asno; ni tampoco se alabaría
la justicia del que premia y la paciencia del que sufre, si no existiese la
iniquidad del perseguidor»9 . Se trata de una respuesta que, tomada en sí misma
y fuera del contexto teológico propio, no sólo que no aparece satisfactoria,
sino que se convierte incluso en irritante. El asno no puede estar satisfecho
de haber sido destinado a ser triturado por las fauces del león para que éste
se conserve en vida y tampoco el justo y el que está sufriendo en un mar de
problemas puede estar satisfecho de frente a tantos males que lo angustian y a
la multitud de injusticias que lo oprimen, no puede estar satisfecho con una
satisfacción meramente platónica o kantiana como la que aquí se afirma. Santo
Tomás desarrolla de este modo el tema del mal bajo la continua guía de San
Agustín y del Pseudo Dionisio que son los máximos teóricos en la materia pero
para quienes el origen del mal no parece un gran problema: el mal forma parte
del orden de la creación, el mal proviene del bien, a saber de un bien
imperfecto. ¿Pero qué significa un bien «imperfecto»? ¿Un bien que en parte no
lo es? Un «bien imperfecto» que se convierte en mal, que cae en el mal… es una
contradicción y para el hombre la creación se convierte en una burla, peor aún,
en una condena anticipada. San Agustín y Santo Tomás lo han advertido muy bien
y entonces se preocuparon de que aquellas respuestas formales fueran bien reales,
primeramente bíblicas y luego racionales.
La
Biblia, en efecto, nos repite en cada etapa de la creación que la naturaleza
era «buena» en cada una de sus partes: la luz, el orden del universo, la
variedad del sol de la luna y de las estrellas, la riqueza y la belleza de las
formas vivientes y animales… y cada día de la creación termina con la
declaración misma de Dios: «…y vio Dios que era bueno»10. Posteriormente cuando
se llega a la creación del hombre «… a su imagen y semejanza» y le confía el
uso y gobierno de todo lo creado, Dios parece verdaderamente satisfecho: «Y vio
Dios todo lo que había hecho y era muy bueno» (v. 31).
Bien,
decimos también nosotros: pero ¿por qué después de hecho la historia de la
humanidad en general y de cada hombre en particular, más aún se podría decir de
la totalidad de la naturaleza física y animal -con sus catástrofes, terremotos,
aluviones…, y la historia del hombre con las enfermedades, guerras y muertes a
toda edad y en todo lugar- se ha convertido en un «espacio» repleto de
sufrimientos y dolores de todo tipo?
La Biblia
lo explica enseguida en el capítulo tercero11 con el relato de la caída o sea
de la rebelión del hombre a la voluntad de Dios: al origen de todos los
horrores de la naturaleza y de todos los males del hombre, incluida la muerte,
está el pecado cometido por el hombre, por la primera pareja humana, por
instigación de Satanás (Gn. 3, 1 ss).
Por
tanto, los males de la vida que el hombre padece desde dentro y desde fuera, en
el alma y en el cuerpo, desde el nacimiento hasta la muerte, de parte de la
naturaleza y de sus semejantes… son la consecuencia primera del primer pecado
de sus progenitores: según la Biblia la rebelión de la naturaleza contra el
hombre y la malicia del hombre contra el hombre comenzando por el fratricidio
de Abel son consecuencia directa de la rebelión originaria del hombre contra
Dios. No se comprende por tanto cómo Agustín y Tomás, tratando acerca del
origen del mal, hubiesen dejado de lado esta consideración; que por otra parte
es la consideración más existencial y convincente, al menos en la esfera de los
creyentes. No hay dudas que este primum negativo domina la historia sacra del
Antiguo como del Nuevo Testamento12.
Santo
Tomás, con la tradición teísta, defiende la Providencia, o sea la convicción
que, aún después del pecado original, Dios no ha abandonado al hombre a su
ruina sino que está siempre pronto para guiarlo y asistirlo con la ayuda de su
Sabiduría: una fuente de consuelo que fue vislumbrada de algún modo por la
filosofía griega más tardía, especialmente la estoica y la neoplatónica, pero
que en la religión bíblica tuvo su confirmación y sello y una solución del todo
especial mediante el misterio de la Encarnación y por lo tanto sólo al ser
elevada a la vida sobrenatural de la fe y de la gracia divina. La filosofía
pura no conoce otras soluciones más que aquellas de tipo universalista -del
dualismo, panteísmo, determinismo, fatalismo y semejantes- las cuales no hacen
más que reforzar el ateísmo y arrojar en la desesperación.
Una
rápida comparación entre la concepción de la filosofía clásica y la bíblica se
encuentra en el Prólogo del admirable comentario que el Angélico hace al libro
de Job13 . Allí se ofrece un breve panorama del itinerario del pensamiento
humano en el camino de la Verdad a partir de la filosofía griega (Santo Tomás
ha ignorado completamente el pensamiento del Extremo Oriente). Los primeros
filósofos griegos y luego Demócrito y Empédocles, atribuían el origen del mundo
y de los eventos que se suceden en él (como también hoy, por ejemplo, J. Monod
y otros cultores de la filosofía contemporánea) a la casualidad. Pero los
filósofos que los sucedieron -el Angélico no da nombres- buscando la verdad con
mayor diligencia y perspicacia llegaron al concepto de Providencia o sea a la
convicción de que la regularidad que se observa en los fenómenos de la
naturaleza muestra que están regidos «por cierto intelecto supereminente». Pero
aún a éstos les quedó una sombra, a saber una duda respecto de los eventos
humanos: «si éstos sucedían por casualidad o eran gobernados por alguna
providencia u ordenación superior». Esta vez Santo Tomás pone en primer lugar
la consideración existencial, o sea la convicción de que en el campo moral
reina el máximo desorden al punto que parece triunfar la injusticia y sucumbir
la honestidad y la virtud: «No siempre de los bienes surgen bienes o de los
males surgen males, ni tampoco siempre de los bienes surgen males o de los
males bienes, sino indiferentemente de los bienes y males surgen bienes y también
males». Santo Tomás se detiene aquí; pero -como ya hemos indicado y como pronto
volveremos a observar- hay cosas peores y mucho peores en la vida y en la
historia humana capaces de poner al hombre en crisis en cuanto a la justicia de
la Providencia divina. De todos modos, me tomo el atrevimiento de subrayar que
tampoco aquí se menciona el trasfondo del primer pecado, y se vuelve, en
cambio, a la afirmación de la Providencia: «Esta opinión (de la “casualidad”
como origen primero de las cosas) es máximamente nociva al género humano; si se
elimina la divina providencia no permanecerá en los hombres ninguna reverencia
a Dios o temor para con la verdad, de lo cual se seguiría enseguida todo tipo
de desidia respecto de las virtudes y toda prontitud para los vicios…; no
existe nada que aleje a los hombres de los males y los induzca a los bienes
cuanto el temor y el amor de Dios». Y este intento de fundar esta convicción es
el fin propio, observa Tomás, del libro de Job que se constituye en el primer y
más sublime ensayo de una «teodicea». Veamos su explicación. Admitimos de hecho
que los eventos naturales muestran la presencia y la actividad reguladora
(gubernentur) de la divina providencia. ¿Y la historia humana? Este es el punto
crucial y el escollo principal contra la existencia de divina providencia. Pero
en particular, lo que más escandaliza y fuerza a negar la providencia «… es la
aplicación a los justos».
Santo
Tomás lo explica así: «que de los males a veces provengan bienes, aunque
parezca irracional a primera vista y contrario a la providencia, sin embargo en
cierto modo puede excusarse por la misericordia divina; pero que los justos sin
ninguna causa sean afligidos parece destruir todo fundamento a la providencia».
Nos permitimos observar extra textum, que en riguroso sentido ningún hombre
según la Biblia puede ser llamado verdaderamente justo, totalmente sin pecado,
fuera de Cristo y la Virgen su Madre: sin embargo, el problema sigue en pie.
Santo
Tomás lo resuelve más adelante en el comentario al c. 19,25: «Scio quod
Redemptor meus vivit et in novissimo die de terra surrecturus sum». El
comentario es muy explícito: «Debemos considerar que el hombre, que fue creado
inmortal por Dios, incurrió en la muerte por el pecado (Rom 5, 12)… pecado del
cual fue redimido el género humano por Cristo, cosa que Job, por espíritu de
fe, previó: Nos redimió Cristo del pecado por la muerte muriendo por nosotros;
no murió de tal modo que la muerte lo absorbiera, porque si bien murió según su
humanidad, sin embargo no murió según su divinidad»14. La exposición clásica de
la doctrina teológica tomista de la Encarnación para la reparación del pecado
de los primeros padres y de todos los hombres se encuentra en los tres primeros
artículos de la q. I de la Pars III de la Summa Theologiae de la cual basta
indicar su robusta estructura:
1.) «Si fue
conveniente que Dios se encarnase»15.
