VATICANO, 28 Ene. 16 / 06:48 am (ACI).- La Oficina de Prensa de la Santa Sede dio a conocer
el mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial del Enfermo que se
celebrará el próximo 11 de febrero de 2016, en la fiesta de la Virgen de
Lourdes.
A continuación el texto completo:
Confiar en Jesús misericordioso como María: “Hagan lo que Él les diga”
(Jn 2,5)
Queridos hermanos y hermanas:
La XXIV Jornada Mundial del Enfermo me ofrece la oportunidad de estar
especialmente cerca de vosotros, queridos enfermos, y de todos los que os
cuidan.
Debido a que este año dicha Jornada será celebrada solemnemente en Tierra Santa,
propongo meditar la narración evangélica de las bodas de Caná (Jn 2,1-11),
donde Jesús realizó su primer milagro gracias a la mediación de su Madre. El
tema elegido, «Confiar en Jesús misericordioso como María: “Haced lo que Él os
diga”» (Jn 2,5), se inscribe muy bien en el marco del Jubileo extraordinario de
la Misericordia. La Celebración eucarística central de la Jornada, el 11 de
febrero de 2016, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, tendrá lugar
precisamente en Nazaret, donde «la Palabra se hizo carne, y puso su morada
entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús inició allí su misión salvífica, aplicando a
sí mismo las palabras del profeta Isaías, como dice el evangelista Lucas: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a
evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los
ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de
gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone
siempre en crisis la existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. La
primera reacción puede ser de rebeldía: ¿Por qué me ha sucedido precisamente a
mí? Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que ya nada
tiene sentido…
En esta situación, por una parte la fe en Dios
se pone a prueba, pero al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No
porque la fe haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que
plantea, sino porque nos ofrece una clave con la que podemos descubrir el sentido
más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la
enfermedad puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con
Jesús, que camina a nuestro lado cargado con la cruz. Y esta clave nos la
proporciona María, su Madre, experta en esta vía.
En las bodas de Caná, María aparece como la
mujer atenta que se da cuenta de un problema muy importante para los esposos:
se ha acabado el vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la
dificultad, en cierto sentido la hace suya y, con discreción, actúa
rápidamente. No se limita a mirar, y menos aún se detiene a hacer juicios, sino
que se dirige a Jesús y le presenta el problema tal como es: «No tienen vino» (Jn
2,3). Y cuando Jesús le hace presente que aún no ha llegado el momento para que
Él se revele (cf. v. 4), dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v.
5). Entonces Jesús realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua
en vino, en un vino que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta.
¿Qué enseñanza podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la
Jornada Mundial del Enfermo?
El banquete de bodas de Caná es una imagen de la
Iglesia: en el centro está
Jesús misericordioso que realiza la señal; a su alrededor están los discípulos,
las primicias de la nueva comunidad; y cerca de Jesús y de sus discípulos está
María, Madre previsora y orante. María participa en el gozo de la gente común y
contribuye a aumentarlo; intercede ante su Hijo por el bien de los esposos y de
todos los invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre. Cuánta
esperanza nos da este acontecimiento. Tenemos una Madre con ojos vigilantes y
compasivos, como los de su Hijo; con un corazón maternal lleno de misericordia,
como Él; con unas manos que quieren ayudar, como las manos de Jesús, que
partían el pan para los hambrientos, que tocaban a los enfermos y los sanaba.
Esto nos llena de confianza y nos abre a la gracia y a la misericordia de
Cristo. La intercesión de María nos permite experimentar la consolación por la
que el apóstol Pablo bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos
consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar
nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros
mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los
sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co
1,3-5). María es la Madre «consolada» que consuela a sus hijos.
En Caná se perfilan los rasgos característicos
de Jesús y de su misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y
pasa necesidad. En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus
enfermedades, dolencias y malos espíritus, dará la vista a los ciegos, hará
caminar a los cojos, devolverá la salud y la dignidad a los leprosos,
resucitará a los muertos y a los pobres anunciará la buena nueva (cf. Lc
7,21-22). La petición de María, durante el banquete nupcial, puesta por el
Espíritu Santo en su corazón de madre, manifestó no sólo el poder mesiánico de
Jesús sino también su misericordia.
En la solicitud de María se refleja la ternura
de Dios. Y esa misma ternura se hace presente también en la vida de muchas personas que se encuentran
junto a los enfermos y saben comprender sus necesidades, aún las más ocultas,
porque miran con ojos llenos de amor. Cuántas veces una madre a la cabecera de
su hijo enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o un nieto que
está cerca del abuelo o de la abuela, confían su súplica en las manos de la
Virgen. Para nuestros seres queridos que sufren por la enfermedad pedimos en
primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia del Reino de Dios
precisamente a través de las curaciones: «Id a anunciar a Juan lo que estáis
viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios
y los sordos oyen; los muertos resucitan» (Mt 11,4-5). Pero el amor animado por
la fe hace que pidamos para ellos algo más grande que la salud física: pedimos
la paz, la serenidad de la vida que parte del corazón y que es don de Dios,
fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los que se lo piden con
confianza.
