Quien quiera que seas tú, cualquiera que sea tu condición existencial, Dios te ama.
Te ama totalmente.
La mayor
prueba del amor de Dios se manifiesta en el hecho de que nos ama en nuestra
condición humana, con nuestras debilidades y nuestras necesidades. Ninguna otra
razón puede explicar el misterio de la cruz.
Ser
cristianos no es, primariamente, asumir una infinidad de compromisos y
obligaciones, sino dejarse amar por Dios.
Gracias
al amor y misericordia de Cristo, no hay pecado, por grande que sea, que no
pueda ser perdonado, no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se
arrepiente será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.
El amor
de Dios hacia nosotros, como Padre nuestro, es un amor fuerte y fiel, un amor
lleno de misericordia, un amor que nos hace capaces de esperar la gracia de la
conversión después de haber pecado.
El hombre
tiene íntima necesidad de encontrarse con la misericordia de Dios hoy más que
nunca, para sentirse radicalmente comprendido en la debilidad de su naturaleza
herida; y sobre todo para hacer la experiencia espiritual de ese amor que
acoge, vivifica y resucita a la vida nueva.
En
vuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece
que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tened presente que
Dios conoce vuestros afanes! ¡Dios os ama uno por uno, está cercano a vosotros,
os comprende! Confiad en Él, y en esta certeza encontrad el coraje y la alegría
para cumplir con amor y con gozo vuestro deber.
Volved a
encontrar el camino que lleva a Dios. No a un Dios cualquiera, sino al Dios que
se ha manifestado Padre en el rostro amabilísimo de Jesús de Nazaret. Recordad
ciertamente el abrazo tierno y afectuoso del Padre cuando vuelve a encontrar al
hijo «pródigo». Dios ama el primero. Si os dejáis encontrar por Él, vuestro
corazón hallará la paz. Será fácil responder a su amor con amor. Para entender,
basta pensar en Jesús sobre la cruz y en el ladrón crucificado con Él, a su
lado. Jesús le aseguró: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
No
olvidéis que el Señor escucha vuestra oración. En el silencio de la cárcel,
incluso cuando os invade la melancolía y os sentís oprimidos por la amargura de
la incomprensión y el abandono, nada puede impediros que abráis el corazón a la
oración y al diálogo con Dios, que conoce la verdad de la vida de cada uno y
puede repetir a quien le confía su propia pena e implora su ayuda: «Tampoco yo
te condeno. Vete, y en adelante no peques más. »
Dios ama
a todos sin distinción y sin límites. Ama a aquellos de vosotros que sois
ancianos, a quienes sentís el peso de los años. Ama a cuantos estáis enfermos,
a cuantos sufrís de sida o de enfermedades relacionadas con el sida. Ama a los
parientes y amigos de los enfermos, y a quienes los cuidan. Nos ama a todos con
un amor incondicional y eterno.
Puede acaso
una mujer olvidarse de su hijo pequeño, no compadecerse del hijo de sus
entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría.» El amor de Dios es
tierno y misericordioso, paciente y lleno de comprensión. En la Sagrada
Escritura, así como en la memoria viva de la Iglesia, el amor de Dios es
ciertamente descrito, y ha sido experimentado, como el amor compasivo de una
madre.
Cristo
invita a sus oyentes a poner su esperanza en el cuidado amoroso del Padre: «No
andéis preocupados por lo que comeréis o beberéis; no os preocupéis… Vuestro
Padre sabe muy bien que tenéis necesidad de ello. Buscad, más bien, el reino de
Dios.»
La paz
viene cuando aprendemos a descansar en la providencia amorosa de Dios, sabiendo
que el deseo de este mundo pasa, y que solamente su reino perdura. Poner
nuestro corazón en las cosas que duran es estar en paz con nosotros mismos.
«Dios es
amor.» Por tanto, cada uno puede dirigirse a Él con la confianza de ser amado
por Él.
El amor
de Dios es un amor gratuito, que se adelanta a la espera y a la necesidad del
hombre. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que Él nos amó.» Nos ha amado primero, ha tomado la iniciativa. Esta es
la gran verdad que ilumina y explica todo lo que Dios ha realizado y realiza en
la historia de la salvación.
Desde
siempre, Dios ha pensado en nosotros y nos ha amado como personas únicas. A
cada uno de nosotros nos conoce por nuestro nombre, como el Buen Pastor del
Evangelio. Pero el proyecto de Dios sobre cada uno de nosotros se revela
gradualmente, día tras día, en el corazón de la vida. Para descubrir la
voluntad concreta del Señor sobre nuestra vida, hay que escuchar la Palabra de
Dios, rezar, compartir nuestros interrogantes y nuestros descubrimientos con
los otros, a fin de discernir los dones recibidos y hacerlos producir.
El amor
de Dios hacia los hombres no conoce límites, no se detiene ante ninguna barrera
de raza o de cultura: es universal, es para todos. Sólo pide disponibilidad y
acogida; sólo exige un terreno humano para fecundar, hecho de conciencia
honrada y de buena voluntad.
Juan Pablo II
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