La
respuesta es de naturaleza trascendental y está tomada de los dos mayores
Padres platonizantes, Dionisio y Agustín. Del primero se extrae el principio:
«El bien es difusivo de sí; de donde a la razón del sumo bien le corresponde
que se comunique a la creatura en sumo grado». Agustín da, en cambio, una
explicación antropológica: «une a sí la naturaleza creada de modo que una
persona se hace de tres: Verbo, alma y carne». Pero en la respuesta a la 3a
objeción asoma el problema del mal como respuesta a la idea maniquea de que el
cuerpo representa en el hombre el mal y por lo tanto es inconveniente para ser
asumido de parte del Verbo. Santo Tomás, como es sabido, distingue también aquí
el mal de culpa del mal de pena: aquel repugna a Dios, pero no éste que fue
introducido por la sabiduría y la justicia de Dios para gloria de Dios16. En
verdad, para Santo Tomás el motivo principal de la Encarnación ha sido la
«satisfacción adecuada» y más conveniente17 del pecado del hombre, como
explica, siguiendo a San Agustín, en el artículo siguiente donde se plantea «si
fue necesario para la salvación del género humano la Encarnación del Verbo». La
primera parte del artículo expone las ventajas «positivas» de la Encarnación en
orden a motivar al hombre al ejercicio de las tres virtudes teologales, a
ejemplo de Cristo, y a la plena participación de la divinidad. Recién en la
segunda parte se habla de la «remoción del mal»: a) de huir del diablo «que es
el autor del pecado», b) de no manchar el alma, c) de huir de la presunción, d)
de la soberbia, e) y para obtener la verdadera libertad. Motivos muy nobles,
sin duda, y ventajas notorias: sobre todo la reconciliación del hombre con
Dios18. Sin embargo, el problema del dolor parece todavía abandonado entre las
sombras.
En su
admirable Vita Christi, tratando de la Pasión y Muerte de Cristo y con la
amplitud y la profundidad que en cuanto príncipe de la teología podía darle,
toma en consideración el fin de la Encarnación que era merecer la remisión de
los pecados y la salvación eterna. Al mismo tiempo describe los dolores de su
Pasión y Muerte, especialmente «los más graves de todos los otros dolores»,
tanto los del cuerpo como los del alma (en particular la tristeza) de quien ha
sufrido por todos los pecados de todos los hombres (Ibid. q. 46, especialmente
a. 6)19.
Siendo
verdad, como realmente lo es, y al mismo tiempo tan conmovedor para las almas
más devotas y en particular para los místicos que han participado más
directamente en su alma y en su cuerpo de los dolores de la Pasión de Cristo,
que los dolores sufridos por el Hijo de Dios superan toda capacidad humana de
comprensión, permanece abierto el problema del origen primero del primer pecado
del cual derivan in radice todos estos males no sólo para nosotros pecadores
sino también y más todavía para Cristo que ha querido salvarnos mediante
sufrimientos desgarrantes, aún cuando en los Evangelios estén narrados de modo
suscinto o apenas insinuados20 .
Santo
Tomás, tratando acerca del origen del pecado en general, coloca en primer plano
la libertad del hombre, aunque reconoce al mismo tiempo de modo muy realista,
la falta de la ayuda divina y por tanto lo inevitable de la caída, sin que por
eso se pueda llamar a Dios causa ni directa ni indirecta: «Sucede que a algunos
Dios no le da el auxilio para evitar el pecado, de tal modo que si se lo diese
no pecarían»21 . Santo Tomás llega incluso a admitir, siempre en esta esfera trascendental,
que Dios (como muchas veces se lee en la Biblia) puede negar su gracia a
quienes ponen obstáculo pero también a otros: «De donde la causa de la
denegación de la gracia no sólo es aquel que pone obstáculo a la gracia, sino
también Dios que según su juicio no pone la gracia». ¿Qué es o qué motivo puede
tener entonces ese juicio divino de la denegación de la gracia del cual se
seguirá el pecado y luego la pena eterna?22. ¿Pero acaso este rigor lógico de
una teología metafísica puede colmar la angustia existencial? En el ad 1
reaparece el motivo de la condenación, ya visto cuando se habló de la
predestinación: «… así como la culpa de los tiranos se ordena para el bien de
los mártires, también la pena de los condenados se ordena para la gloria de su justicia».
Queda
claro que Santo Tomás está muy lejos tanto del naturalismo pelagiano que
atribuye exclusivamente a la libertad la elección del bien o del mal, cuanto de
la rígida predestinación maniquea que exagera, junto al influjo de las pasiones
desordenadas, la obra maléfica del diablo. ¿Pero por qué esta acción maléfica
será rechazada en algún caso y se convertirá en causa de mayor progreso en la
virtud, y en otros será aceptada y los llevará a la perdición? El Angélico
responde con coherencia: aquello le ocurre a «…quien se sujeta voluntariamente
al diablo»23.
De
acuerdo: pero el verdadero problema está al inicio, como hemos visto. Se navega
siempre en el misterio que permanece igualmente escondido en el misterio
fundamental del pecado original y de su transmisión a todos los hijos de
Adán24: perdonado el pecado original por el bautismo, permanecen aún las
consecuencias morales (inclinación al mal de todos los vicios capitales…), las
consecuencias físicas (debilidad, deformaciones congénitas, enfermedades,
pobreza, calamidades naturales y todas las derivadas de la técnica… y
finalmente la muerte). Hoy, para la conciencia de los modernos, se hace
necesaria una fe de tal fuerza, o sea una gracia muy singular, para aceptar
como «permitida» por un Dios bueno (que lo podía impedir…) una situación así
cargada in crescendo de horrores y errores. Esta situación es capaz de poner en
crisis incluso a los creyentes y bien intencionados y llevarlos al límite de la
desesperación e incluso del suicidio: situaciones extremas no permitidas a un
verdadero creyente que considere cuanto ha hecho Dios por el hombre al crearlo
libre y luego con su Encarnación, cambiando la dirección de la historia e
inclinando la balanza para el bien.
No
obstante podemos constatar que aún post Christum natum, el mal, tanto físico
como moral, continúa presente en el mundo e incluso, en ciertas épocas -vividas
recientemente y que todavía perduran- parece que prevalece el mal sobre el
bien, la perfidia sobre la bondad, lo torcido sobre lo derecho, la violencia
sobre la justicia… El espectáculo del mal físico y moral, y las fuerzas que
aumentan con el progreso y amenazan con causar nuevos males y nuevos dolores
pueden perturbar las conciencias más honestas y fuertes -¡sobre todo a estas!-.
En el plano existencial, ninguna filosofía está en condiciones de responder al
problema del mal -como hemos dicho desde el inicio- y la teología, si no quiere
contentarse con subterfugios dialécticos que más bien son capaces de irritar la
susceptibilidad del hombre de hoy, debe apelar a una fe bien robusta y a un don
muy particular de la gracia que en teología mística se llama «abandono en Dios»
en plena conformidad con su voluntad. El abandono en Dios es entonces el estado
existencial que más se adecua a los «hijos de Dios», tal cual deben ser los
cristianos.
Tal
abandono es la más alta forma de fe del hombre en su relación con Dios: así lo
entendía también Kierkegaard, en consonancia con el Nuevo Testamento y con los
místicos cristianos. El pagano, como hoy día el ateo y el no creyente, piensan
que el hombre no puede tener ninguna relación con Dios de persona a persona. En
el cristianismo, en cambio, el hombre se relaciona a Dios como el niño con sus
padres que están del todo atentos a él. Así Dios da al hombre la ayuda de la
gracia con la cual éste lo puede amar y servir sobre la tierra: éste es uno de
los motivos dominantes de los Escritos edificantes y del Diario25. De hecho,
como Dios da todo gratuitamente al hombre, el alma y el cuerpo con todas sus
facultades, así el hombre debe darse a Dios sin condiciones: el abandono en
Dios se convierte así en un «segundo nacimiento», es como el «volverse niño»
(X1 A 59 y 679, n. 2090, 2516). Es la verdadera vida del espíritu en la cual
«retorna todo el espíritu de la infancia, pero a la segunda potencia», es decir
con la absoluta confianza de la fe (2581,2615). La existencia del espíritu de
abandono consiste en considerarse «…menos que nada delante de Dios» y de creer
al mismo tiempo «que Él se ocupa incluso de las cosas más mínimas», como de los
pájaros del cielo y de los lirios del campo26. La vida del espíritu procede en
sentido inverso a la natural: en ella se crece «haciéndose siempre más pequeño»
(2722). El abandono en Dios es la prueba suprema de nuestro amor por Él y el
sello de la fe: da la fuerza para soportar todas las pruebas y adversidades de
la vida viéndolas como un «signo» del amor que Dios nos tiene. Así nos lo
enseñan los Modelos (los santos): «el ser amados por Dios y amar a Dios es
sufrir» (3631). Por lo tanto el cristiano que quiere pertenecer a Cristo debe
abandonarse totalmente a Él, porque estas dos cosas -amar y abandonarse- se
equivalen entre sí: es necesario «remar mar adentro» donde el agua mide
profundidades de 70.000 pies (3513). El abandono en Dios es lo que nos hace
vencer la angustia y la desesperación. En conclusión -y ésta es una observación
de metafísica existencial para Kierkegaard- debemos saber que cuando el hombre
se abandona en Dios el modo (el «cómo») expresa la esencia misma de la relación
y este modo es «el abandono hasta decir que…» Dios mismo, que es el Absoluto,
es para nosotros este «cómo nos ponemos en relación con Él».