En la escena de Caná, además de Jesús y su Madre,
están también los que son llamados «sirvientes», que reciben de Ella esta
indicación: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Naturalmente el milagro tiene
lugar por obra de Cristo; sin embargo, Él quiere servirse de la ayuda humana
para realizar el prodigio. Habría podido hacer aparecer directamente el vino en
las tinajas. Sin embargo, quiere contar con la colaboración humana, y pide a
los sirvientes que las llenen de agua. Cuánto valora y aprecia Dios que seamos
servidores de los demás. Esta es de las cosas que más nos asemeja a Jesús, el
cual «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45). Estos personajes
anónimos del Evangelio nos enseñan mucho. No sólo obedecen, sino que lo hacen
generosamente: llenaron las tinajas hasta el borde (cf. Jn 2,7). Se fían de la
Madre, y con prontitud hacen bien lo que se les pide, sin lamentarse, sin hacer
cálculos.
En esta Jornada Mundial del Enfermo podemos
pedir a Jesús misericordioso por la intercesión de María, Madre suya y nuestra,
que nos conceda esta disponibilidad para servir a los necesitados, y
concretamente a nuestros hermanos enfermos. A veces este servicio puede
resultar duro, pesado, pero estamos seguros de que el Señor no dejará de
transformar nuestro esfuerzo humano en algo divino. También nosotros podemos
ser manos, brazos, corazones que ayudan a Dios a realizar sus prodigios, con
frecuencia escondidos. También nosotros, sanos o enfermos, podemos ofrecer
nuestros cansancios y sufrimientos como el agua que llenó las tinajas en las
bodas de Caná y fue transformada en el mejor vino. Cada vez que se ayuda
discretamente a quien sufre, o cuando se está enfermo, se tiene la ocasión de
cargar sobre los propios hombros la cruz de cada día y de seguir al Maestro
(cf. Lc 9,23); y aún cuando el encuentro con el sufrimiento sea siempre un
misterio, Jesús nos ayuda a encontrarle sentido.
Si sabemos escuchar la voz de María, que nos
dice también a nosotros: «Haced lo que Él os diga», Jesús transformará siempre
el agua de nuestra vida en vino bueno. Así, esta Jornada Mundial del Enfermo,
celebrada solemnemente en Tierra Santa, ayudará a realizar el deseo que he
manifestado en la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la
Misericordia: «Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el
encuentro con [el Hebraísmo, el Islam] y con las otras nobles tradiciones
religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos
mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de
violencia y de discriminación» (Misericordiae Vultus, 23). Cada hospital o
clínica puede ser un signo visible y un lugar que promueva la cultura del
encuentro y de la paz, y en el que la experiencia de la enfermedad y del
sufrimiento, así como también la ayuda profesional y fraterna, contribuyan a
superar todo límite y división.
Son un ejemplo para nosotros las dos monjas
canonizadas en el pasado mes de mayo: santa María Alfonsina Danil Ghattas y
santa María de Jesús Crucificado Baouardy, ambas hijas de la Tierra Santa. La
primera fue testigo de mansedumbre y de unidad, ofreciendo un claro testimonio
de la importancia que tiene el que seamos unos responsables de los otros
importante es que seamos responsables unos de otros, de que vivíamos al
servicio de los demás. La segunda, mujer humilde e iletrada, fue dócil al
Espíritu Santo y se convirtió en instrumento de encuentro con el mundo
musulmán.
A todos los que están al servicio de los
enfermos y de los que sufren, les deseo que estén animados por el ejemplo de
María, Madre de la Misericordia. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este
Año Santo, a fin de que todos podamos descubrir la alegría de la ternura de
Dios» (ibíd., 24) y llevarla grabada en nuestros corazones y en nuestros
gestos. Encomendemos a la intercesión de la Virgen nuestras ansias y
tribulaciones, junto con nuestros gozos y consolaciones, y dirijamos a ella
nuestra oración, para que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos,
especialmente en los momentos de dolor, y nos haga dignos de contemplar hoy y
por toda la eternidad el Rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.
Acompaño esta súplica por todos vosotros con mi
Bendición Apostólica.
Dado en el Vaticano, el 15 de setiembre de 2015
Memoria de Nuestra Señora de los Dolores.
Francisco
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