martes, 23 de febrero de 2016

TESTIMONIO BÍBLICO SOBRE EL VALOR DE LA VIDA


La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor inconmensurable de la vida humana.

Más que cualquier antropología filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a codas las criaturas y en ese relato se destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la revelación, que el Dios cristiano «no es el Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27).

A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al asesino Caín esta dolorosa pregunta: «Que has hecho?». Y el Señor clausuró su discurso con esta condena radical de la muerte: «La voz de la sangre de tu hermano clama hacia mi desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate e esta tierra que ha a abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano». (Gn 4,10-11).

Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso solo se hace mención de dos árboles: uno es el «árbol de la vida» (Gn 2,9), el otro es el: árbol del «bien y del mal», del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).

Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y «no se recrea en la destrucción de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera» (Sap 1,11). Dios asegura: «no me complazco en la muerte de nadie» (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que murió “lleno de años” (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual «es la fuente de la vida» (Prov 14,27).

Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aun más la valoración de la vida. Jesús es «el Verbo de la vida» (1 In 1,1); Él posee la vida desde la eternidad Jn 1,4); dispone de la vida (]n 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn 10,10). El mismo es “la vida” (Jn 14,6), Él puede comunicar una vida que «salta hasta la vida eterna» (]n 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: «El que crea en mí no morir para siempre» (]n 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aun devolviéndola a algunos muertos.

A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie con este grave y tajante imperativo: «No matarás» (Ex 20,13). Y Dios amenaza que quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: «Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas… si uno derrama sangre de hombre, otro hombre derramara su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre» (Gn 9,5-6). De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda vida humana es digna y sagrada:

“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es Señor de la vida desde el comienzo basta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (1).

Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en si misma, si no de la vida adjetivada como productiva, útil, placentera… Por eso, aunque aparentemente defiendan la vida, sin embargo solo protegen la “vida sana” y “útil” y en su perspectiva la vida débil queda indefensa. En rigor, pese a sus protestas, son meros «biologistas», pero no humanistas.

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