Y
explica: «En el ámbito de las realidades sensibles y exteriores el objeto es
algo distinto que el modo: hay muchos modos… y un hombre siempre puede
descubrir otro nuevo. En la relación con Dios el «cómo» es el «qué cosa»27. Y
concluye por su parte: «Aquel que no entra en relación con Dios en el modo del
abandono absoluto, no entra en relación con Dios. Respecto de Dios no nos
podemos poner en relación «hasta un cierto punto», porque Dios es precisamente
la negación de todo lo que es «hasta un cierto punto»» (2936). Los ejemplos
insignes de tal abandono que aparecen en la Biblia son, para Kierkegaard,
especialmente Abraham y Job28.
Pero el
ejemplo más claro y luminoso de este abandono del alma en Dios ha sido para
Kierkegaard, como para toda la piedad católica, la «Bendita entre todas las
mujeres, la Madre de Dios, la Virgen María», como la llama en Timore e Tremore.
El drama y el ejemplo del abandono en Dios de la Virgen fue ilustrado de la
siguiente manera: «Ciertamente María dio a luz al Niño de un modo milagroso;
pero, sin embargo, todo lo demás sucedió en ella al modo como sucede en otras
mujeres y ese fue un tiempo de angustias, de sufrimientos, de paradojas. El
Ángel era un espíritu servicial, pero no fue un espíritu servil; no se acercó a
las otras jóvenes de Israel para decirles: «No desprecien a María, porque lo
que se está realizando en ella es algo extraordinario». En cambio el ángel se
presentó sólo a María, y ningún otro lo supo. ¿Qué mujer más expuesta a la
deshonra que María? ¿No se cumple aquí aquel dicho que dice que a quien Dios
bendice con el mismo respiro también lo maldice? Esta es la interpretación espiritual
de la situación de María. Ella no es -me repugna decirlo, pero más me repugna
pensar en el atolondramiento y en la superficialidad de todos los que la han
interpretado- una gran dama que se ofrece para entretenerse jugando con un Dios
niño. No. Cuando María dice: «He aquí la esclava del Señor» (Lc, 1, 38), ella
es grande, y no debería resultar difícil entender cómo se convirtió en Madre de
Dios. María no necesita de la admiración del mundo, así como Abraham no tuvo
necesidad de las lágrimas: porque ella no era una heroína, ni él un héroe, sino
que ambos se convirtieron en algo más grande que los héroes al no huir del
sufrimiento, de las penas, más aún, gracias a todo esto»29.
Mediante
la fe el creyente se abandona confiadamente a en Dios tanto en la vida como en
la muerte.
II. El problema del mal
y la existencia de Dios
La
liturgia romana celebra entre sus mártires a aquellos santos inocentes
asesinados por Herodes, quien se sintió engañado por los Reyes Magos después
que vieron al Niño Jesús, a quien él quería eliminar por temor a encontrar un
rival a su poder. El relato del evangelista Mateo (2, 13 ss) es perentorio y
escalofriante así como también las representaciones que de él ha hecho el arte
cristiano30 . El episodio es ciertamente dramático, no sólo por la crueldad del
tirano, sino también por lo que respecta a nuestro problema: el ateo puede
extraer de aquí su prueba definitiva contra Dios pues mientras salva
milagrosamente a su Hijo y naturalmente puede prever la reacción del
sanguinario tirano, permite la carnicería de los inocentes y parece insensible
al desesperado llanto de las madres. Es conocida la tesis de A. Camus de que
basta el hecho de la muerte de un inocente para quitar toda consistencia a las
pruebas de la existencia de Dios.
No cabe
duda de que el episodio evangélico, a causa de su protagonista principal, que
la Iglesia adora como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, es de lo más
impresionante y capaz de poner en crisis la conciencia humana -como de hecho ha
sucedido en la antigüedad cristiana y en tiempos modernos31 – la fe en un Dios
sumamente bueno, justo y omnipotente, ofreciendo un grave pretexto -un
argumento aparentemente perentorio, como indicaremos- contra la existencia de
Dios. El aspecto existencial de tan inhumana crueldad es particularmente
impresionante y los ateos no han desperdiciado la ocasión para atacar a fondo
la verdad del Cristianismo. Citaremos la objeción de un autor que se ha
dedicado a problemas científicos, pero que se interesó con mucha pasión (¡tal vez
demasiada!) en los problemas teológicos más arduos.
En uno de
sus libros, que lleva el bizarro título de Teologia ultima32 , Valerio Tonini
propuso, sin pelos en la lengua y sobre todo sin ningún escrúpulo o sentido
teológico, una teoría. La tesis aparece ya al comienzo del libro: «Al inicio de
la historia de cada religión hay un crimen. Este crimen es cometido en nombre
del mismo Dios. También la historia evangélica comienza con un increíble
crimen. Evangelio de San Mateo, II, 16: «Entonces Herodes, al ver que había
sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos
los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el
tiempo que había precisado por los magos». En medio de la muerte de los niños
inocentes, que aún no tenían dos años, muertos degollados por su causa,
inmolados al nacimiento de Cristo, El vive. Dios es por tanto culpable no sólo
de nuestro nacimiento en Adán sino que con su propio nacimiento en la tierra
añade un crimen de una malicia inaudita. ¡He aquí el Dios, que degüella a
inocentes para regalarnos su Hijo! El ángel del Señor se apresuró a advertir a
José, el padre del niño Jesús: «huye a Egipto porque Herodes buscará al niño
para hacerlo morir». En efecto, con su fuga, José salva al Hijo de Dios y del
Hombre; pero Herodes mató a todos los otros niños de su territorio. ¿Bastará
entonces la muerte en cruz de este pretendido Salvador para redimir el delito
cometido por el Padre con la masacre de los Inocentes? María, mujer y madre,
sin culpa de su parte, ha llorado a cántaros a su Hijo crucificado. Muchas
otras madres habían llorado por su causa cuando él nació. Pero Dios, padre, no
ha llorado. Ninguno jamás lo ha visto llorar, a él, el sumo bien, la suma
bondad, la suma sabiduría. ¿Por qué ha inventado también este delito sobre los
inocentes, con el fin de que nazca su hijo? ¿Cuánto más espera para redimirlo?»
(p. 11).
El Autor
se vale del episodio para dar su propia interpretación acerca de la naturaleza
e historia del Cristianismo que se esfuerza por explicarla en consonancia con
los ciclos percibidos por una historia comparada de las religiones, con
interpretaciones gnósticas y pseudomísticas: «La crudelísima narración de la
sangre de las víctimas inocentes que Dios se inmola a sí mismo, «representa»
una historia profundamente clavada desde siempre en la memoria de los hombres.
El tema de una fiereza extrema domina las expresiones más arcaicas de la
religiosidad» (p. 19).
Seguir
esta tesis y su desarrollo sería distractivo teniendo en cuenta que pretendemos
limitarnos a una reflexión crítica en el ámbito estrictamente teológico. Nos
permitimos observar y admitir que se trata de un argumento bastante arduo para
la sensibilidad del hombre moderno. No es la crueldad en cuanto tal la que nos
hace entrar en crisis porque la crueldad ha bañado en sangre, muchas veces
inocente, toda la historia, antes y después de Cristo. Pero son las
circunstancias verdaderamente extrañas del evento: mientras Cristo, por una
especial intervención divina fue puesto a salvo, sus otros coetáneas fueron
abandonados indefensos a la ferocidad del tirano que, para poder degollarlos en
brazos de sus madres, los arrastró con engaños fuera de sus casas. El hecho es
patente, aunque parece que no impresionó a la antigüedad cristiana, que estaba
totalmente prendada de admiración por la intervención tan singular de Dios por
salvar la vida del divino Infante. El problema fue afrontado directamente por
San Juan Crisóstomo33: en el capítulo II de la IX Homilía trata el problema con
tal claridad que me parece oportuno seguir paso a paso su análisis.
