Francisco Fernández Carvajal
Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales…
Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales…
I. En la
Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo [1]: se debía
entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del campo,
como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del Templo. Los
fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y el comino,
plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y que servían
para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de generosidad con
Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves mandamientos en relación
al prójimo.
Por eso,
por su hipocresía, les dirá el Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas! que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero
habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y
la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquéllas [2].
No
desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el eneldo y el comino, que
podría haber sido una verdadera expresión de amor: como quien regala unas
flores a una persona que quiere, o al Señor en el Sagrario; lo que rechaza
Jesucristo es la hipocresía que este falso celo oculta, pues con ello se
justificaban para no cumplir con otros deberes esenciales: la justicia, la
misericordia y la fidelidad. Los cristianos no debemos caer jamás en una
hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras ofrendas voluntarias son
gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y necesarias, determinadas por
la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo suyo y se enriquece y
perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas cosas había que hacer, sin
omitir aquéllas.
La virtud
de la justicia se fundamenta en la intocable dignidad de la persona humana,
creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una felicidad eterna. Y si
consideramos el respeto que merece todo hombre «a la luz de las verdades
reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado esta
dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de Jesucristo,
hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y constituidos
herederos de la gloria eterna» [3].
El
aprecio a los derechos de las personas comienza por un ordenamiento justo de
las leyes civiles, al que hemos de contribuir los cristianos, como ciudadanos
ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando por aquellas leyes que
defienden el derecho a la vida, el primero de los derechos, desde el mismo
instante de la concepción. Pero no basta con esta contribución, que hemos de
hacer siempre en la medida de nuestras posibilidades, aunque sean pequeñas.
Cada día
se nos presentan muchas ocasiones para ser justos con nuestros semejantes: a la
hora de emitir juicios sobre otros -¡con qué facilidad, con qué frivolidad se
falta a veces a la justicia más elemental con juicios temerarios!-; en las
palabras, evitando no sólo la calumnia -la acusación falsa-, sino también la
difamación, la palabrería que propaga los defectos del prójimo, para disminuir
su consideración social, profesional y humana; en las obras, dando a cada uno
lo que es suyo…
¿Cómo
podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no tratamos con esmero -de
pensamiento, palabra y obra- a nuestros hermanos, por quienes Jesús dio su
vida?
II. Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que
el mero no causarle daño, y no basta para cumplirla con lamentarse ante
situaciones de injusticia; quejas y lamentaciones que serán estériles si no se
traducen en más oración y obras para remediar esa situación. Cada cristiano ha
de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida:
en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales… Vivir la
justicia con quienes nos relacionamos habitualmente significa, entre otros
deberes, respetar su derecho a la fama, a la intimidad, a una retribución
económica suficiente… «Estas exigencias no han de limitarse únicamente al orden
económico, como es, por ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y
la moral cristianas tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la
fidelidad, a la verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la
laboriosidad y la honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e
incluso la generosidad deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de
sus actividades laborales y profesionales» [4].
También
la calumnia, la maledicencia, la murmuración…. constituyen una verdadera y
flagrante injusticia, pues «entre los bienes temporales la buena reputación
parece ser el más valioso, y por su pérdida el hombre queda privado de hacer
mucho bien» [5]. El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo entero
de maldad [6]: puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para
comunicarnos…, o puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no
hablar nunca mal de nadie.
No es
infrecuente que se falte a la justicia a través de la palabra. Por eso, el
Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla, que no nos dejemos
guiar por rumores, por juicios precipitados de otras personas, de algunos
medios de comunicación social…, que nunca emitamos un juicio negativo sobre
personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos de vidas ajenas-. Y,
entonces, hemos de procurar poner los medios para estar bien informados, y, si
alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos partes, matizando cuando sea
preciso hacerlo y salvando siempre la intención profunda de las personas, que
sólo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen quienes de alguna manera
trabajan en los medios de comunicación social o tienen acceso a ellos, por el
gran bien o el mal grave que pueden hacer.
Debemos
vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor nos ha encomendado,
dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos, tratando con más
esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones particulares,
más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por ejemplo, el padre
o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones, y no dedicara lo
necesario para la educación de los hijos o para aquellas personas que Dios ha
puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y preferencias personales,
de los que con un poco de buena voluntad se puede prescindir, a las necesidades
de los demás.
Somos
justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario, con la justa retribución
de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles justas y con la recta
conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar por encima del mínimo
exigido por la ley, pues pueden darse circunstancias en las que, cumpliendo lo
estrictamente legal, lo establecido, se falte a la justicia con ese mínimo
estipulado: pueden darse despidos legales pero injustos, salarios de acuerdo
con las leyes pero que ofenden la dignidad de las personas… ; «la justicia no
se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes,
como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas»
[7]. Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le
llevará a cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo
en cuenta las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su
cargo.
III. La economía tiene sus propias leyes y mecanismos,
pero estas leyes no son suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son
inamovibles. El orden económico no debe concebirse -insiste el Magisterio de la
Iglesia- como un orden independiente y soberano, sino que ha de estar sometido
a los principios superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y
deficiencias del orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona
[8].
La
justicia social exige también que al trabajador no se le deje a merced de las
leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara sólo de una mercancía
[9]; y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios
«debe ser ésta: dar trabajo a todos» [10], pues el paro forzoso es uno de los
mayores males de un país y causa de otros muchos en la persona, en las familias
y en la sociedad misma.
Quien trabaja
en un taller, en la Universidad, en una empresa, no viviría la justicia si no
cumple con esmero con su tarea, con competencia profesional, aprovechando el
tiempo, cuidando los instrumentos de trabajo que son propiedad de la fábrica,
de la biblioteca, del hospital, del taller, de la casa en la que se ayuda en
las tareas del hogar. Los estudiantes faltarían a la justicia con la sociedad,
con la familia, a veces gravemente, si no aprovechan ese tiempo dedicado al
estudio. De modo general, las calificaciones académicas obtenidas pueden ser
materia de un buen examen de conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el
estudio será la causa de no ser más tarde buenos profesionales, faltando así a
la justicia con la empresa en la que se trabaja, por carecer de la preparación
debida. Son puntos que con frecuencia deberemos examinar, para vivir
delicadamente, delante de Dios y de los hombres, los deberes hacia el prójimo:
la justicia, la misericordia y la fidelidad en los pactos y promesas.
Pidamos a
la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia, para contribuir a hacer de la
sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia digno de hijos de Dios.
FUENTE
[1] Lev 27, 30-33; Dt 14, 22 ss.
[2] Mt 23, 23.
[3] JUAN XXIII, Enc. Pacem in
terris, 11-IV-1963, 10.
[4]
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. Past. Los católicos en la vida pública,
22-IV-1986, nn. 113-114.
[5] SANTO
TOMÁS. Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2.
[6] Sant
3, 6.
[7] J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 168. 8 Cfr.
[8] Pío
XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-VI-1931, 37.
[9] JUAN
PABLO II, Enc. Sollicitudo re¡ socialis, 30-XII-1987, 34.
[10]
IDEM, En el estadio de Morumbi, 3-VII-1980.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo IV, Martes de la
21ª Semana del Tiempo Ordinario, por Francisco Fernández Carvajal.
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