El Niño
ha regresado de Egipto y Crisóstomo teje alabanzas a la historia religiosa de
este pueblo, especialmente durante los primeros siglos del cristianismo con el
desarrollo del monacato, cuando los monjes se dedicaban durante el día al
trabajo y durante la noche a la oración. Entre ellos se destaca el
bienaventurado y gran Antonio como se ve en su Vida escrita34 y a quien
Crisóstomo elogia principalmente por haber visto de antemano la herejía arriana
y haber preparado la batalla para vencerla: «En ella (su vida) se encontrarán
incluso gran cantidad de profecías. Tal la que Antonio hizo sobre la herejía
arriana y los daños que de ella habían de seguirse. Dios se lo mostró todo y le
puso ante los ojos un bosquejo de lo por venir» (p. 158)35 . Luego viene el
elogio al hombre: «He aquí, entre tantas otras, una prueba de la verdad:
ninguna secta profana ha producido un hombre como éste». Finalmente el mérito
del libro: «No quiero yo contaros aquí su vida. Leedla vosotros en el libro que
os recomiendo y lo sabréis todo puntualmente y de ella sacaréis las más altas
lecciones de filosofía. Pero no os exhorto sólo a leer el libro, sino también a
imitar lo que allí está escrito» (p. 158).
La
hospitalidad que Egipto le ofreció a Cristo fue recompensada desde el primer
momento por la gran actividad evangélica vivida durante el Cristianismo
preconstantiniano.
Vayamos
ahora al tema central que es la matanza de los Inocentes. El santo subraya de
inmediato el comportamiento irracional de Herodes, quien al darse cuenta de que
los Magos se habían marchado sin pasar por Jerusalén, en vez de reflexionar, se
encolerizó pensando que se habían querido burlar de él. Por eso ordena la cruel
e inútil matanza de los pequeños inocentes como arrebatado por un raptus de
furia y celo al mismo tiempo: «Como poseído del demonio de la ira y de la
envidia, no tiene cuenta de nada, se enfurece contra la naturaleza misma, y la
rabia que lo domina contra los magos, que lo han burlado, la desata contra los
niños, que no tienen culpa alguna, con lo que renueva en Palestina la tragedia
que en otro tiempo se desarrolló en Egipto» (p. 160). Aquí se ve que San Juan
Crisóstomo advierte con agudeza el problema y dirige hacia él la atención: se
trata de un problema muy discutido a su tiempo porque había provocado serias
dudas, bastante encendidas, contra la justicia de Dios36.
¿Cómo
podría quedar a salvo la justicia de Dios, si mientras salvaba a Cristo,
abandonaba a los pobres niños en manos de la crueldad de Herodes? Esto es un
problema para el mismo Crisóstomo quien estaba convencido de tener que dar una
respuesta aunque sea sumaria (breviter disputantes). La primera respuesta es
dialéctica y podría ser llamada a simili: así como por la liberación milagrosa
de Pedro de la prisión, el Herodes de entonces (el primero ya había muerto)
envió a muerte a los soldados que eran inocentes de esa fuga, así también el
primero y más cruel Herodes dio muerte a los niños inocentes porque Jesús se le
había escapado de las manos. Pero esto, y el mismo Crisóstomo se pone la
objeción, no es una explicación o justificación sino un agravante a la
situación o sea al problema en cuestión. Entonces responde desde el campo de la
fe. No se pregunta, como tal vez lo hacemos nosotros, por qué Dios, habiendo
salvado al niño Jesús, abandonó a los inocentes a la crueldad del primer
Herodes, y habiendo liberado de la cárcel a Pedro abandonó a los pobres soldados
a la cruel represalia del segundo Herodes. ¿A qué apunta San Juan Crisóstomo?
Da una solución que él llama «probable» y que consiste en atribuir la
responsabilidad de los dos crímenes -como es obvio por otra parte- a la
crueldad de los dos reyes: ellos tuvieron todas las oportunidades y
posibilidades de considerar y apreciar las causas extraordinarias de ambos
eventos. No lo hicieron porque estaban cegados por la pasión de poder, sobre
todo el Herodes que mató a los santos inocentes por vil crueldad. Quiero ser
breve, advierte Crisóstomo: « ¿Y qué tiene que ver -me diréis- lo uno con lo
otro? Porque esto no resuelve, sino que agrava el problema. -También yo sé que
no lo resuelve; pero lo junto todo porque a todo quiero dar la misma solución.
¿Qué solución admiten estos casos? ¿Qué explicación razonable podemos dar? La
solución y explicación es que Cristo no tuvo la culpa de la muerte de los
inocentes; la culpa fue de la crueldad del rey; como tampoco la tuvo Pedro de
la ejecución de los soldados, sino la insensatez del otro Herodes» (pp.
161-162). En el caso del Apóstol, liberado por el Ángel, no había ningún motivo
para tratar con rigor a la guardia o para acusarla de negligencia porque todo
estaba en orden y Herodes podía constatar por sí mismo el milagro37 . De hecho
todo había sucedido de modo tal que no quedara comprometida la guardia, para
poner en evidencia la especial intervención de Dios y para mover al rey a la
reflexión.
Otro
tanto, y más aún, se debe decir del primer Herodes que tenía todas las
garantías, en cuanto al nacimiento de Cristo, de que se trataba de un evento
totalmente extraordinario y que no era engañado por los Magos, quienes, después
de adorar al Niño, no volvieron a él que ya había decidido matarlo: «¿Por qué
te irritas, Herodes, al ser engañado por los magos? ¿No caes en la cuenta de
que aquel nacimiento fue divino? ¿No llamaste tú a los príncipes de los
sacerdotes? ¿No reuniste tú a los escribas? Todos estos que tú llamaste, ¿no se
trajeron consigo a tu tribunal al profeta que había predicho todo esto? ¿No ves
cómo lo antiguo consuena con lo moderno? ¿No oyes cómo una estrella se ha
puesto al servicio de todo esto? ¿No sentiste tú mismo respeto del fervor de
los magos y admiraste su franqueza? ¿No te estremeciste de la verdad del
profeta? ¿Cómo no comprendiste por lo pasado lo presente? ¿Cómo no dedujiste a
tus solas de todos estos hechos que lo sucedido no venía de embuste de los
magos, sino de un poder divino que todo lo dirigía a fin conveniente? Mas si,
en fin, fueron los magos los que te engañaron, ¿qué tenían que ver con ello
unos niños inocentes?» (pp. 162-163)38 .
Bien,
replica el supuesto objetor: has demostrado que el primer Herodes fue
sanguinario de modo que ninguno lo puede excusar de su inhumana crueldad en
particular contra los pequeños inocentes. Pero ¿por qué Dios permitió una
injusticia tan cruel?
A este
respecto, Crisóstomo enuncia una ley histórica general: que cuando una
desgracia golpea a muchos al mismo tiempo, no hay motivo para que alguno se
lamente en particular: «Qui laedant multos, qui laedatur nullum esse»39. Y
explica, a fin de eliminar posibles dudas que lo que la Providencia permite lo
hace para la remisión de nuestros pecados o para darnos un premio («aut in
peccatorum remissionem, aut in mercedis retributionem»). De todos modos esto
sienta bien para los pecadores que deben expiar culpas pasadas, pero aquellos
niños inocentes, ¿qué habían hecho? Ellos recibieron -y es la solución final
que da Crisóstomo- un gran premio y no un castigo llegando «…rápidamente al
puerto sin tormentas». Y se trata de un premio mucho más grande que si hubiesen
vivido «…con mayor razón no hubiera dejado que éstos perecieran así, de haber
Dios previsto que habían de realizar grandes cosas en su vida» (p. 165). Su
explicación fue puesta en un contexto decididamente teológico. Pero queda
igualmente todo el dolor de la tragedia y no se encuentra otra compensación o
castigo, si así se puede hablar, más que el horroroso fin que le tocó al cruel
Herodes, según nos narra Flavio Josefa 40.
Pero la
tragedia de los pequeños inocentes queda en pie, concluimos también nosotros.
Ella fue causada por la crueldad de los hombres y permitida por Dios, quien ha
permitido que su propio Hijo muriese en la Cruz no sólo por la malicia de los
hombres sino abandonado por su mismo Padre (Mt 27,46). La única respuesta, y la
más profunda, permanece en el terreno de la oeconomia salutis, como misterio
escondido en Dios41, según el cual toca a los justos y a los inocentes expiar
las culpas de los pecadores. Pero esto seguirá siendo un misterio, por la
simple razón que Tonini, Camus y quienes se mueven por su propio juicio,
expresamente no lo quieren aceptar.
Lo que
sorprende en la apasionada defensa de San Juan Crisóstomo es que mientras se
acentúa la malicia de los dos Herodes, no se hace referencia precisa a la
malicia del pecado original del hombre que es la verdadera raíz universal del
mal físico y especialmente del mal moral en toda la historia: una doctrina
explícita en San Pablo, de quien Crisóstomo ha sido su máximo admirador y
comentador.
Este
pesimismo teológico acerca del pecado y sus consecuencias será puesto en
evidencia por los sistemas agustinianos y especialmente por el jansenismo y la
Reforma, aunque ellos no atenten contra la creencia y la fe en Dios. Esta
creencia se irá disolviendo paulatinamente en el pensamiento moderno:
comenzando por el dualismo gnóstico de J. Böhme, retomado por Schelling y
finalmente resuelto en la dialéctica hegeliana que eleva el negativo, o sea el
pecado en el orden moral, a momento constitutivo en el afirmarse de la realidad
de la historia. Como conclusión: ni sombra de escatología de naturaleza
trascendente o sea de juicio final de Dios para separar para siempre a los
justos de los pecadores (Mt. 25, 46) sino que el juicio es la misma historia en
acto: «La historia del mundo es el juicio del mundo»42.
Así, se
pasa de la opresión sofocante del mal y del pecado propio de la concepción
luterana y jansenista a la autoliberación del mal en el pensamiento moderno, o
sea a una conciencia del bien y del mal dentro de la cual el mal o es
reconocido como originario (Kant) o se transforma en el límite subjetivo que la
razón no cesa de superar con el progreso de la historia. Pero lamentablemente,
como lo ha demostrado Kierkegaard43 , la realidad de la existencia humana
continua desgarrándose entre el error y el dolor, al cual sólo le pone remedio
el Cristianismo.
Resumiendo:
1) Podemos
repetir que el mal físico y moral existe, existía antes de Cristo y existirá
hasta el fin de los tiempos y esto primeramente por la estructura finita de las
cosas, pero sobre todo como consecuencia de un desorden o rebelión original del
hombre contra Dios, de una mancha en el fondo del alma.
2) Pero el
hombre, como sujeto espiritual, puede luchar dentro de ciertos límites contra
el mal y contra la misma muerte: puede aliviar el mal de los demás y soportar
el propio como una purificación. Esta forma de transformar el mal en bien lo
percibe la misma razón y la libertad lo puede realizar, locual se hace más
libre, al librarse de los egoísmos que empañan el horizonte de su apertura
infinita.
3) La
existencia del mal, o sea de los dolores físicos y morales, de las enfermedades
y de las traiciones, de las injusticias y de los abusos de todo tipo… en medio
de los cuales vive la sociedad -cualquiera que sea su grado de desarrollo, pero
mayormente en aquellas formas más evolucionadas y sin excluir la sociedad
religiosa que está constituida por hombres inmersos en la misma historia…- es
un dato en efecto inevitable. Pero por eso mismo, mientras constituye una
dificultad para el teísmo en su significado más ingenuo, cuadra perfectamente
con la religión y la grandeza y misericordia de un Dios padre y juez de los
hombres que ha dado a los hombres, además del ser, su don más alto que es la
libertad y el amor.
4) Por eso
podemos concluir: no existe y no puede existir demostración alguna contra la
existencia de Dios y de una vida futura. En cambio existen, y los hombres lo
han captado desde el inicio, pruebas y signos de su amistad y providencia para
con los hombres. Entre las cuales debemos mencionar a ésta que es ardua aunque
llena de consolación: Dios, como buen médico, sabe extraer para nosotros bienes
aún de los mismos males, y puede darnos la vida por medio de la muerte, cosa
que ningún médico jamás podrá hacer.
Las
soluciones dialécticas del pensamiento moderno son sencillamente desesperadas y
totalmente ambiguas: si la libertad no puede elevarse por encima de la
antítesis del bien y del mal y luchar por consolidar el primero y disminuir el
segundo, la vida humana queda abandonada -incluso después de Cristo y contando
con la fe en Dios- al capricho de la fatalidad y no hay ningún fundamento para
distinguir el bien del mal. Cada uno de ellos es príncipe y principio absoluto
en su propio reino, al punto que el hombre no llega a reconocerlos porque vive
mezclado entre millones de hombres que se refugian en sentimientos de fe y se
confunden entre las olas del tiempo que los arrastran al foso de la muerte.
Ciertamente
que el mal, la existencia del mal físico y moral, no prueba la existencia de
Dios: por el contrario y a su modo es una prueba de la libertad, aunque
defectuosa, del hombre. Pero ha sido mucho más defectuosa y mucho más dañosa
(para nosotros) la libertad de los Ángeles rebeldes, de Lucifer (llamado
«Satanás» el tentador, espíritu hermosísimo (tal vez el más hermoso según
algunas insinuaciones de la Biblia y la opinión de algunos Santos Padres y
escritores eclesiásticos…), porque Lucifer tentó al primer hombre y porque bajo
sus órdenes los demás demonios han tentado y continúan tentando a los hombres
al mal, a todas las formas del mal según la lista de los siete vicios
capitales.
Pero la
existencia del mal, de los diablos y de todas las bestias y dragones del Apocalipsis…
no constituye ni pueden constituir un argumento, menos aún decisivo, contra la
existencia de Dios, Primer Principio Creador, bueno y providente. El mal, que
inunda la vida y la historia, puede constituir una dificultad para quien lleva
hasta el extremo la abstracción del Sumo bien metafísico para luego querer
entenderlo de un modo psicológico; este es el terreno donde aparecen las
recriminaciones provenientes de la pereza y la infidelidad del hombre.
Pero una
vez que se admite que el hombre fue creado libre -y esta doctrina fue robada
por el pensamiento moderno (sobre todo Fichte, Schelling, Hegel) con intención
de distorsionar el sentido de Dios y preparar su negación- se debe admitir que
puede elevarse y aceptar la gracia que le ofrece Cristo, transformando el mal
en bien y las tentaciones de pecado en ocasión de virtud y de santidad, con la
protección de la Majestad divina y de los ángeles y bajo el ejemplo de los
mártires y santos.
Así, la
existencia terrible, escalofriante y casi desesperanzadora del mal no es una
acusación contra Dios, sino una condena del Príncipe del mal. Y más aún cuando
se trata de determinados pecados externos, de extrema malicia, como los que van
desde la difusión de las herejías a la ferocidad de las torturas de los inocentes
en los lager nazis y marxistas (que jamás debemos olvidar)… pasando por la
vileza de ministros y prelados cristianos o católicos que han tenido miedo
-como en Italia- de combatir y hacer combatir abiertamente (como manda el
Evangelio) contra la aprobación de la infame ley del divorcio (1974) y de
aquella incomparablemente más infame del aborto (1976)44 . Y, ya que estamos
hablando de la Italia de la dopoguerra, debemos afirmar que esta ley, incluso
por los términos ambiguos y laxistas en los que fue redactada, viola todo
derecho humano y divino, es el atentado más vil y violento cometido contra los
más inocentes y los más indefensos, y es un delito para el cual no existe pena
humana proporcionada45 . Se debe observar que incluso dentro del partido -si
bien la mayoría votó en contra (¿pero no fueron las ausencias y las traiciones
de la DC las que posibilitaron la diferencia necesaria para la aprobación de la
ley?)- las reacciones fueron mínimas. Los de la prensa católica se limitaron a
los lamentos de costumbre: ninguna reacción o demostración de pública protesta,
ningún pedido de testimonio cristiano del Referendum. Luego, como ya se sabe,
siguió la captura y el cruel asesinato de Aldo Moro el 6 de mayo de 1978 y la
conmoción de toda Italia, la laica y la eclesiástica (como correspondía), y su
recuerdo cada aniversario. Pero de todos los niños inocentes, asesinados a
millares por médicos que Hipócrates había declarado que sólo debían salvar, de
ellos ninguno habla y ninguno jamás hablará.
¿Hay algo
que nosotros, espectadores doloridos e impotentes ante tanta infamia, obra de
políticos, podemos hacer? Y es una infamia cualificada, una mancha que todos
los perfumes de Arabia no podrán limpiar, cuando se piensa que el Presidente
Leone, que no tuvo el valor cristiano de renunciar al cargo antes que firmar la
tremendamente inicua ley46 , poco después renunció por cuestiones de interés
personal. Pero no sólo el enorme y poderoso aparato eclesiástico no hizo nada
excepto lamentarse como de costumbre, sino que los así llamados «grupos de
disenso» por una parte y los grupos de acción, de base, de oración, aún
aquellos verbalmente más combatientes de «Comunión y Liberación», todos
quedaron en sus casas, sin sombra de una protesta eficaz, sin ningún grito de
amor o de dolor por aquel dolor o por la injusticia universal que ciertamente
hubiera sacudido un poco las conciencias. ¿Acaso no es esto para Italia
(llamada) católica un hecho mucho más grave, después de dos mil años de
Cristianismo, que la masacre realizada por un rey sanguinario contra alguna
decena de niños inocentes? Herodes y sus soldados no eran cristianos, y no
habían subido al poder portando un escudo cruzado, como Andreotti y sus
compañeros firmantes, diputados y senadores ausentes al momento de votar bloqueando
el infame voto… ¿Y por qué entonces esta vez el Ing. Tonini, que se escandalizó
tanto por el episodio evangélico hasta agarrárselas contra Dios, no escribió (a
nosotros no nos consta) ni siquiera una cartita de protesta contra esta infamia
cometida por la sociedad italiana?
El
ateísmo no tiene palabras para aliviar el dolor, para sacudir a quien comete
injusticias… porque no admite nada más que lo finito, porque niega el horizonte
nuevo del amor y de la justicia infinita, porque rechaza la paternidad de Dios,
la redención del Hijo y la santificación de amor del Espíritu Santo. El ateísmo
marxista no tiene nada para oponer a la ley guerra de todos contra todos, que
es la ley de la historia (también contemporánea), no tiene nada para oponer
salvo la retórica del materialismo dialéctico y del materialismo histórico, o
sea la ley del dominio de la fuerza, que es la lucha de clases, lo cual no es
otra cosa que sancionar el dominio del mal, la legitimidad del odio y de la
venganza y por lo tanto la ley del materialista Hobbes del bellum omnium contra
omnium. Y ahora los pueblos libres, también Italia, condenan con protestas y
sanciones la opresión en Polonia de parte de una minoría comunista gobernante
sobre la asociación que agrupa la mayoría de los trabajadores (Solidarnosc), y
la presión soviética sobre las pobres y empobrecidas naciones satélites; ¿pero
qué es esta opresión en comparación con el aborto admitido en casi todas estas
naciones?
Nadie más
que Dios puede brindarnos su ayuda ante el mal -que trabaja desde el principio
y trabajará siempre en la vida del hombre sobre la tierra-, y nos la ha dado
abundantemente con la Encarnación. Nos presta siempre su ayuda y nos asiste
siempre con su gracia para que podamos seguir el ejemplo de Cristo nuestro modelo:
así, asumir el dolor de la vida y la misma muerte, se convierte en un acto de
amor a Dios. El problema del mal entonces puede encontrar una respuesta sólo en
Dios, admitiendo la existencia de un Dios que ha creado libre al hombre, quien
ha abusado de su libertad para pecar, para rebelarse contra Él. Pero Dios, por
su infinita misericordia, le ha ofrecido en Jesucristo la posibilidad de
salvarse del pecado con la gracia y de vencer la muerte con la resurrección de
la vida eterna.
III. ¿El ateísmo inevitable?
Más a
fondo que Tonini en el análisis del mal se ha aventurado, con profunda y
apasionada conciencia existencial, Albert Camus en su obra de protesta contra
el mundo moderno: también ateo, es coherente en sus especulaciones al seguir la
autodestrucción del hombre que se produce por la negación de Dios. Él no se
detiene en el episodio de los pequeños asesinados por el sospechoso y cruel
Herodes, de quien (me parece) ni siquiera hace mención, sino que intenta
englobar el mal en su totalidad, es decir, el hombre en la desintegración de
todos los valores, en el suicidio tanto físico como moral, en la degradación o
autodestrucción que el progreso de la civilización produce en el ser humano.
También
su punto de partida es humanista y más precisamente anticristiano ya que imputa
al cristianismo, sin preámbulos (sin los preámbulos de la perversión de la
libertad del hombre expuesta en la Biblia), la avalancha de desventuras caídas
sobre el hombre, o sea de haber puesto la realidad del hombre bajo el signo del
pesimismo: «No soy yo quien ha inventado la miseria de la creatura, ni las
terribles fórmulas de la maldición divina. No soy yo quien creado ese Nemo
bonus, ni la condenación de los niños sin bautismo. No soy yo quien ha dicho
que el hombre era incapaz de salvarse solo y que en el fondo de su degradación
no cabía esperar en otra cosa que en la gracia de Dios» 47.
Camus
había trabajado en su juventud en una “exercitatio”, que llevaba por título
Entre Plotin et Saint Augustin, para obtener el diploma de estudios superiores;
y este trabajo de investigación dejó en su espíritu una huella profunda que
quedó expresada con inusitado vigor en su obra principal titulada L’homme
revolté 48, en la cual da a conocer la característica del hombre contemporáneo.
Dicha rebelión (“revuelta”) tiene sus raíces y matriz en la contradicción
insuperable en que se encuentra la existencia por donde quiera que se la
considere: pesimismo radical, total, insuperable… que supone una especie de
maldición metafísica, allende y anterior al tiempo. Para Camus el hombre es
absurdo, una definición que él retiene más exacta que la cristiana -para la
cual el hombre es un pecador-, y que la marxista -según la cual el hombre es un
ser explotado-, dos concepciones que finalmente se resuelven, si bien en modos
diversos, en optimismo.
Respecto
al Cristianismo en particular, Camus no sólo pone distancia sino que invierte
la situación. Capta con exactitud el punto de vista cristiano: «Si el
cristianismo es pesimista respecto al hombre, es optimista respecto al destino
del hombre». Pero aquí se impone una distinción decisiva: es optimista para el
cristiano coherente que cree en Cristo y vive en su gracia, es pesimista para
cualquiera que rechaza, se burla o traiciona a Cristo (o sea para todo aquel
que no lo acepta como Hijo de Dios y Salvador suyo). Para el cristianismo el
hombre es una dualidad, no sólo de cuerpo y alma, sino también en su capacidad
de bien y de mal; y es aquí donde se decide el “destino humano”. Y es también
aquí donde brota el equívoco de la siguiente fórmula de Camus: « ¡Pues bien!,
yo diré que, pesimista en cuanto al destino humano, soy optimista en cuanto al
hombre. Y no en nombre de un humanismo, que siempre me ha parecido
insuficiente, sino en nombre de una ignorancia que trata de no negar nada» 49.
Toda esta
argumentación no tiene sentido y esto no sin motivo, ya que en lugar de ir a la
raíz del pecado como primer mal, Camus, que se declara ateo, no tiene ninguna
solución y entonces se lanza contra los cristianos. Camus es, entre los
modernos, el escritor que con mayor seriedad ha afrontado el problema del mal,
pero partiendo de una posición atea, no puede encontrar más que el vacío y la
insignificancia, por donde se lo mire.
También fluctúa en el equívoco, a
pesar de la buena intención, la afirmación siguiente:
«Y
respecto a mí, es verdad que me siento un poco como aquel Agustín antes de su
conversión cuando decía: ‘Yo buscaba de dónde venía el mal y no podía salir de
ese dilema’. Pero también es cierto que yo sé -junto a otros que piensan como
yo- lo que es necesario hacer, si no para disminuir el mal, al menos para no
aumentarlo. No podemos impedir quizá que este mundo sea aquel donde los niños
son torturados; pero podemos disminuir el número de los niños torturados. Y si
vosotros no podéis ayudarnos en ello, entonces ¿quién podrá hacerlo en el
mundo?» 50.
De todos
modos me parece legítimo el llamado que hace invitando a los creyentes al
“diálogo”, a no dejar solo a Sócrates 51, ni a los pocos solitarios que quedan
horrorizados por tantos males injustos y crueles en el mundo (de Rusia a
Vietnam, de Camboya a Angola…).
Pero es
gratuita la interpretación que hace de la respuesta cristiana, la cual, según
su parecer, «no se puede agotar en una fórmula de compromiso o en una
encíclica: es esto un modo, como tantos otros, de manipular la historia». Puede
darse, y admitirlo no es en absoluto una herejía, que también la Iglesia
visible tenga sus lagunas, e incluso sus culpas, en la gestión de las cosas
humanas; pero la Iglesia, en todo lugar donde ha predicado el Evangelio, ha
predicado la paternidad de Dios y el amor al prójimo, que es el fundamento para
socorrer al que sufre, sin hacer distinción entre niños y adultos 52. ¿Pueden
hacer algo semejante aquellos “solitarios” destacados por Camus, que son y se
declaran sin fe y sin ley? ¿De dónde nace el vínculo entre ellos y los que
sufren? ¿Dónde está la obligación de que surja del fondo de la conciencia y se
convierta en un imperativo real de auténtico don de sí y no de mera legalidad
racional?
Su
pensamiento sobre este punto se capta mejor en la respuesta a una entevista
sobre las obligaciones de un profesional y sobre todo de un escritor: el
reportero exaltaba la obra del Dr. Rieux, quien se había empeñado con alma y
cuerpo por eliminar el sufrimiento humano 53. La respuesta de Camus es sin duda
sincera pero demasiado árida, abstracta y sin compromisos: «El obstáculo
infranqueable me parece ser, en efecto, el problema del mal. Pero es también un
obstáculo real el humanismo tradicional. La muerte de los niños indica la
arbitrariedad divina, pero existe también el asesinato de los niños que traduce
la arbitrariedad humana. Estamos acorralados entre dos arbitrariedades. Mi
posición personal, en la medida que ella pueda ser defendida, es la de estimar
que, si los hombres no son inocentes, son culpables sólo de ignorancia» 54.
Pero esto no es otra cosa que un retorno a Sócrates. Camus, es verdad, recuerda
también la presencia histórica del cristianismo, pero admite que para realizar
esta tarea «… cualquier cristiano inteligente elegirá el marxismo». Esto es un
modo periodístico de tratar el tema; de hecho, Camus, a diferencia de Sartre,
no es tan afectuoso con Marx y los marxistas. Más concluyente es la siguiente
observación: «Esto en cuanto a la doctrina» 55. Sigue a continuación un juicio
difícil de descifrar (al menos para mí) sobre la Iglesia: «Queda la Iglesia.
Pero yo tomaré en serio a la Iglesia cuando sus pastores hablen el lenguaje de
todo el mundo y vivan ellos mismos la vida peligrosa y miserable que afecta al
mayor número de hombres» 56.
Por mi
parte -y lo he escrito en una respuesta a un ataque contra la Iglesia de
P.P.Pasolini57 – no tendría objeciones para aceptar la hipótesis: no será el
que suscribe, pobre autodidacta, y luego de la caída del poder temporal (de la
Iglesia), quien defienda ciertas grandezas (grandeurs) que se mostraron no sólo
inútiles sino incluso escandalizantes en la Iglesia a través de la historia, de
lo cual, por otra parte, luego del Vaticano II, se debería tener una mayor
conciencia. Pero el problema de fondo es otro y Camus ni siquiera lo sospecha,
y es que la Iglesia tiene una misión sobrenatural: la continuación y aplicación
de la obra de Cristo de salvar al hombre del pecado y de la condenación eterna.
Para el hombre de fe éstos no son “fantasmas”, sino las “últimas” y por eso
mismo las primeras y más verdaderas realidades. Por esto el cristianismo no es
un simple evento histórico universal, como el marxismo, sino aquello que
conduce al hombre hacia un espacio distinto y para un destino eterno.
Debo
confesar que atrae el estilo de diatriba de Camus, hombre radical que no
fluctúa entre ideologías opuestas como lo hace Sartre entre anarquía y comunismo.
Gusta asimismo su respeto por el hombre en cuanto tal, sin distinciones, al
modo del “hombre común” de Kierkegaard. Agrada también -y diría sobre todo- la
afirmación radical de una libertad radical, que él -como ahora veremos- llama
derecho de rebelión. Pero Camus no ha llevado hasta sus últimas consecuencias
este concepto, el cual constituye la exigencia moral primordial de la que ha
surgido el pecado, y del pecado todos los males.
La
“revuelta”, la rebelión, la protesta o también la contestación … como ha sido
llamada por los movimientos juveniles de 1968 es la “respuesta” al mundo
absurdo, al absurdo del mundo y al mundo del absurdo, que ha sido transmitido
por la cultura y la civilización occidental y en particular por el pensamiento
moderno. En la tesis introductoria, la denuncia de la inversión radical de la
situación humana es de una precisión escalofriante: «Existen crímenes
pasionales y crímenes lógicos. La frontera que los separa es incierta. Pero el
código penal los distingue, muy cómodamente, por la premeditación. Estamos en
el tiempo de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales no son
más aquellos niños desarmados que invocaban el amor como excusa; por el
contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que
puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces»58 .
Parece escucharse las descaradas autodefensas de los calculadores asesinos de
hoy. En la época moderna, por tanto, ha ocurrido un hecho único que ha cambiado
el rostro de las humanidad, y su formulación, por increíble que pueda parecer,
es la siguiente: mientras antes la crueldad, el engaño, la violencia … podían
reivindicar una propia coherencia, en la actualidad -una vez que la
civilización ha sido sometida al dominio de la ideología- lo que domina es “el
absurdo”; es en torno a este concepto (?), o mejor, a esta realidad
existencial, que gira todo el análisis de Camus. Esta noción de absurdo es el
punto de contacto con el pensamiento moderno; y Camus habla preferentemente, más
que de “noción”, de “sentimiento de lo absurdo”. La tesis general, entonces,
quedaría expresada como sigue: «El sentimiento de lo absurdo, cuando se
pretende ante todo extraer de él alguna regla de acción, hace del homicidio al
menos algo indiferente y, en consecuencia, posible. Si no se cree en nada, si
nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada
tiene importancia. Sin pro ni contra, el asesino ni está equivocado ni tiene
razón. Se puede avivar el fuego de los crematorios como así también
sacrificarse en el cuidado de los leprosos. Malicia y virtud son producto del
azar o del capricho»59 .
La
lección de Camus es importante porque nos muestra sin término medio el callejón
sin salida de la contradicción y del absurdo en el que se ha metido el hombre
moderno. Es verdad que su dilema, de origen dostoieskiano: o suicidio u
homicidio, me parece artificioso, porque no es extraño -como leemos casi a
diario- que los dos fenómenos pueden darse juntos. El problema esencial es el
del “significado” (Sinn), o sea de “dar un significado” (Sinngeben) a la vida y
para hacer esto son necesarios unos “contrafuertes” sea a parte ante como a
parte post, esto es principios trascendentes, sobre los cuales la libertad
pueda hacer su elección desafiando el nihilismo. Juzgar absurdo y
contradictorio tanto el suicidio como el homicidio como hace Camus, y relegar
por lo mismo la existencia humana a la contradicción del absurdo, es demasiado
poco, aún cuando se apoye con la fineza bien reconocida de escritor (Premio
Nobel) en algunos de los máximos escritores filosóficos de los
“Sette-Ottocento”: Sade, Stirner, Hegel, Marx, Nietzsche, Rimbaud, Proust … y
sobre todo en Iván Karamazoff, el nihilista filosofante de Dostoiesvsky….
Es
sorprendente la sordera y casi ausencia que también Camus, como todos los
existencialistas de izquierda, muestran por Kierkegaard, el cual ha
establecido, con un análisis nunca antes realizado sobre la esencia de la
libertad y contra todos los fatuos optimismos y pesimismos de la filosofía
alemana, de Kant a Shopenhauer, que el nihilismo moderno, no admite más que una
única alternativa: o creer o desesperar 60. Pero Camus tiene perfecta razón
cuando afirma que toda esta situación de desorientación universal, “esta
contradicción esencial”, como justamente la llama, debe ser «… una vivencia, un
punto de partida, lo que equivale en el campo de la existencia a la duda
metódica de Descartes» 61. Al cogito, en efecto, le corresponde por una parte,
sobre el versante metafísico, el ateísmo, esto es la negación de Dios; y sobre
el versante existencial del hombre le corresponde el nihilismo, que puede tener
múltiples derivaciones, pero todas ellas conducentes a la insignificancia; no
siempre culminando en el suicidio y el homicidio, pero siempre causando
indiferencia, enojo, insignificancia, vacío…
Una
tercera importante observación, como consecuencia inevitable del nihilismo
moderno, o sea de la negación del Absoluto personal que es Dios, es la
transformación o inversión de la relación de los hombres entre sí que no están
tomadas de la antítesis, que subyace en el fondo y a modo de fundamento de la
libertad, entre verdadero y falso, entre justo e injusto, sino en términos de
violencia, o sea de la relación entre opresores y oprimidos. Así, la libertad
como la verdad, se encuentran y se identifican en la voluntad de poder: Hegel –
Marx y Nieztsche como luego Engels – Lenin – Stalin – Hitler… se encuentran
sobre la misma trayectoria. De aquí se puede comprender, es decir, no despierta
gran asombro, la respuesta del mismo Camus en las Lettres sur la révolté, que
sirven de comentario al Homme révolté donde se lee: «cuando el Hombre rebelde
exalta la tradición revolucionaria no marxista no niega la importancia ni los
logros del marxismo» 62. Sobre la inconsistencia de semejantes consideraciones,
se comprende que Albert Camus, en el discurso oficial de la entrega del Premio
Nobel en Uppsala (14 de diciembre de 1957) haya centrado el valor ideal de su
obra en la defensa de la libertad de la obra de arte, pero es vano y carente de
fundamento proclamar que «… el valor más calumniado en la actualidad es,
ciertamente, el valor de la libertad» 63. Todo el áulico discurso gira
complaciente en torno a este principio; una conclusión extraña, o sea de mero
estetismo imprevisible después de las encendidas y sinceras páginas de L’Homme
révolté.
Debemos
reconocer que el existencialismo contemporáneo en sentido directo y el
marxismo, si se quiere, en sentido oblicuo tienen el mérito de haber advertido,
o mejor, de no haber eludido, el problema del mal. Pero se han limitado, o bien
a describirlo y adornarlo con análisis literarios y pseudo-filosóficos o bien a
invertir el sentido del mismo. Así, el existencialismo se escandaliza y
denuncia la violencia como negación de la libertad y el marxismo la exalta como
indispensable en el ejercicio de la libertad (lucha de clases). Y ésta es una
solución que no es solución, puesto que hace hipótesis sobre el futuro en
cuanto tal; y que, además, por el despertar sociológico de su ateísmo radical
no es ni puede ser la esencia del pensamiento moderno. Esto la ha notado muy
bien Sartre en el ensayo magistral sobre Descartes -que es quizás
teoréticamente su escrito más claro y perfecto- cuando comenta el voluntarismo
absoluto cartesiano: «aquí se descubre el sentido de la doctrina cartesiana.
Descartes ha comprendido perfectamente que el concepto de libertad encerraba la
exigencia de una autonomía absoluta, que un acto libre era una producción
absolutamente nueva de la cual el gérmen no podía estar contenido en un estado
anterior del mundo, y que, por consiguiente, libertad y creación no eran más
que una misma cosa. La libertad de Dios, aún cuando fuese semejante a la del
hombre, pierde el aspecto negativo que ella tenía bajo su envoltura humana,
ella es pura productividad, es el acto extratemporal y eterno por el que Dios
hace que haya un mundo, un Bien y Verdades eternas. Desde entonces la raíz de
toda Razón debe buscarse en las profundidades del acto libre, la libertad es el
fundamento de la verdad de las cosas, y la necesidad rigurosa que aparece en el
orden de las verdades es sostenida por la contingencia absoluta de un libre
arbitrio creador»64 .
Así, para
el hombre común, el problema del mal no sólo no ha sido resuelto en su situación
presente, sino que directamente ha quedado comprometido; se entiende el mal de
hoy, de este hombre, en esta situación… y el mal del hombre como sujeto
responsable, como persona que no tiene sólo deberes hacia el Estado o hacia tal
partido sino también derechos. Pero todas estas cosas ya son palabras
completamente inútiles, pálidos recuerdos de tiempos teocráticos y de cuando se
creía que Cristo era verdaderamente Dios, y por eso mismo Juez; y
verdaderamente hombre, y por eso ejemplo para nosotros e intercesor nuestro
ante Dios. Resolver el problema del mal sólo es posible con y en la fe, y más
que hablar de resolver es mejor recurrir a fórmulas de acercamiento, a
semejanza de Cristo, a “… esclarecer, iluminar, prever…” para comenzar -como
dice el Evangelio e insiste Kierkegaard con toda la tradición cristiana- a
obrar con la fe, a resistir con la esperanza y a sufrir con el amor.
El
problema del mal no admite, pues, ninguna solución puramente filosófica: la
solución que de él han dado los diversos sistemas, sean optimistas o
pesimistas, son simples invenciones de un deus ex machina que no significan
nada para el hombre existente, y que incluso lo ofenden.
Hemos
comenzado afirmado que la existencia del mal es la única objeción consistente,
sobre el plano existencial de la libertad, contra la afirmación de la
existencia de Dios. Ahora podemos concluir, después de la exposición de la
perspectiva filosófica más reciente y más sensible, que sólo en la perspectiva
de la fe cristiana el mal recibe un sentido y una solución positiva de
salvación para el hombre y para todo hombre. Por tanto -por paradójico que
pueda parecer- nuestra conclusión es que justamente la existencia del mal en la
historia del hombre, sea como individuo sea como sociedad, se transforma, en la
reflexión de la fe, en prueba y exigencia, más aún en la certeza absoluta de la
existencia no sólo de un Dios, primer Principio, sino del Verbo que se ha unido
a cada uno de nosotros por la gracia y, en fin, del Amor que en de modo nos ha
sido comunicado más allá de todo mérito y medida. Es así que en el Nuevo
Testamento se lee que “… nuestro dolor se transformará en gozo” (Jn 16, 31)
incluso en esta vida.
De manera
que la filosofía no resuelve, no puede resolver, el problema del mal; peor aún,
ha hecho de todo para oscurecerlo confinándolo al no ser. La fe bíblica y
especialmente cristiana, en cambio, lo ilumina desde todas las dimensiones de
la existencia, del cuerpo y del espíritu, como pena del pecado que se convierte
en itinerario indispensable de purificación y de elevación de la libertad
corrompida.
Y la
solución última se dará justamente en aquello que para el ateo es el supremo
mal, es decir en la “hermana muerte”, más allá del tiempo y de la historia.
Será el día del Apocalipsis final cuando, dispuestos como corona en torno a
Cristo, los mártires y entre ellos en primer lugar los Santos Inocentes,
alzarán hacia Él sus palmas clamando: “Has vengado nuestra sangre” (Ap 19, 2).
Ellos “son aquellos del Quinto Sello, las almas de los degollados a causa de la
Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Y gritaron con fuerte voz
diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Señor, Santo y Veraz, vas a estar sin hacer
justicia y sin vengar nuestra sangre sobre aquellos que habitan la tierra?»
Entonces fue dado a cada uno un vestido blanco y les fue dicho que esperasen
todavía un breve tiempo hasta que se completara el número de sus consiervos y
hermanos que iban a ser muertos como ellos” (Ap 6, 9-11). Y la última
invocación: “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
Voltaire quedó
impresionado sobremanera por el terremoto de Lisboa que en noviembre de 1755
hundió casi completamente aquella ciudad. Pero cuantas otras ciudades fueron
hundidas en los siglos anteriores, en tiempos más cercanos a nosotros y durante
la misma existencia de muchos de nosotros, incluso de quien escribe, como ya se
dijo al comienzo. Pero Voltaire no concluye ni en la desesperación ni en la
negación de Dios. Su Poéme sur le désastre de Lisbonne65 sigue siendo un texto
clásico cuando se quiere afrontar en el plano existencial el problema del mal.
“¡Todo es
bien!”, afirma el racionalismo: pero esto tiene validez en el orden metafísico
(ens et bonun convertuntur)66 , mientras en la tierra el bien está siempre
mezclado con el mal y el placer con el dolor. ¿Es mayor el bien que el mal, el
placer que el dolor? Voltaire no se plantea el problema y tampoco nosotros lo
planteamos, puesto que ¿quién sería capaz de dar una respuesta adecuada y
accesible para nosotros mortales, sometidos a todos los accidentes de la existencia
e in primis a la fuerza ciega de la naturaleza? La respuesta de Voltaire no
deja dudas y tiene incluso resonancias bíblicas, ya sea en los tonos de miseria
como en los de esperanza: el mal no puede ciertamente venir de Dios. ¿Y
entonces?
«O el hombre
ha nacido con capacidad y Dios castiga su raza; o este dueño absoluto del ser y
del espacio, sin cólera, sin piedad, tranquilo, indiferente, hace surgir de
entre sus primeros decretos el torrente eterno; o la materia informe, rebelde a
su dueño, tiene en sí defectos necesarios como ella; o bien Dios nos prueba, y
esta permanencia en la vida mortal no es más que un paso estrecho hacia un
mundo eterno. Nosotros sufrimos aquí dolores pasajeros: la muerte es un bien
que termina con nuestras miserias. Pero cuando saldremos de este paso horrible,
¿quién de nosotros tendrá pretensiones de merecer la felicidad?»67 .
¿Se trata
de una esperanza que se encuentra ya en los umbrales del cristianismo? Si no lo
ha sido para Voltaire (¿quién sabe?), puede serlo para los lectores de nuestro
tiempo, cuando la razón ha visto caer en medio siglo todos sus ídolos.
Retengamos,
entonces, con el consenso del desprejuiciado Voltaire que el ateísmo, de
cualquier modo que se presente, es imposible en la esfera existencial, la cual
es esencialmente aspiración a la Verdad y al Bien Supremo. La existencia de un
elemento existencial para elevarse a Dios, para soportar el mal, para aceptar
la muerte como un “paso”, una llegada a la vida y a la felicidad sin fin… es
indispensable.
Y este
elemento que se encuentra en la fe en el Resucitado, como ha puesto de relieve
con fuerza la Teología contemporánea, se convierte en algo decisivo y
totalmente persuasivo según lo asegura San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana
es vuestra fe; y vosotros estáis todavía en vuestros pecados. Y por tanto,
también los que murieron en Cristo se perdieron (…) Pero del mismo modo que en
Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (I Cor 15, 17-22).
R. P. Dr. Cornelio Fabro
(Traducción del italiano realizada por el R.P. Lic. Elvio Fontana, V. E.)
R. P. Dr. Cornelio Fabro
(Traducción del italiano realizada por el R.P. Lic. Elvio Fontana, V. E.)
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